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Capítulo 5

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-¿Qué está pasando, Ruolan? –Chen bajó la voz, al ver que el Sr. Jiang lo seguía mirando–. Tú sabes cuál es mi convicción acerca del sábado. Siempre lo supiste. ¿Por qué esta repentina preocupación sobre algo en lo que sabes que no cederé?

–Es que los tiempos son difíciles, y ¡no creo que le preocupe a Dios que trabajes de vez en cuando en sábado! No cuando él sabe que tu familia necesita del dinero.

–Pero no será de vez en cuando, Ruolan.

Chen estaba comenzando a irritarse, y le molestaba que a ella no le importara tener esta conversación por teléfono, en público.

–Ellos quieren que yo trabaje cada sábado, y tú sabes que no puedo hacer eso.

–¿No puedes hacerlo, o no quieres hacerlo? –argumentó ella.

–¿No puedo hacerlo? ¿No quiero hacerlo? ¿Cuál es la diferencia? –Chen se estaba enojando otra vez, ante su insistencia–. No seguiré esta conversación por teléfono.

–¿Le darás a tu jefe tu nota de renuncia? –demandó ella, fríamente–. El Sr. Jiang dijo que eso es lo que vas a hacer.

–Cuando llegue a casa te explicaré todo.

–¡Oh, no, no lo harás! –contestó ella.

Para ese entonces, su voz se había vuelto tan fría como un témpano de hielo

–Si presentas esa nota, no te molestes en venir a casa.

Chen no podía dar crédito a lo que oía. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido a Ruolan? ¿Cómo podía ella tratarlo tan rudamente, y sobre algo tan precioso como el sábado?

–¿Qué quieres decir con que no vuelva a casa? –pudo decir finalmente–. ¡Es mi casa!

–¡Ya no lo es más! No lo es, si eliges el sábado por sobre tu familia –aseguró ella enfáticamente–. Yo ya preparé mis papeles para el divorcio. Si firmas esa carta de renuncia, puedes firmar al mismo tiempo tu renuncia a nuestro matrimonio.

Ella colgó el teléfono, y Chen se quedó parado, con el teléfono en la mano. El Sr. Jiang lo miraba fijamente, esperando su decisión. Pero Chen no decía nada.

–Bueno –dijo, al final, el administrador– sospecho que estamos perdiendo nuestro tiempo aquí. Acabemos con esto –añadió, sacando una hoja de papel y una lapicera. Las empujó sobre la mesa hacia Chen.

–No entiendo...

Los hombros de Chen fueron cayendo, mientras tomaba la lapicera, sosteniéndola sin moverla.

–¿Qué le sobrevino a mi esposa? Nunca fue así.

–Le diré lo que le sobrevino –respondió el Sr. Jiang, mientras sacaba una carpeta del cajón de su escritorio, y comenzaba a hojear su contenido–. Ella recuperó sus sentidos y volvió a lo que ama más. No sé qué clase de cristiana era ella, pero ella es una muy buena comunista.

–¿Comunista? –Chen se quedó mirando la sonrisa maliciosa del Sr. Jiang.

Su mente retrocedió a las discusiones que habían tenido sobre cómo debía manejarse el gobierno, y se asombró de cuán ingenuo había sido él, por no haber visto antes cuáles eran las lealtades políticas de ella. ¿Cómo pudo haber sido tan ciego? ¿Cómo pudo haber despreciado los consejos que otros le daban acerca de los antecedentes de ella? Sin duda, el partido comunista había convencido a Ruolan de que trabajara junto con la fábrica y el Sr. Jiang para presionar a Chen. Evidentemente, ella había accedido, y el Sr. Jiang lo había sabido todo ese tiempo. Pero ¿qué le habían hecho a Ruolan, para que diera ese giro de 180º en sus previas convicciones como cristiana? Ella no era una persona débil; aunque era cierto que había sido cristiana solo un tiempo muy corto.

–Escribiré esa carta, sin importar las consecuencias –dijo Chen, tomando resueltamente la lapicera–. Pero tengo una pregunta: ¿Qué le hicieron a Ruolan, para que se volviera contra mí?

–No fueron bondadosos –el Sr. Jiang no pudo mirar a Chen a los ojos–. Pero esto puedo decirle: creo que tuvo algo que ver con su hijo.

–¡Esos miserables bribones! –murmuró Chen en voz muy baja, al darse cuenta de lo que eso significaba.

Los líderes comunistas debieron de haber amenazado a Ruolan respecto de la seguridad de su hijo. Eso hizo que Chen se enojara. ¿Vendrían ellos para llevarse al pequeño Zian, a fin de alejarlo de la influencia del cristianismo? Chen sabía que los líderes comunistas hacían esa clase de cosas a menudo, a fin de asustar a la gente y hacerla obedecer.

Pero ahora mismo, él sabía que no podía hacer nada. Los comunistas habían trazado una línea en un movimiento calculado, desafiándolo a cruzarla. Él había hecho eso mismo en sus esfuerzos para honrar a Dios y el sábado, y ahora tendría que pagar un precio muy alto. ¿Habría cambiado su decisión, si hubiese sabido todo lo que significaría ese paso? Tal vez no, pero Chen nunca estaría seguro porque, para cuando se hubiera asentado el polvo sobre todo este problema, sería demasiado tarde para volverse atrás. Al final de ese día, había perdido su trabajo, su esposa, su hijo y su hogar.

Esa noche, mientras dormía en el suelo en la casa de un amigo bondadoso que lo había recibido, Chen miraba fijamente el techo, preguntándose una vez más dónde había fallado. ¿Qué podría haber hecho él en forma diferente? Y llegaba siempre a la misma conclusión. Se había casado con Ruolan conociendo sus diferencias y, tal vez, ese había sido su mayor error. Pero ¿y el sábado? Él nunca renunciaría a sus convicciones acerca de lo sagrado de ese día, y nunca renunciaría a su derecho y privilegio de adorar a Dios como lo requería el cuarto Mandamiento.

“Acuérdate del sábado, para consagrarlo”, Chen comenzó a repetir los bien conocidos versículos en su mente. “Trabaja seis días, y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el día séptimo será un día de reposo para honrar al Señor tu Dios. No hagas en ese día ningún trabajo, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni tampoco los extranjeros que vivan en tus ciudades. Acuérdate de que en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y que descansó el séptimo día. Por eso el Señor bendijo y consagró el día de reposo”.1

Esas palabras de algún modo le trajeron algo de consuelo. Él no sabía cómo podía ser eso. Su devoción al cuarto Mandamiento era la razón por la que ya no tenía familia ni hogar. El trabajo que había perdido no era realmente importante en su mente; algún día, en algún lugar, podría conseguir otro trabajo. Pero ¿su esposa y su hijo? Ellos constituían su hogar y le daban felicidad. La desesperanza de ese pensamiento casi lo abrumó, pero luego se detuvo cuando se puso realmente a pensar en esa idea. ¿Había algo mal en ese cuadro? ¿Era cierto que solamente una mujer, un hijo y un hogar podían darle felicidad?

Chen contempló las formas de las sombras danzarinas que jugaban en el techo. ¿Quién podría saber que la luz de un débil farol callejero y las ramas de un árbol cerca de la casa podían fabricar tales caricaturas en el cielorraso? Tal vez su vida era como una de esas imágenes; tal vez, Dios estaba obrando de maneras misteriosas, usando diversas circunstancias para producir un plan más amplio y profundo para la vida de Chen. Después de todo, si ponía a otros por encima de Dios, ¿qué sentido tendría decir que era cristiano? ¿No había advertido Jesús a sus seguidores exactamente acerca de eso? ¿No se había entregado Jesús a sí mismo, cuando dejó al Padre y vino para morir por la raza humana?

Más pasajes de las escrituras vinieron a su mente, mientras seguía mirando el cielorraso. “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos [...] Todo el mundo los odiará por causa de mi nombre”.2 “Los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz cada día y sigue en pos de mí, no es digno de mí”.3

Chen no quería ser traicionado por miembros de la familia, pero tampoco quería vivir sin Dios en su vida. Eso sería peor que la muerte misma. Cerró los ojos, y trató de echar fuera tales pensamientos. No le gustaba la idea de vivir sin Ruolan y sin la compañía del pequeño Zian. Tal vez, Ruolan cambiaría de idea. Probablemente, ella volvería a buscarlo por la mañana. O, tal vez, ella simplemente necesitaba algunos días para reflexionar sobre la situación. Quizás en una semana, o algo así, ella volvería a sus sentidos, y se daría cuenta de que la sangre familiar que corría por sus venas era más valiosa que su lealtad a alguna ideología gubernamental.

Tal vez sí... pero quizá no. Si había una cosa que Chen conocía acerca de Ruolan, era su orgullo porfiado. Ella se aferraría a esto por más tiempo de lo que la mayoría de las mujeres lo haría, y para ese entonces, los oficiales comunistas la habrían atrapado totalmente. ¿Quién sabía qué medidas estaban tomando en ese mismo momento, para asegurar sus planes? ¿Quién sabía qué mentiras le estarían diciendo acerca de él?

Chen era un joven de apenas 26 años, pero parecía que su vida ya era un fracaso. Había perdido su trabajo y su hogar. Su esposa de hace pocos años lo había echado, y se había quedado con el único hijo de ellos. ¿Volvería a ver alguna vez a su hijito, Zian? Él había pensado que era un buen esposo y padre, pero ¿de qué le valieron todas sus buenas cualidades? Sin ninguna duda, había llegado al peldaño más bajo de la escalera.

Chen consideró nuevamente cuál era la causa de esta situación. Evidentemente, los antiguos vínculos de Ruolan con el partido comunista habían sido demasiado fuertes para ella; y su amor por la iglesia había sido solo superficial. Ahora, él estaba cosechando el resultado de las decisiones que había tomado hacía unos años, y volvía a estar solo, sin familia.

Chen pensó en todo el dolor y el sufrimiento que padecía... ¿habían valido la pena su devoción al servicio a Dios y a la iglesia? Su padre había sufrido por los sacrificios que había hecho para ver que otros oyeran las buenas noticias del evangelio, ¿y qué recompensa había obtenido? Nada más que una vida errante; ningún lugar que pudiera llamar su hogar.

1 Éxodo 20:8-11 (NVI).

2 Lucas 21:16, 17 (NVI).

3 Mateo 10:36-38.

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