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EXCAVANDO EN NÍNIVE
ОглавлениеBabilonia y Nínive, las dos grandes ciudades bíblicas, eran materia de novelas. En el Antiguo Testamento se habla del rey Nabucodonosor (quien reinó aproximadamente desde el 604 y el 562 a.C.), el gran rey de la antigua Babilonia (en el actual sur de Irak). Era un conquistador despiadado, famoso por mantener cautivos a los judíos en su capital. Las ganancias de su poderoso imperio crearon una ciudad espectacular. De acuerdo con informes griegos más tardíos, miles de esclavos erigieron las murallas de la ciudad, tan gruesas que carros podrían haber competido en carrera sobre ellas.
Según se dice, Nabucodonosor creó los hermosos jardines colgantes para las terrazas de su palacio, y se convirtieron en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Aún se duda sobre su existencia. La capital desapareció con la caída de la civilización asiria. Los pocos viajeros europeos que lograron llegar a Babilonia se encontraron frente a un desierto árido de montículos polvorientos. Tuvieron que pasar muchos siglos para que los arqueólogos alemanes pudieran reconstruir algunas partes de la ciudad (véase capítulo 20).
Nínive estaba muy al norte del río, lo que ahora es Irak septentrional. En el año 612 a.C. fue una de las ciudades asirias más importantes, incluso la mencionan en el libro del Génesis de la Biblia. Según el profeta Isaías, Dios maldijo a los ninivitas arrogantes. Dejó a Nínive «desolada, árida como el desierto». No quedaron edificios ni templos a la vista. Los visitantes europeos más tardíos indicaban que la ira de Dios, en efecto, había destruido a los asirios.
Babilonia y Nínive fueron obviados de la historia, y son conocidas solo por la Biblia. Ahí permanecieron hasta que los extraordinarios hallazgos arqueológicos confirmaron la historia bíblica. En 1841, un grupo de académicos influyentes de la Sociedad Asiática de Francia aprovechó Nínive como nueva oportunidad para llevar a cabo excavaciones impresionantes que hicieran ver bien a Francia. En 1842, el gobierno nombró a Paul-Émile Botta (1802-1870) como su cónsul (representante) en Mosul. Botta había sido diplomático en Egipto y su nombramiento se debió a que hablaba un árabe fluido. Su tarea extraoficial era excavar en Nínive, aunque no tenía experiencia importante en este tipo de actividad.
Las excavaciones inexpertas de Botta fueron inútiles durante mucho tiempo, pues excavaba en las capas superiores infértiles del montículo Kuyunjik (es decir, en estratos que no tenían ni huesos ni herramientas). Los montículos de ciudades antiguas se forman gradualmente capa por capa; los niveles más tempranos, frecuentemente los más importantes, se forman en la base. Pero Botta no sabía nada sobre este tipo de zonas. Excavó aleatoriamente cerca de la superficie y encontró algunos ladrillos con inscripciones y fragmentos de alabastro, pero nada digno de atención.
Después de meses de trabajo, le cambió la suerte. Un poblador de Khorsabad, a unos 22 kilómetros al norte de Kuyunjik, le mostró a Botta algunos ladrillos con inscripciones y le contó historias sobre muchos hallazgos cerca de su casa, en un montículo antiguo. El cónsul envió a dos hombres a investigar. Una semana más tarde, uno de ellos regresó sobrecogido por la emoción. Una pequeña excavación había revelado muros tallados con imágenes de animales exóticos.
Botta cabalgó hacia Khorsabad de inmediato. Estaba asombrado por la precisa realización de las imágenes talladas en los muros de la pequeña área que habían excavado. Junto a los animales alados y otras bestias, caminaban extraños hombres barbudos con largas túnicas. Botta rápidamente trasladó a sus trabajadores a Khorsabad. En cuestión de unos pocos días, los excavadores desenterraron una serie de losas de caliza del palacio de un rey antiguo desconocido.
Botta escribió triunfante a París y anunció la revelación de una verdad bíblica. «Nínive ha sido redescubierta», informó orgulloso. El gobierno francés concedió la financiación de 3.000 francos para excavaciones ulteriores. Botta contrató a más de 300 trabajadores, pues sabía que tenía que cavar en grandes dimensiones para hacer hallazgos de importancia. Comenzó una tradición de enormes exploraciones en Mesopotamia (del griego, que significa «entre ríos»), que continuó hasta bien entrado el siglo XX.
Los franceses, sabiamente, también enviaron a EugÈne Napoleón Flandin, un artista arqueólogo de París. Ambos hombres trabajaron en los montículos hasta finales de octubre de 1844. De-sentrañaron la estructura de un complejo palaciego que abarcaba más de 2,5 kilómetros cuadrados. Los trabajadores simplemente fueron siguiendo los muros del palacio por donde podían. Desenterraron escenas de un rey en la guerra, derrotando ciudades, en el juego de caza y en complejas ceremonias religiosas. Las puertas estaban resguardadas por leones con cabeza humana. Ninguna excavación anterior había redituado tales tesoros.
Flandin llegó a París en noviembre de 1844 con dibujos que volvieron locos de alegría a los académicos franceses. Era una tradición artística completamente nueva, totalmente distinta a la de Grecia, el Nilo o Roma. Botta también volvió a París. Terminó un informe de las excavaciones, acompañado por cuatro volúmenes de los dibujos de Flandin, y fue una auténtica sensación. Botta declaró erróneamente que había redescubierto Nínive en Khorsabad. No es el único que se ha equivocado, como Belzoni en Egipto, él era incapaz de leer las inscripciones del palacio. Ahora sabemos que lo que encontró fue Dur Sharrukin, el palacio del rey asirio Sargón II (722-705 a.C.), un conquistador agresivo y exitoso. Tuvieron que pasar muchos años para que las así llamadas inscripciones «cuneiformes» revelaran cuál era su capital (véase capítulo 5).
Justo cuando Botta comenzaba a trabajar en Nínive en 1842, un joven inglés llamado Austen Henry Layard (1817-1894) comenzaba a sentir fascinación por la arqueología de Mesopotamia. Había pasado dos semanas en Nínive en 1840 estudiando la zona. Estaba dotado de una curiosidad insaciable y extraordinarias habilidades de observación, por lo que tomó la determinación de excavar los montículos de las ciudades antiguas. La arqueología se convirtió en su pasión.
Como muchos grandes arqueólogos, Layard era muy inquieto. Pasó un año entre los nómadas bajtiaríes en las montañas de Persia (actualmente Irán) y se convirtió en un consejero confiable de la tribu. Sabía tanto sobre la política local que el emisario británico en Bagdad lo envió a Constantinopla para asesorar al embajador que estaba ahí. Para entonces, en 1842, había pasado tres días en Mosul con Botta, quien lo alentó para que explorara; sin embargo, Layard no tenía un solo centavo.
Pasó tres años como oficial de inteligencia (sin el nombramiento) en Constantinopla. Después, el embajador británico, sir Stratford Canning, a regañadientes, le concedió una licencia durante dos meses para excavar en Nimrud, un conjunto de montículos río abajo de Mosul. Layard apostó a que podía llegar al corazón de la ciudad desde abajo, así que abrió túneles en los montículos. Casi de inmediato, los trabajadores descubrieron una gran cámara revestida con losas de inscripciones cuneiformes. Sabemos que este fue el Palacio Norte del rey asirio Asurnasirpal (883-859 a.C.). El mismo día, Layard movió a sus hombres al sur y desenterró el Palacio Sudoeste, construido por el rey Asarhaddón (681-669 a.C.). Layard mantiene su posición como el único arqueólogo de la historia que ha encontrado dos palacios en veinticuatro horas.
En sus excavaciones, simplemente siguió la ruta de los muros decorados en las habitaciones del palacio. Encontró lozas talladas almacenadas que pertenecían a un palacio anterior. En ellas había escenas de batalla y de un asedio. Estos hallazgos pronto empañaron a los de Khorsabad. Mientras tanto, Botta abandonó la vida pública, lo habían designado para un puesto misterioso en el Líbano, nunca volvió a la arqueología y murió en 1870.
Layard trabajaba con un objetivo en su mente, encontrar obras de arte y artefactos espectaculares que pudiera enviar a Londres. Sabía que los hallazgos exóticos que enviara al Museo Británico pondrían los ojos sobre él. No hay ninguna manera en la que su trabajo pueda describirse como un registro minucioso de hallazgos.
Layard y su asistente asirio Hormuzd Rassam levantaron un campamento en la cima del montículo Nimrud, lo que les proporcionaba una vista magnífica sobre el llano que los rodeaba. Siempre estaba en guardia para asegurarse de que no se acercaran súbitas incursiones miembros de la tribu en busca de tesoros. Les ofreció regalos a los jefes locales para comprar su lealtad, pero tampoco dudaba en usar la violencia cuando era necesario. Eventualmente, se volvió una especie de jefe tribal, pues comenzó a arreglar disputas y matrimonios.
Después hizo más descubrimientos extraordinarios, por ejemplo, tres esculturas de toros alados. Layard organizó una fiesta de tres días para sus trabajadores con el fin de celebrar estos hallazgos. En el Palacio Norte, sus hombres descubrieron un magnífico pilar tallado con un rey que recibía tributo. Describía los triunfos militares del rey Salamanasar III (859-824 a.C.), quien peleó constantemente contra los Estados vecinos, como los hititas (véase capítulo 20). Layard construyó un gran carro y arrastró sus pesados hallazgos hacia el Tigris, envió los artefactos río abajo a Basra en balsas que flotaban con odres inflados, idénticos a los que mostraban los relieves asirios. A continuación, Layard excavó en el montículo Kuyunjik de Nínive, donde entre los túneles pronto aparecieron nueve cámaras adornadas con bajorrelieves (esculturas en las que las figuras apenas sobresalen de la superficie).
El primer cargamento de esculturas de Nimrud llegó al Museo Británico el 22 de junio de 1847, y cuando Layard llegó a Inglaterra lo trataron como a un héroe. En 1849 publicó Nínive y sus restos —un «pequeño esbozo» de su obra que se volvió un éxito de ventas.
Las excavaciones en Kuyunjik se reanudaron en 1849. Layard cavó un laberinto de túneles que seguían a las paredes palaciegas decoradas, e ignoraba el valioso contenido de las cámaras. Una vez más, pasaba días enteros bajo tierra dibujando las esculturas conforme aparecían, a la luz de pozos de ventilación y velas. Los túneles sombríos llevaron hasta las grandes figuras de leones que resguardaban las puertas del palacio. Las losas de piedra caliza de la entrada aún tenían las marcas de las ruedas de un carro asirio. Sus trabajadores expusieron toda la fachada sudoriental del palacio del rey Sennacherib (705-681 a.C.), quien emprendió campañas en Mesopotamia, Siria, Israel y Judea.
Las inscripciones del palacio contenían una crónica de las conquistas, sitios y logros reales. En los relieves aparecían monarcas y dioses que parecían estar vivos, como si estuvieran adelantándose para interrogar a los visitantes intrusos. Muchos de los relieves de Kuyunjik se exhiben en el Museo Británico actualmente, y yo siempre descubro algo cuando visito el museo y los veo. El tallado es impresionante. Uno de los conjuntos de relieves muestra a casi 300 trabajadores arrastrando a un toro gigante con cabeza humana de una balsa en el río al palacio. Un hombre sentado sobre un caballo a un costado del toro da las órdenes. Mientras tanto, el rey supervisa la labor desde su carro, bajo una sombrilla.
El descubrimiento más sensacional de Layard ocurrió cuando descubrió el sitio y captura de una ciudad desconocida —desconocida hasta que se descifraron las inscripciones cuneiformes que la acompañaban en la década de 1850 (véase capítulo 5)—. Los relieves eran su preocupación principal, los hallazgos pequeños, a menos que tuvieran valor comercial, no eran de su interés.
Las excavaciones de vez en cuando hallaban una tablilla de barro con inscripciones cuneiformes, pero muchas de ellas se hacían polvo, pues no estaban cocidas y eran frágiles. Después, Layard topó con lo más preciado, aunque le llevó un tiempo darse cuenta de que lo había hecho. Casi al final de la excavación, recogió con la pala cientos de tablillas de barro en seis cajas. Estas formaban parte de la biblioteca real y resultaron ser de sus descubrimientos más importantes. Después de las excavaciones de 1850, envió más de cien cajas por el río Tigris.
Tras un intento de excavación infructuoso en Babilonia y otro en una ciudad primigenia del sur (que falló porque sus métodos eran demasiado toscos para tratar con ladrillo sin cocer), Layard volvió a su patria.
El Museo Británico posee muchos dibujos de Layard, el único registro de hallazgos que no pudo enviar. Tenía el gran instinto arqueológico para lo importante y no para lo trivial; y, como Giovanni Belzoni, tenía suerte para los descubrimientos que lo llevaban a los palacios reales y a encontrar hallazgos sensacionales. Pero aparentemente sus métodos eran muy bruscos y se perdían muchas cosas. No fue hasta medio siglo después cuando los académicos alemanes convirtieron las excavaciones de Grecia y Mesopotamia en una disciplina científica (véase capítulo 20).
Layard es una persona difícil de descifrar, pero definitivamente tenía una personalidad apresurada, era un excavador despiadado en la búsqueda de descubrimientos deslumbrantes. Cavó ciudades enteras con solo uno o dos asistentes europeos y cientos de trabajadores locales. A fin de cuentas, lo único que le interesaba era la fama y los hallazgos espléndidos para el Museo Británico.
Sin embargo, realmente destacó por lo bien que se llevaba con los lugareños; se hizo amigo de muchos, algo inusual entre los arqueólogos. A juzgar por su escritura elocuente y sus fluidas descripciones, Austin Henry Layard era tan aventurero como arqueólogo. Pero sí fue él quien llevó a los asirios bíblicos bajo los focos y demostró que gran parte del Antiguo Testamento está basada en hechos históricos. La descodificación de la escritura cuneiforme pronto dio mayor importancia a sus hallazgos (véase capítulo 5). Agotado con la exigencia de sus excavaciones y harto de los constantes problemas para conseguir financiación, Layard renunció a la arqueología a los treinta y seis años. Cambió de rumbo y se volvió político, después diplomático, un empleo en el que se beneficiaron de su experiencia para tratar con personas de otras culturas. Más tarde se convertiría en embajador británico en Constantinopla, uno de los puestos diplomáticos más importantes en Europa en ese momento. Nada mal para un arqueólogo aventurero.