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HACHAS Y ELEFANTES

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Según el libro del Génesis: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». Dios terminó la labor en seis días. Luego formó a un hombre, «un ser vivo». Dios puso al primer humano en el Jardín del Edén. Salían cuatro ríos del Edén, dos de ellos eran el Tigris y el Éufrates en Mesopotamia, «la tierra entre ríos».

Y entonces, ¿qué edad tiene la humanidad? ¿Cuánto tiempo lleva existiendo la Tierra?

Hace dos siglos la enseñanza cristiana consideraba que la historia de la creación del Antiguo Testamento era un suceso histórico real, y a partir de las Sagradas Escrituras se calculó que había ocurrido en el año 4004 a.C. Sugerir cualquier otra alternativa implicaba desafiar a las creencias cristianas, una ofensa muy grave.

Pero también había un problema muy conflictivo con esto: ¿era posible que toda la historia humana se desarrollara en tan solo seis mil años?

La cuestión sobre el origen de la humanidad había surgido en la mente de los eruditos desde el siglo XVI. Los anticuarios de Europa rumiaban sobre las colecciones de herramientas de piedra descubiertas en los campos arados, muchas de ellas se consideraban objetos naturales formados por rayos. Después apareció John Frere y todo cambió.

John Frere (1740-1807) era un inglés propietario de tierras en el campo y estaba graduado por la Universidad de Cambridge, donde estudió matemáticas con cierto éxito. Se convirtió en sheriff de Suffolk y fue miembro del Parlamento desde 1799 a 1802, aunque entre sus mayores intereses destacaban la geología y la arqueología. Tenía excelentes contactos políticos y sociales. Fue elegido miembro de la Real Sociedad y de la Sociedad de Anticuarios de Londres, ambas sociedades muy instruidas en la época. Con toda certeza, un hombre encantador, dotado de una profunda curiosidad por el campo que rodeaba su hogar de Roydon Hall en Norfolk, al este de Inglaterra.

En 1797, un grupo de albañiles descubrió hachas de piedra y huesos de grandes animales en una mina de arcilla en Hoxne, una pequeña villa a ocho kilómetros de la casa de Frere, quien cabalgó hacia allá y excavó cuidadosamente en las paredes de la fosa de ladrillo. Descubrió más hachas y los huesos de elefantes que se habían extinguido mucho tiempo atrás (ahora, claro, son animales tropicales) atrapados entre las capas estériles.

Frere reconoció de inmediato que se trataba de algo extraordinario. Hizo lo que la mayoría de los anticuarios hacía en esa época: escribir una carta breve a la Sociedad de Anticuarios de Londres, pues sabía que muchos de sus miembros estaban interesados en el pasado. Como era costumbre, el 22 de junio de 1797 se leyó su breve informe en voz alta para todos los miembros y se publicó tres años después. Uno pensaría que se trató de un evento trivial, pero lo que Frere escribió era verdaderamente memorable. Describió sus hallazgos como «armas de guerra, fabricadas y usadas por un pueblo que no conocía todavía el metal». Hasta ese momento, no había nada particularmente impresionante, pues muchos de sus colegas creían que los antiguos britanos no poseían metal. Pero lo que escribió a continuación en el texto fue verdaderamente notable: «La situación en la que estas armas se encontraron podría sugerir que pertenecieron a un período muy remoto, incluso más allá del mundo presente».

Las palabras de Frere entraban en conflicto directo con las enseñanzas religiosas y debieron caerle a la Sociedad de Anticuarios como un jarro de agua helada. Sus miembros eran personas cautelosas y respetables, incluso formaban parte de la misma varios sacerdotes, por lo que discretamente publicaron el texto de Frere… y lo olvidaron. El descubrimiento de Frere fue ignorado durante sesenta años.

Incluso antes de los hallazgos de Hoxne, ya habían aparecido algunos descubrimientos de huesos de elefantes junto con las herramientas de piedra que usaban los humanos. Esto era sorprendente, pues en el siglo XIX no había elefantes en Europa. Mientras más elefantes y herramientas de piedra salían a la luz, paulatinamente fue más evidente que los humanos habían vivido en Europa mucho antes de que alguien hubiera usado el metal, y habían habitado ahí junto a animales extintos hace mucho tiempo. Aparentemente, incluso los habían cazado. ¿Hicieron todo esto antes de la creación bíblica de hace seis mil años?

Esos seis mil años de existencia humana ya estaban muy abarrotados; por ejemplo, ¿cómo podían explicarse los círculos megalíticos de Avebury y Stonehenge? Estos ya eran antiguos cuando el general romano Julio César invadió Britania, apenas hace dos mil años. La gente comenzó a preguntarse algo hasta ese momento inimaginable: ¿el mundo había existido desde antes de la creación? Las enseñanzas cristianas consideraban un pensamiento así tan irresponsable como criminal.

Tendemos a pensar que la arqueología es solo el estudio de las sociedades humanas antiguas. Pero este punto de vista tan sesgado es erróneo porque no es posible basarse únicamente en las excavaciones arqueológicas y en los restos hallados para reconstruir el pasado. La arqueología se desarrolló junto con otras disciplinas, como la biología y la geología. Todas ellas convergieron cuando los científicos comenzaron a cuestionar asuntos tan duros como el comienzo de la humanidad. No es posible comprender nuestros orígenes sin estudiar tanto los fósiles de animales como la geología de la Tierra. Para demostrar que los humanos habían ocupado la Tierra mucho antes del año 4004 a.C., era necesario comprobar que habían vivido al mismo tiempo que los animales extintos que yacían en las rocas estratificadas de la Tierra.

La geología y la religión entraron en un grave conflicto. Las enseñanzas cristianas de la época declaraban que Dios había creado las capas geológicas de la Tierra en diferentes actos divinos. Hubo varias creaciones separadas por diferentes catástrofes. Algunos de estos sucesos llevaron a los animales a la extinción. El último fue el Diluvio Universal y Noé. Desde el punto de vista bíblico, los humanos y los animales extintos no tenían nada que ver los unos con los otros. Sin embargo, la arqueología encontraba evidencia de que coexistían en niveles geológicos obviamente muy antiguos, cada vez con mayor frecuencia.

John Frere desenterró sus hachas de piedra y huesos de elefante en Hoxne en un momento de muchos cambios en Gran Bretaña. Las ciudades estaban en expansión. La creación de canales y otros proyectos de construcción a gran escala desvelaron muchos metros de capas geológicas en todo tipo de lugares. Mientras que la Sociedad de Anticuarios dejó el trabajo de Frere en el olvido, un humilde experto en canales de nombre William Smith (1769-1839) revolucionó la geología con sus observaciones de campo, mientras trazaba las rutas de los ríos navegables por el campo. Smith registró las formaciones rocosas a lo largo de distancias prolongadas e identificó secuencias, que evidentemente se habían formado con el paso de extensos períodos de tiempo. Su entusiasmo por las formaciones geológicas era contagioso y pronto se le llegó a conocer como «Smith Estrato» (estrato es el término geológico que se refiere a capas o niveles).

Este notable geólogo también fue un ávido coleccionista de fósiles. Su vasta experiencia sobre las capas de la Tierra le ayudó a darse cuenta de que muchos de los niveles contenían fósiles distintivos, y que los cambios en los fósiles significaban transformaciones en el tiempo. Esta era una manera completamente diferente de ver el mundo, no había pruebas de catástrofes repentinas, o de impresionantes actos divinos. Se volvió cada vez más difícil creer que Dios había creado de repente estos complejos estratos. Seguramente se habían formado por procesos naturales, como la lluvia, ventiscas de arena y temblores, ¿no?

Surgió una nueva doctrina científica, la del «uniformitarianismo» o «uniformismo». En otras palabras, los mismos factores geológicos lentos que formaron la Tierra en el pasado seguían en funcionamiento. La Tierra, como la conocemos, desarrolló un proceso continuo de cambio constante que se extendía mucho tiempo atrás hacia un pasado remoto.

Un célebre geólogo británico, sir Charles Lyell (1797-1875), retomó la investigación donde la dejó Smith. Estudió las secuencias geológicas por toda Europa y escribió uno de los clásicos de la ciencia del siglo XIX. Sus Principios de geología fueron un intento por explicar los cambios en la Tierra resultantes de los procesos naturales que seguían en marcha. Esto, por supuesto, validaba el argumento de que el origen de los humanos databa de un momento muy anterior a los seis mil años. Pero la Iglesia seguía en posición de omnipotencia, y Lyell tuvo mucho cuidado intentando no tratar el espinoso asunto del origen de la humanidad en su libro.

Como muchos de los grandes avances científicos, el genial estudio de Lyell tuvo eco entre los investigadores de otras disciplinas. Entre ellos estaba el joven biólogo Charles Darwin, que leyó los Principios de geología mientras hacía un viaje de cinco años por el mundo a bordo del HMS Beagle de 1831 a 1836. Darwin observó capas geológicas en Sudamérica que claramente se habían formado a lo largo de grandes períodos de tiempo. También extrajo fósiles y observó a las especies de animales modernas, especialmente a las aves, que habían cambiado gradualmente con el tiempo. Estas observaciones lo llevarían a su revolucionaria teoría de la evolución de las especies y la selección natural.

El interés por los animales extintos se intensificó, especialmente cuando sus huesos surgían de entre las capas enterradas de las cuevas. Las excavaciones en cuevas se volvió común con la finalidad de hallar animales extintos hace mucho tiempo. En Bélgica y Francia comenzaron a aparecer herramientas de piedra en las mismas capas de las cuevas que los huesos de los animales extintos. En Gran Bretaña, un sacerdote católico, el padre John MacEnery (1797-1841), excavó en la caverna de Kent, una gran cueva cerca de Torquay en el sudoeste de Inglaterra, entre 1825 y 1826. Ahí encontró restos de piedra y huesos de un tipo de rinoceronte extinto, atrapados en el mismo nivel de tierra, bajo una capa de estalagmitas. Aunque MacEnery fuera un sacerdote se convenció de que los pobladores y los animales (ahora extintos) habían vivido juntos mucho antes que seis mil años. Los clérigos importantes estaban en desacuerdo, y algunos incluso alegaron que la gente de épocas más tardías había perforado las viejas capas y había dejado ahí sus herramientas junto con los fósiles de animales.

Sin embargo, gracias a los hallazgos de la caverna de Kent, los líderes del cuerpo científico comenzaron a tener en cuenta los restos humanos y los animales extintos que ahora se encontraban juntos de manera rutinaria. Les interesaron particularmente los descubrimientos de Jacques Boucher de Perthes (1788-1868), un funcionario de aduanas de Abbeville en el valle del río Somme, al norte de Francia. Boucher de Perthes visitaba las graveras cerca del poblado casi todos los días. Desenterró hachas de piedra minuciosamente talladas en los mismos niveles que los huesos de elefantes extintos y otras bestias antiguas. Se obsesionó con las herramientas y afirmó que eran obra de gente que había vivido antes de la inundación bíblica.

Desafortunadamente, Boucher de Perthes tenía la costumbre de ofrecer largas y aburridas conferencias sobre sus hallazgos. En 1841, escribió un libro, De la Creation, un tratado de cinco volúmenes sobre el origen de la humanidad que hizo que los científicos se lo tomaran a broma. En 1847, cuando publicó el primer volumen de otro ensayo extenso, Boucher de Perthes estaba convencido de que las hachas del Somme eran verdaderamente muy antiguas. Su perseverancia dio frutos, un grupo de expertos franceses visitó los yacimientos y llegó a la conclusión de que Perthes tenía razón. Sus opiniones influyentes llegaron a París y Londres. Si Boucher de Perthes no hubiera sido tan aburrido, la importancia de sus descubrimientos quizá hubiera sido reconocida mucho antes.

En 1846, la Sociedad de Historia Natural de Torquay formó un comité para explorar la caverna de Kent nuevamente. Contrataron a un maestro y reputado geólogo, William Pengelly, para que dirigiera las nuevas excavaciones. Sus descubrimientos confirmaron las conclusiones del padre MacEnery. Durante la excavación en la cantera, otra cueva salió a la luz cerca del poblado de Brixham, al lado opuesto de la bahía Torquay, en 1858. Un comité distinguido de la Real Sociedad fue a revisar las investigaciones de Pengelly ahí. Bajo una gruesa capa de estalagmitas en el suelo de la caverna, extrajo numerosos huesos de animales extintos, entre ellos leones de las cavernas, mamuts, formas antiguas de rinocerontes y renos, junto con herramientas humanas de piedra. La relación entre las herramientas humanas y los animales extintos estaba fuera de duda.

En 1859, justo antes de que Charles Darwin publicara El origen de las especies, dos miembros principales de la comunidad científica hicieron una breve visita al yacimiento de Somme. Se trataba del geólogo Joseph Prestwich y el anticuario John Evans, el mayor experto en herramientas de piedra. El propio Evans desenterró un hacha de piedra en el mismo nivel en el que encontró el hueso de un elefante extinto. Ambos regresaron a Londres convencidos de que los seres humanos habían vivido en la tierra mucho antes que la creación bíblica. Publicaron sus hallazgos en artículos que leyeron ante la Real Sociedad y la Sociedad de Anticuarios de Londres, donde seis décadas antes se había presentado la carta de John Frere sobre Hoxne. Los tiempos habían cambiado finalmente y la evidencia científica era irrefutable. No había más dudas respecto a la larga historia de la existencia humana.

Los descubrimientos de Brixham y Somme originaron serias preguntas sobre los ancestros de la humanidad. Evidentemente, la existencia humana se remontaba a mucho más que seis mil años. Pero, ¿cómo era de antigua? La famosa teoría de la evolución de Charles Darwin y el descubrimiento de cráneos humanos de aspecto exótico en Alemania prepararon el escenario para el estudio abierto del pasado humano.

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