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Capítulo 4

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Ese primer sábado bajo la nueva administración, Chen participó del servicio de adoración a Dios con su grupo regular, sin pensar en el trabajo. El sábado era su día favorito de la semana. En este día especial, él y su familia se gozaban cantando himnos sencillos, leyendo las Escrituras y socializando con creyentes de igual pensamiento, mientras adoraban a su Hacedor. Y además, celebraban el santo día de Dios, podían compartir sus problemas, y testificar con alabanzas que la bondad de Dios era la razón de su esperanza de salvación.

En todo esto, Chen estaba dichosamente inconsciente de un obstáculo que pronto perturbaría su vida. El lunes de mañana, encontró en el tablero de anuncios de la fábrica una nota con su nombre en grandes letras, anunciando que no debería faltar más al trabajo los sábados. Chen se quedó pasmado, mirando atónito el anuncio por un largo tiempo. Dios lo había bendecido con el sábado libre durante casi un año, y él había llegado a dar por sentada esa situación, pero ahora podía ver que se había terminado esa bonanza. Satanás estaba en pie de guerra. Era solo cuestión de tiempo, antes de que su trabajo estuviera en la balanza. Si había de mantenerse fiel en su devoción al santo sábado de Dios, probablemente, muy pronto quedaría sin trabajo.

Sin embargo, el sábado siguiente Chen fue a la iglesia, esta vez, desoyendo la clara advertencia que había permanecido en el tablero de anuncios durante casi una semana. Honraría el sábado sin importarle nada. Dudas molestas lo apremiaban en la orilla de sus pensamientos. ¿Le daría su jefe el lunes otra vez un aviso público?

No obstante, y para su sorpresa, cuando el lunes de mañana llegó al trabajo, su jefe no le dijo nada. Todo el día cumplió sus responsabilidades en la línea de montaje. Chen estaba sobre ascuas, esperando la confrontación inevitable con el jefe. Pero cuando llegó la hora de dejar el trabajo, marcó su tarjeta en el reloj y salió, sin que el administrador se hubiese acercado a él.

Al pasar los días de esa semana sin que le dijeran nada, Chen comenzó a pensar que el administrador le daría otra vez un pase y le permitiría continuar faltando al trabajo los sábados.

Sin embargo, el viernes el administrador lo llamó aparte, y le advirtió severamente que si no iba a trabajar al día siguiente, le pediría que renunciara. El corazón de Chen dio un vuelco, sabiendo que sus temores más graves finalmente se habían hecho realidad. ¿Qué podría hacer? Sus opciones eran limitadas. Ser fiel a sus convicciones y buscar trabajo en otra parte, o trabajar los sábados y mantener su puesto. En su mente, no tenía dudas sobre lo que debía hacer, pero eso no hizo que el resultado fuera menos difícil. Él sabía que tenía que guardar el sábado, pero también sabía que necesitaba un trabajo para sostener a su esposa y a su hijo.

Chen decidió guardar el sábado, por supuesto, y le comunicó al administrador su decisión.

–No tengo otra opción –le dijo Chen–. Le debo eso a mi Creador. Él hizo que el sábado fuera un día santo, y me pide que descanse ese día, para adorarlo. No importa lo que me cueste, no puedo deshonrarlo trabajando en sábado.

El administrador se quedó mirando a Chen.

–Entonces, supongo que sabes lo que tienes que hacer el lunes próximo. Trae tu nota de renuncia –respondió fríamente–. Es tu sábado libre o tu trabajo. No puedes tener las dos cosas.

Encogiéndose de hombros, se fue. Entonces, Chen supo que a menos que Dios interviniera de alguna manera, este sería su último día de trabajo en la fábrica.

La mañana siguiente amaneció clara y brillante, y Chen pensó que nunca en su vida había visto un día más hermoso para estar vivo. Le pareció que los pájaros cantaban más alegremente que nunca, mientras caminaba la corta distancia para adorar con el grupo de creyentes. Las flores de cerezo en el parque de la ciudad eran aún más fragantes de lo que recordaba que pudieran ser. Sin embargo, otra vez Chen encontró difícil relajarse y gozar realmente del día de reposo, que él más amaba. Todo parecía confuso, al recordar vez tras vez la conversación que había tenido con su jefe en la fábrica: “Es tu sábado libre o tu trabajo. No puedes tener las dos cosas”.

Y adorar a Dios en la iglesia, ese sábado, fue una batalla. Él amaba los himnos, aunque no era un gran cantante, pero encontraba difícil lograr que su alabanza fuera genuina. Leer las Escrituras para el grupo parecía un enigma, ya que su mente estaba preocupada con la creciente certeza de perder su trabajo. No dio su testimonio, porque tenía miedo de que se notara su falta de fe en Dios.

Y Chen se preguntaba: ¿Sabrá Ruolan de la lucha que me está torturando por dentro? Ella no había ido a la iglesia ese día porque no se sentía bien, había dicho. Él supuso que Ruolan había percibido que algo andaba mal, por la forma en que lo había mirado durante el desayuno. Había tensión en el aire entre ellos, y varias veces Chen había tenido que pedirle que repitiera lo que ella había dicho. Chen no quería admitirlo, pero las cosas decididamente se estaban enfriando entre ellos.

No obstante, si Ruolan sospechaba algo, no lo había expresado ni lo había señalado, y por esto Chen estaba contento. Él no quería tener que luchar con su calamidad inminente, y también darle la mala noticia a ella. Habría tiempo suficiente para hacerlo el lunes.

El lunes, el administrador estaba en su oficina esperando a Chen. Sin decir nada, el Sr. Jiang se sentó a su escritorio y miró a Chen fijamente, por encima de sus gafas con marcos de alambre; aunque no habló, su mirada decía mucho. Él mostraba una confianza en su mirada que no podía negar, como si esperara que Chen hubiera cambiado su decisión.

Chen se quedó de pie, cambiando su peso de un pie al otro, preguntándose cómo darle mejor la noticia. Como si postergar el anuncio hiciera que el resultado fuera más fácil. Pero no había una forma buena o fácil de decir lo que tenía que decir.

–He decidido escribir la nota de renuncia –anunció finalmente Chen.

Miró fijo al Sr. Jiang, sabiendo que esta era la decisión más importante que alguna vez hubiese tomado, y añadió:

–He decidido que no puedo renunciar al sábado como día de adoración a Dios. Tenía la esperanza de que usted hubiera cambiado su decisión y me permitiera tener los sábados libres, señor, pero sospecho que eso no ocurrirá.

–Yo podría decir lo mismo de usted –dijo el administrador, incrédulo–. Realmente estoy sorprendido. Pensé que después de reflexionar durante el fin de semana, su respuesta esta mañana sería diferente –el Sr. Jiang hizo una pausa, para tomar un sorbo del té que tenía en una taza sobre la mesa–. Usted es un hombre de familia, ¿verdad? Su esposa es Ruolan, ¿no? ¿Qué dice ella acerca de todo esto?

Chen lo miró con cuidado. ¿Qué estaba queriendo decir? ¿Cómo sabía el nombre de Ruolan? ¿Sabía el administrador algo que Chen desconocía? ¿Era todo esto algo armado?

–He oído que usted pronto se divorciará –siguió diciendo el Sr. Jiang–. Esas no pueden ser buenas noticias para nadie. Piense en lo que eso significará para usted y para su hijo.

–¡Un divorcio! –tartamudeó Chen–. ¿De qué está hablando?

Su mente daba vueltas, y su visión se nubló mientras miraba fijamente al Sr. Jiang, que seguía sentado detrás de su escritorio. ¿A dónde quería llegar el administrador de la fábrica con su última expresión?

–¡Mi esposa no sabe nada de esto! –logró, finalmente, decir Chen.

–Ella lo sabe –replicó el Sr. Jiang–. Hemos estado en conversaciones con ella por algún tiempo, y es algo que a ella le gustaría decirle.

El Sr. Jiang levantó el teléfono de su escritorio y marcó un número.

–Camarada Ruolan, aquí habla el Sr. Jiang, de la fábrica farmacéutica. Su esposo está aquí. Puede hablarle a él ahora –y el Sr. Jiang le pasó el teléfono a Chen–. Hable. Cuéntele de su decisión –le ordenó con frialdad.

Chen miró fijamente al administrador, sin poder creer lo que oía. Su boca se abrió mientras tomaba el teléfono. Al principio no pudo hablar, pero la voz de Ruolan lo llamaba incesantemente por el teléfono. Él podía escucharla débilmente, y como si estuviera lejos, pero todo le parecía una pesadilla.

–¡Chen! ¡Chen! –ella estaba casi gritando–. ¿Me oyes?

–Estoy aquí –tartamudeó–. ¡Te oigo! No tienes porqué gritar.

Chen logró recobrar la compostura, y comenzó a molestarle que ella lo tratara de ese modo. ¿Dónde estaba la mujer diligente y respetuosa que había prometido ser cuando se enamoraron y se casaron, hacía unos pocos años?

–Dime que no es cierto –Chen podía oír el hielo en la voz de Ruolan–. Dime que no hemos llegado a esto. ¿Preferirías que Zian y yo pasemos hambre, antes que trabajar los sábados?

–¿Dejarte con hambre? –Chen no podía creer lo que oía–. Tú no pasarás hambre aunque yo pierda este trabajo. Tú sabes que nunca permitiré que eso ocurra. ¿Qué clase de esposo crees que soy?

¡Un esposo perfectamente loco!, resopló ella aparte. Y luego él pudo oír que la voz de Ruolan estaba dirigida de nuevo al teléfono:

–¡Yo no tendré un esposo que elige su religión por encima de su esposa y su hijo!

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