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LECTURA DEL ANTIGUO EGIPTO

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«¡Lo tengo!», gritó Jean-François Champollion antes de caer desmayado a los pies de su hermano. Champollion había descubierto la compleja gramática de los jeroglíficos del antiguo Egipto y había resuelto un misterio secular.

Los científicos de Napoleón, Giovanni Belzoni y muchos otros, habían estudiado las inscripciones de la piedra de Rosetta sin éxito alguno. Los antiguos egipcios y sus faraones eran anónimos, personas sin historia. ¿Quiénes eran los reyes retratados en las inscripciones de los templos? ¿Quiénes eran los dioses y diosas que recibían las ofrendas? ¿Quiénes eran esas importantes personas enterradas en las tumbas opulentamente decoradas cerca de las pirámides de Guiza? Belzoni y sus contemporáneos trabajaron en medio de una bruma arqueológica.

Al principio, los expertos pensaron equivocadamente que los jeroglíficos eran símbolos pictóricos. Pero en la última década del siglo XVIII, un estudioso danés llamado Jørgen Zoëga desarrolló la teoría de que la escritura no representaba objetos, sino sonidos, y que era una manera de convertir el discurso humano en escritura, un alfabeto fonético. El descubrimiento de la piedra de Rosetta en 1799, con sus dos textos jeroglíficos, fue un gran avance. Uno de los textos estaba en un sistema de escritura formal que nadie podía descifrar; pero el otro era un alfabeto simplificado, usado por la gente común. Esta era claramente una versión alfabética de los jeroglíficos, y ahora se sabe que los escribas la usaban mucho.

La piedra de Rosetta fue el primer paso. El segundo fue el trabajo de Thomas Young, un doctor inglés experto en lenguas y matemáticas. Su conocimiento de la Antigua Grecia le permitió leer una de las inscripciones, lo que hizo posible que identificara el nombre del faraón Ptolomeo V en un cartucho de seis jeroglíficos (un grupo de jeroglíficos en un óvalo que representa el nombre de un monarca) en las inscripciones de la Rosetta. Después, comparó los jeroglíficos con las letras del nombre griego del faraón; desafortunadamente, Young llegó a la conclusión de que la mayoría de los jeroglíficos no eran fonéticos y sus esfuerzos por leerlos fallaron después de todo.

El gran rival de Young era Jean-François Champollion (1790-1832), un genio lingüístico con una personalidad muy explosiva. Champollion era hijo de un librero empobrecido y no pudo recibir una educación formal hasta los ocho años; sin embargo, pronto demostró un talento extraordinario para el dibujo y las lenguas. A los diecisiete años ya dominaba el árabe, el hebreo, el sánscrito, así como el inglés, el alemán y el italiano. El joven Champollion estaba obsesionado con los jeroglíficos. Aprendió copto porque creía que la lengua del Egipto cristiano tal vez habría conservado algunos elementos del egipcio antiguo.

En 1807, Champollion y su hermano Jacques-Joseph se mudaron a París, donde vivieron en penuria. El joven lingüista volcó su atención sobre la piedra de Rosetta. La estudió durante meses y también escudriñó cuantiosos papiros egipcios. La investigación resultó agotadora y llena de callejones sin salida. A diferencia de Young, se convenció de que el alfabeto egipcio era fonético. Amplió su estudio para incluir los papiros egipcios y griegos, así como un obelisco del Alto Egipto con cartuchos de la reina Cleopatra.

En 1822 recibió copias muy detalladas de los jeroglíficos de Abu Simbel que le permitieron identificar los cartuchos que representaban a Ramsés II además de a otro faraón, Tutmosis III. Notó que la escritura jeroglífica no incluía vocales, sino que estaba compusta por veinticuatro símbolos que representaban consonantes simples (muy parecidas a las letras del abecedario) y funcionaban como un alfabeto. La escritura estaba dispuesta, habitualmente pero no siempre, de derecha a izquierda. No había espacios o signos de puntuación que separaran las palabras. Cuando Champollion entró corriendo en la habitación de su hermano, había descifrado una escritura que era «a veces figurativa, a veces simbólica y a veces fonética».

El 27 de septiembre de 1822, Champollion presentó sus hallazgos ante la Academia de Inscripciones y Lenguas Antiguas. Consideraron tan importante el hallazgo que informaron al rey de Francia. Sin embargo, pasaron muchos años antes de que el trabajo de Champollion fuera aceptado universalmente. En 1824 publicó un informe sobre jeroglíficos que fue criticado ferozmente por los críticos. Es probable que su personalidad conflictiva y sus problemas para aceptar la crítica incrementaran sus dificultades.

Champollion se convirtió en curador de la sección egipcia en el Louvre, donde organizó las colecciones en el orden cronológico correcto, gracias a su conocimiento sobre jeroglíficos. Este era un paso enorme.

Pero el hombre que había descifrado la escritura formal del antiguo Egipto nunca había visitado el Nilo. En 1828, los promotores poderosos de Champollion convencieron al rey para enviar una expedición francesa y toscana conjunta bajo el liderazgo del lingüista. Treinta años después de que los expertos de Napoleón zarparan a Alejandría, Jean-François Champollion, el egiptólogo Ippolito Rosellini y un equipo de artistas, dibujantes y arquitectos (todos vestidos con ropa turca, mucho más cómoda para el calor) se embarcaron en un viaje río arriba.

La expedición fue un éxito. Por primera vez, el maestro y sus acompañantes pudieron leer las inscripciones en los muros de los templos y comprender el significado de algunos de los monumentos más antiguos en el mundo. Una noche iluminada por la luz de la luna, los emocionados miembros de la expedición desembarcaron en el templo de la diosa Hathor, Dendera. Durante dos gloriosas horas deambularon por las ruinas, y no regresaron a los botes hasta las tres de la mañana.

Después de breves estancias en Luxor, Karnak y el Valle de los Reyes, la expedición aprovechó la corriente de verano para llegar triunfante a El Cairo. Champollion fue el primer estudioso en identificar a los dueños de las tumbas y traducir las inscripciones en los muros de los templos, por medio de las cuales los faraones hacían ofrecimientos a los dioses. Agotado, regresó a París en enero de 1830 y murió dos años más tarde de una apoplejía, a la edad de cuarenta y dos años. La polémica en torno a los jeroglíficos continuó mucho tiempo después de su muerte y no sería hasta quince años después cuando alguien concordaría con sus traducciones.

Entre tanto, una avalancha de visitantes con menos escrúpulos se dirigió al Nilo. El éxito de Belzoni y Drovetti animó a otros cazadores de tesoros para ir en busca de fama y fortuna. El antiguo Egipto se convirtió rápidamente en un negocio rentable. Champollion estaba indignado con el grado de destrucción: la gente saqueaba las tumbas descaradamente robando sus tesoros, desenterraban las estatuas y sacaban a cinceladas el arte de los muros, todo para su beneficio económico.

Champollion le escribió a Mohammed Alí para denunciar el tráfico de antigüedades y el daño que estaba provocando. Su carta consiguió que Alí aprobara una ley para prohibir la exportación de antigüedades, autorizara la construcción de un museo y volviera ilegal la destrucción de monumentos. Sin oficiales que resguardaran los yacimientos, la ley sirvió de muy poco. Sin embargo, fue un paso en la dirección correcta, incluso a pesar de que Alí y sus sucesores le dieran o vendieran los objetos del museo a los extranjeros prominentes. Afortunadamente, algunos de los visitantes comenzaron a ir al Nilo en busca de información en lugar de artefactos.

Las impactantes declaraciones de Champollion tras haber descifrado los jeroglíficos desataron un nuevo interés por la investigación antes que la recolección. Por fin había una manera de aprender los secretos de la antigua civilización egipcia. Destacados estudiosos, como el arqueólogo clásico y viajero sir William Gell, alentaron a jóvenes prometedores. Uno de ellos era John Gardner Wilkinson (1797-1875), cuyos padres habían muerto cuando él era joven, dejándole de herencia unos modestos fondos privados. Mientras esperaba su nombramiento como oficial militar, realizó un viaje por los países del Mediterráneo. En Roma conoció a sir William Gell, quien probablemente poseía los mayores conocimientos sobre el antiguo Egipto en ese momento. El joven Wilkinson llegó a Alejandría a finales de 1821, armado con un poco de árabe y entusiasmo ilimitado. Esto ocurrió poco antes de que Champollion descifrara la escritura egipcia. Pero Wilkinson sabía lo suficiente del enfoque de Thomas Young sobre los jeroglíficos y los artefactos egipcios para estar mejor preparado que cualquier otro. Viajó río arriba y se sumergió en la egiptología.

Él era un tipo diferente de arqueólogo. Belzoni y sus semejantes eran excavadores, buscaban arte y objetos; en cambio, Wilkinson tenía una visión mucho más amplia de la egiptología. En ese sentido, estaba muy adelantado a su tiempo. Se dio cuenta de que la civilización y la gente del antiguo Egipto solo podrían ser comprendidas si se combinaban los hallazgos arqueológicos con las inscripciones.

El joven Wilkinson no tenía interés en adquirir artefactos. Era un copista de inscripciones, monumentos y tumbas, un verdadero estudioso del pasado. Aunque a mano alzada, su trabajo fue muy preciso para los estándares modernos, especialmente sus dibujos de jeroglíficos, que eran mejores que aquellos de los expertos de Napoleón.

Durante los siguientes doce años, Wilkinson viajó por muchas partes del valle del Nilo y el desierto. A veces estaba solo y algunas veces con su amigo James Burton. En otras ocasiones, un pequeño número de arqueólogos y artistas afines lo acompañaban. Para mantenerse seguros en este país lejano, adoptaron las costumbres turcas y se hicieron pasar por musulmanes, incluso con sus sirvientes.

Wilkinson comenzó su trabajo sin conocimiento previo de los jeroglíficos. Sin embargo, en 1823, Gell le envió una copia del informe de Champollion, lo que le hizo darse cuenta del progreso que había logrado el joven francés. Pero mientras mejoraban sus habilidades para comparar el copto con las palabras del egipcio antiguo, Wilkinson comenzó a notar que Champollion realizó un trabajo descuidado. Había cometido «terribles errores» con las inscripciones que descifró.

Wilkinson nunca conoció a Champollion, pero le disgustaba la manera en la que el francés buscaba la fama y no aceptaba la crítica a su trabajo: era hermético, peleaba mucho con otros académicos y hacía declaraciones falsas sobre su trabajo. Wilkinson, por el contrario, prefería permanecer en un segundo plano, hacer sus dibujos, registros y trabajar en la datación de los templos y tumbas.

Una vez que adquirió conocimiento sobre los jeroglíficos, Wilkinson, siempre curioso, cambió a otra investigación. A partir de 1827, pasó la mayor parte de su tiempo en la ribera occidental del Nilo en Luxor. Se instaló en la tumba de un alto funcionario llamado ‘Amechu (siglo XV a.C.), donde vivía en opulencia y disfrutaba de vistas magníficas del valle del Nilo. Colocó alfombras, levantó paredes para hacer habitaciones e instaló su biblioteca personal. Recibía a sus amigos y encendía fogatas sobre los sarcófagos de las momias en la tierra, una práctica común entonces (¡algo impensable hoy!).

Wilkinson no era madrugador, desayunaba a las diez y media, pero aun así logró muchas cosas, incluyendo la creación del primer mapa de los cementerios en la ribera occidental. Numeró las tumbas en el Valle de los Reyes y su sistema todavía se usa. Se concentró en las tumbas de los nobles y se dio cuenta de que eran una gran fuente de información sobre la vida egipcia. Los monumentos le ofrecieron la oportunidad de viajar en el tiempo y a la vida de los antiguos habitantes, como un espectador viendo los acontecimientos desplegarse en las paredes.

Me encanta explorar las pinturas de las tumbas egipcias, a pesar de que estén muy desvanecidas. En la actualidad todavía se puede presenciar vida en las propiedades de esos nobles: en una de las pinturas, un grupo de trabajadores se reúne para la cosecha bajo el ojo vigilante de un escriba; en otra, sacrifican al ganado; y en otra más, invitados vestidos elegantemente llegan a un festín. Incluso hay una figura de un noble pescando en compañía de sus gatos.

Wilkinson formaba parte de un pequeño grupo de estudiosos que le otorgó a la egiptología una base sólida entre la segunda y la tercera década del siglo XIX. Eran investigadores serios con pasión por su trabajo y por el conocimiento que emanaba de él. Trabajaban bien juntos y de manera independiente. Wilkinson dejó Egipto en 1833 con el proyecto de escribir un libro sobre la vida de los egipcios antiguos. Los egipcios. Su vida y costumbres (Manners and Customs of the Ancient Egyptians) apareció en 1837 y se vendió muy bien, pues su precio razonable lo puso al alcance de la clase media.

El libro transportaba a los lectores a un viaje a través del tiempo por el antiguo Egipto, ofreciendo una cantidad inmensa de información. La gente de la antigua civilización revivió gracias a los detalles de las pinturas, los papiros y las inscripciones. Wilkinson tenía el peculiar talento de poder comunicar la investigación importante y original a un amplio público. Su nombre cobró fama y la reina Victoria lo nombró caballero.

Champollion y Wilkinson fueron una nueva variedad de académicos. Pintaron un retrato vívido de una civilización pintoresca y vigorosa. Ambos llegaron a la conclusión de que la arqueología, por sí misma, no podía reconstruir las civilizaciones antiguas. Cualquier investigación seria dependía de un trabajo en equipo entre los excavadores y la gente que se ocupaba de las inscripciones y archivos escritos.

La magnífica narración de los egipcios que hizo Wilkinson situó los estudios formales de las civilizaciones antiguas en un lugar preponderante. La destrucción masiva a lo largo del Nilo fue cediendo para dar lugar a la investigación disciplinada.

Pasaron seis décadas hasta que llegaron nuevos copistas al Nilo, pero, gracias a Champollion y Wilkinson, ahora eran profesionales.

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