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BURROS Y FARAONES

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Tendemos a olvidar que hace doscientos años Egipto era un país lejano del que se sabía muy poco. Hoy en día, todo el mundo está familiarizado con los faraones, sus tumbas y sus pirámides. En 1798, cuando el general francés Napoleón Bonaparte llegó al río Nilo, fue como si visitara un planeta completamente diferente. Egipto estaba muy lejos de los caminos trazados. Era una provincia del Imperio Otomano (turco) que tenía su base en Constantinopla (ahora Estambul); era un país islámico y de difícil acceso.

Algunos visitantes europeos llegaron a curiosear por los mercados bulliciosos de El Cairo o avistaron las pirámides de Guiza. Unos cuantos viajeros franceses recorrieron las extensiones del Nilo (de hecho, tengo un mapa muy preciso de Egipto que dibujó Robert de Vaugondy, un geógrafo real francés, en 1753). Algunos otros compraban polvo hecho con antiguas momias egipcias, a las que incluso el rey de Francia atribuía poderosas propiedades medicinales. Algunas esculturas egipcias antiguas arribaron a Europa y suscitaron un gran entusiasmo.

Nadie sabía nada sobre el antiguo Egipto y sus monumentos espectaculares, a pesar de que desde tiempos antiguos se consideraba el centro de una civilización temprana. Algunos diplomáticos se percataron de que se podían obtener ganancias de estas exóticas obras de arte, pero la lejanía del país jugaba en su contra. Esto cambió en la última década del siglo XVIII, cuando Egipto comenzó a desempeñar un papel preponderante gracias a que el istmo de Suez (el canal de Suez se construyó en 1869) era una entrada natural para quienes tenían los ojos puestos sobre las colonias inglesas de la India.

En 1797, con veintinueve años, Napoleón Bonaparte venció en Italia, lugar en el que desarrolló un gusto por el arte y la arqueología. Su mente inquieta estaba llena de visiones sobre conquistas militares y sentía una profunda curiosidad por el país de los faraones. El 1o de julio de 1798, su ejército de 38.000 hombres llegó a las costas de Egipto en 328 barcos. Entre ellos, 167 científicos enviados para cartografiar y estudiar Egipto, la parte antigua y la moderna.

Napoleón sentía pasión por la ciencia y, especialmente, por la arqueología. Los científicos que lo acompañaban eran hombres jóvenes y con talento, expertos en agricultura, artistas, botánicos e ingenieros. Pero ninguno de ellos era arqueólogo, pues la egiptología, el estudio de la civilización egipcia antigua, aún no existía. Los soldados de Napoleón llamaban «burros» a los científicos —la razón, se dice, es que durante las batallas, científicos y burros ocupaban la misma posición dentro de los grupos de infantería. Su líder era el barón Dominique-Vivant Denon, diplomático y artista ingenioso. Era el líder perfecto, y sus detallados dibujos, excelente escritura y su entusiasmo contagioso pusieron al antiguo Egipto en el mapa científico.

El mismo Napoleón estaba preocupado por la reorganización de Egipto, pero dispuso de tiempo para visitar las pirámides y la Gran Esfinge, la estatua de una criatura mítica con cuerpo de león y cabeza humana. Su interés por la ciencia era genuino y quedó constatado con la fundación del Instituto de Egipto en El Cairo. Allí, Napoleón asistió a cátedras y seminarios y tutorizó a sus «burros». Quedó fascinado cuando, en junio de 1799, soldados franceses encontraron una piedra misteriosa bajo una pila de rocas mientras construían fortificaciones cerca de Rosetta en el delta del Nilo. Estaba recubierta con tres tipos diferentes de escritura. Una de ellas era escritura formal egipcia antigua, la segunda era una versión abreviada de la misma, y la tercera era escritura griega. Esta piedra sería la llave para descubrir el extraño código que los franceses habían visto en los templos y tumbas del Nilo.

Los soldados enviaron la piedra de Rosetta, como se conoce actualmente, a los científicos de El Cairo, quienes rápidamente tradujeron los textos en griego. La piedra contenía una orden emitida por el faraón Ptolomeo V en el año 196 a.C. La orden no tenía nada de emocionante, pero los expertos se dieron cuenta de que las líneas en griego podían ser la clave para descifrar los ininteligibles jeroglíficos (la palabra jeroglífico viene del griego «símbolo sagrado») que usaban los antiguos egipcios. Tardarían veintitrés años en lograrlo (véase capítulo 3).

Mientras tanto, los científicos viajaron por todo el país en pequeños grupos. Acompañaban al ejército y a veces combatían codo con codo con la infantería. Denon y sus colegas dibujaban bajo el fuego cruzado. Sin importar que el sol estuviera a punto de ponerse, Denon recorrió las columnas del templo de la diosa vaca Hathor en Dendera, en el Alto Egipto, hasta que su oficial al mando lo llamó de nuevo a las filas. El entusiasmo de Denon era contagioso. Sus compañeros ingenieros abandonaban su trabajo para dibujar templos y tumbas y para apropiarse de pequeños objetos. Cuando los lápices se gastaban, hacían otros nuevos con balas de plomo derretidas.

La arquitectura era exótica y muy diferente de la de los templos griegos y romanos; hasta la vivienda más humilde estaba repleta de maravillas. Cuando el ejército avistó los templos del dios del Sol Amón de Karnak y Luxor en el Alto Egipto, los soldados formaron filas y saludaron, mientras la banda de guerra tocaba en honor y tributo a los antiguos egipcios.

A pesar de ser un genio militar, Napoleón perdió la campaña en Egipto cuando el almirante inglés Horatio Nelson destruyó la flota francesa en la bahía de Abukir, cerca de Alejandría, el 1o de agosto de 1798. Napoleón huyó de regreso a Francia.

Cuando el ejército francés se rindió en 1801, y los científicos tuvieron paso franco de regreso a Francia. Los británicos les permitieron conservar casi todos los hallazgos egipcios, pero llevaron la piedra de Rosetta al Museo Británico.

Aunque fue un fracaso militar, la expedición egipcia supuso un triunfo científico. Los «burros» del general examinaron los pasadizos de las pirámides de Guiza y midieron la esfinge. Además de dibujar el Nilo, también esbozaron el interior de los grandes templos egipcios de Karnak, Luxor y File, que se encontraban lejos, río arriba. Los dibujos de las grandes columnas con sus jeroglíficos y de los muros de los templos con dioses y faraones destacaban por lo detallados que eran para su época. En su obra de 20 tomos, Descripción de Egipto (Description de l’Egypte), describía escarabajos (un coleóptero sagrado) y joyas, estatuas, vasijas elegantes y ornamentos de oro. Los cuidados trazos y el uso habilidoso de los colores trajeron a la vida el exótico arte y arquitectura egipcios. Los volúmenes causaron furor. La gente enloqueció al ver las riquezas del antiguo Egipto al alcance de su mano.

La emoción desencadenó una batalla frenética por las antigüedades egipcias en una Europa sedienta de todo cuanto fuera exótico. Inevitablemente, una horda de coleccionistas, diplomáticos y personajes sombríos se aventuraron hacia el Nilo en busca de valiosos descubrimientos. A nadie le interesaba el conocimiento, solo los hallazgos espectaculares que pudieran venderse al mejor postor. La investigación seria, como la que llevaron a cabo los científicos de Napoleón, quedó relegada por la búsqueda del tesoro.

Egipto se mantuvo bajo el dominio del Imperio Otomano, gobernado por Mohammed Alí, un soldado albanés al servicio de Turquía. Él abrió sus dominios a los mercaderes y diplomáticos, así como a los turistas y anticuarios. Se pagaba muy bien por las momias bien conservadas y los objetos de arte; tanto, que incluso los gobiernos entraron al negocio del coleccionismo. Henry Salt y Bernardino Drovetti, destacados diplomáticos de Gran Bretaña y Francia, respectivamente, en El Cairo, tenían la misión de recolectar objetos espectaculares para los museos de sus respectivas patrias. Su esmero fue tal que un forzudo de circo se dedicaba a saquear de tumbas terminó por ser uno de los fundadores de la egiptología.

Giovanni Battista Belzoni (1778-1823) nació en Padua, Italia. Hijo de un barbero, se ganaba la vida como acróbata itinerante por toda Europa. En 1803 llegó a Inglaterra, donde lo contrataron como forzudo en el teatro de Sadler’s Wells (en ese entonces, un oscuro teatro de variedades). Belzoni era una persona atractiva e imponente. Medía casi dos metros de alto, era un hombre con una fuerza descomunal. Se convirtió en el «Sansón de la Patagonia», un levantador de pesas con un disfraz deslumbrante que atravesaba el escenario levantando a doce personas en un marco de hierro gigante.

Durante su época circense, Belzoni adquirió experiencia en levantamiento de peso, el uso de palancas y rodillos, así como en el desarrollo de ingenios «hidráulicos» (actuaciones que involucraban agua). Todas estas eran habilidades muy útiles para un saqueador de tumbas. Viajero entusiasta, Belzoni, en compañía de su esposa, llegó a Egipto en 1815. Allí, el diplomático británico Henry Salt lo contrató para rescatar una estatua enorme del faraón Ramsés II del templo de los reyes al occidente del Nilo, al lado opuesto de Luxor. Este famoso personaje venció los mejores esfuerzos de los soldados de Napoleón para moverla hacia el río. Belzoni reunió a ochenta trabajadores y construyó un rudimentario carro de madera que se desplazaba sobre cuatro rodillos. Usó varas y palancas y aprovechó el peso de docenas de hombres para levantar la pesada estatua y después colocarla sobre el carro, con los rodillos bajo ella. Cinco días más tarde, el faraón estaba en la orilla del río. La llevó río abajo y volvió a Luxor. Actualmente, podemos contemplar la estatua de Ramsés en el Museo Británico.

Cuando tenía algún problema con los oficiales, Belzoni se valía de su estatura y su fuerza, herramientas poderosas (también sabía usar armas de fuego, si era necesario). Su determinación y ferocidad combinadas con su experiencia para negociar le sirvieron mucho, y consiguió un botín espectacular de antigüedades.

Después, Belzoni se dedicó a los cementerios de la ribera occidental, donde hizo amistad con los saqueadores de Sheij Abd el-Qurna. Estos lo llevaron a los estrechos pasadizos de los acantilados y lo condujeron por sus profundidades, donde encontraron cientos de momias vendadas. El polvo de momia, señaló, «es desagradable de ingerir». La gente vivía en las tumbas, sin importar las pilas de manos, pies y hasta calaveras vendadas. Usaban los féretros de las momias, los huesos y los despojos de los muertos como leña para hacer la comida.

Bernardino Drovetti, rival de Belzoni que trabajaba para los franceses, exigió derecho de excavación sobre todas las zonas cercanas a Luxor, en respuesta al éxito de su contrincante. Provocó tantos problemas que Belzoni prefirió zarpar río arriba para volcarse sobre el templo de Abu Simbel. Logró abrir exitosamente la entrada con la ayuda de dos oficiales navales viajeros y a pesar de los trabajadores rebeldes y la arena que caía a cascadas de los riscos. De pronto, se encontró en una gran sala de pilares con ocho figuras de Ramsés II, pero pocos artefactos para llevarse.

De regreso en Luxor, encontró a los hombres de Drovetti excavando en Qurna. Cuando su líder amenazó con cortarle la garganta, prefirió desplazarse al Valle de los Reyes, lugar de sepultura de los faraones más importantes de Egipto. El valle había sido explorado desde tiempos romanos, pero Belzoni tenía instintos arqueológicos impresionantes. Casi inmediatamente localizó tres tumbas. Poco después, hizo el hallazgo más espectacular de su carrera: la tumba del faraón Seti I, padre de Ramsés II y uno de los gobernantes más importantes de Egipto, de 1290 a 1279 a.C. Los muros estaban adornados con pinturas magníficas. En la cámara sepulcral se encontraba el sarcófago translúcido, pero vacío, sarcófago de alabastro, esculpido para el cuerpo del faraón. Desafortunadamente, el sepulcro había sido exfoliado poco después de la muerte del faraón.

Belzoni pasaba por una buena racha. Había abierto cuatro tumbas reales. De vuelta en El Cairo, y más inquieto que nunca, penetró exitosamente en el interior de la gran pirámide Kefrén de Guiza, siendo la primera persona en lograrlo desde la Edad Media. Pintó su nombre con hollín en un muro de la cámara sepulcral, todavía visible hoy día. Como buen hombre del espectáculo, decidió crear una réplica exacta de la tumba de Seti para exhibir en Londres. Vivió ahí todo un verano junto con un artista. Copiaron las pinturas y numerosos jeroglíficos e hicieron cientos de impresiones en cera de las figuras. Esta vez, Drovetti sintió tanta envidia que sus hombres amenazaron a Belzoni con armas de fuego. Temiendo por su vida, el cirquero abandonó Egipto para siempre.

De vuelta en Londres, montó con rotundo éxito una exposición de la tumba y sus hallazgos en la llamada sala egipcia (muy adecuado), cerca de lo que hoy es Piccadilly Circus, y escribió un libro sobre sus aventuras que fue un best-seller. Pero inevitablemente, el número de visitantes disminuyó y la exposición cerró. El viejo forzudo todavía deseaba fama y fortuna, y en 1823 partió en una expedición para encontrar el nacimiento del río Níger en África occidental, para poco después fallecer de fiebre en Benin.

Giovanni Belzoni fue un personaje fascinante, pero a fin de cuentas, un hombre del espectáculo y un saqueador de tumbas. Uno podría describirlo como un cazador de tesoros despiadado, pero fue mucho más que eso. Comenzó como buscador de tesoros por fama y fortuna, pero ¿fue un arqueólogo? No hay ninguna duda de que tenía habilidades magníficas para hacer descubrimientos. Puede ser que actualmente fuera un excelente arqueólogo, pero en su época nadie sabía leer jeroglíficos, ni cómo indagar y registrar el pasado. Como otros personajes de su tiempo, él medía el éxito por el valor de sus hallazgos. Sin embargo, el extravagante italiano sí sentó algunas de las bases rudimentarias de la egiptología.

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