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UN GRAN CAMBIO

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La bomba explotó unos pocos meses después de que John Evans y Joseph Prestwich regresaran de su visita a los yacimientos de grava de Somme con hachas y huesos de elefante. El origen de las especies, de Charles Darwin, situó a la arqueología en el centro de las discusiones sobre el origen de la humanidad. Los arqueólogos y los geólogos habían probado que los seres humanos convivieron junto a animales ahora extintos. Ahora, la teoría de la evolución y la selección natural de Darwin proporcionaban explicaciones sobre cómo los animales y otros seres vivos se habían desarrollado a lo largo del tiempo.

La nueva teoría de Darwin desechó cualquier posibilidad de una frontera entre el mundo moderno y cualquier otro anterior habitado por animales extintos. Ningún diluvio atroz o gran extinción separaban a los científicos de mediados del siglo XIX de los paisajes habitados por los primeros animales o humanos. Nadie podía dudar de que las personas y los animales ahora desaparecidos habían vivido en la tierra al mismo tiempo.

El año de 1859 fue un periodo crucial para la arqueología (y para la ciencia, en general). Nuevas preguntas asediaban a arqueólogos y biólogos por igual. ¿Hubo formas primitivas del ser humano anteriores a nosotros en la Tierra? Si es así, ¿hace cuánto tiempo aparecieron? ¿Y cómo podrían estudiarse las grandes diferencias entre las sociedades humanas vivas y las de sus ancestros? La bomba darwiniana envió a los arqueólogos a la busca de respuestas para estas preguntas (y de los primeros humanos y sus herramientas).

Charles Darwin (1809-1882) se había convertido en un biólogo entusiasta cuando aún era estudiante en la Universidad de Cambridge. El largo viaje alrededor del mundo que emprendió a bordo del HMS Beagle entre 1831 y 1836, le proporcionó información sobre varias plantas y animales. Muy pronto comenzó a llevar libretas para registrar los cambios de los animales a lo largo del tiempo. En Sudamérica observó las capas geológicas y ratificó que los argumentos de Charles Lyell sobre la teoría de la uniformidad eran correctos. Sin embargo, el momento decisivo llegó cuando Darwin leyó el Ensayo sobre el principio de la población del erudito Thomas Malthus, publicado en 1798. Malthus sostenía que las poblaciones animales, incluyendo la humana, se expanden hasta donde llegan los suministros de alimento. Darwin llevó el argumento a un nivel superior y escribió que el progreso humano era un producto de la naturaleza y que el mecanismo empleado era el proceso gradual de la selección natural.

La selección natural genera cambios en las propiedades de los organismos de generación en generación. Los animales muestran variaciones individuales en su apariencia y comportamiento; por ejemplo, en el tamaño corporal y en el número de crías, entre otras. Otras características son heredadas —pasan de padre a cría. Otras están influidas fuertemente por las condiciones ambientales y es menos probable que se transfieran. Los especímenes que tienen las características mejor adaptadas para la competencia por los recursos locales —lo que Darwin llamó la «lucha por la existencia»— sobreviven. La selección natural conserva cambios pequeños y beneficiosos que los miembros de diferentes especies pasan a su descendencia. Los especímenes favorecidos sobreviven y se multiplican, mientras que los inferiores mueren. Esta es selección natural aplicada a todos los animales, incluidos los humanos.

Charles Darwin puso sobre la mesa el mecanismo de la selección natural. Sin embargo, no incorporó el asunto de la evolución humana en el libro, pues temía que no se leyera con seriedad. Se limitó a comentar que su teoría podría «arrojar algo de luz» sobre el desarrollo de los humanos. Doce años pasaron antes de que publicara El origen del hombre, en el que exploraba la relación entre la selección natural y la evolución humana.

Darwin también especuló acerca del origen de los humanos en África ecuatorial, donde muchos simios aparecieron. Actualmente, sabemos que tenía razón. Su excelente investigación fue una razón convincente para el estudio antropológico de los primeros humanos. La teoría de la evolución ofreció la certeza de que los humanos habían descendido de los simios. Las respetables familias victorianas se horrorizaron. Las madres cobijaron a sus hijos contra sus faldas y cuchichearon las unas con las otras esperando que los rumores no fueran ciertos. Revistas satíricas como Punch hicieron burla del pasado común entre los humanos y los simios: una de las caricaturas que publicaron mostraba a un chimpancé con corbata negra llorando a causa de la exposición que Darwin hacía de su teoría. Los pastores predicaban sermones en contra de la evolución.

Afortunadamente, Darwin tenía aliados poderosos, entre ellos, Thomas Henry Huxley (1825-1895), uno de los biólogos más grandiosos del siglo XIX. Huxley era un hombre imponente con rasgos leoninos, cabello y barba oscuros. Gran orador público, argumentó de manera tan enérgica a favor de la teoría de la evolución y la selección natural que lo apodaron el Bulldog de Darwin. Paulatinamente, la oposición a las ideas de Darwin se disipó, con la excepción de los cristianos más comprometidos.

Nadie tenía idea de cuál era el aspecto del humano primitivo. Tres años antes de la publicación de El origen de las especies de Darwin, un grupo de picapedreros que trabajaban en el valle de Neander, cerca de Düsseldorf, Alemania, había descubierto el conjunto completo de un esqueleto en una cueva. El cráneo de aspecto primitivo y forma desmesurada tenía un hueso orbital amplísimo y robusto, muy diferente a la cabeza de rasgos suaves y redondeada de las personas modernas. Los expertos indagaron en el descubrimiento. Hermann Schaffhausen, un famoso biólogo, proclamó que los restos pertenecían a un habitante antiguo y salvaje de Europa. Por su parte, Rudolf Virchow, colega de Schaffhausen y distinguido cirujano, desestimó los huesos por considerar que pertenecían a un individuo idiota y deforme.

Sin embargo, el Bulldog de Darwin tuvo una opinión diferente. Comprendió que el cráneo de Neander había pertenecido a un humano primitivo que había vivido antes que nosotros, los humanos modernos. Hizo un estudio detallado de los restos y los comparó hueso por hueso con los huesos del esqueleto de un chimpancé. Las semejanzas entre ambos eran sorprendentes. Huxley escribió un libro sobre sus hallazgos que se convirtió en un clásico de la evolución humana. En La posición del hombre en la naturaleza (Man´s Place in Nature), publicado en 1863, Huxley declara que el cráneo de Neandertal pertenecía al humano primitivo más antiguo del que se tuviera registro y el más cercano a nuestros ancestros homínidos. Esta era la prueba de que los humanos descendían de los primates, como lo indicaba la teoría darwiniana. Todos los estudios modernos sobre los fósiles de los primeros humanos tienen su origen en este breve libro de escritura bella y clara. Huxley estaba muy influido por los descubrimientos más recientes en geología y arqueología, así como por la teoría evolutiva.

Durante la década de los 60 y 70 del siglo XIX, se encontraron más huesos de Neandertal en cuevas y otros abrigos rocosos al sudoeste de Francia. La quijada prominente, el ceño fruncido, la frente oblicua y la complexión compacta del neandertal le daban un aspecto primitivo, casi simiesco. Los dibujantes de la época se encargaron de caricaturizar a los cavernícolas y armarlos con pesados garrotes. Se necesitaba encontrar más fósiles para establecer hasta los detalles más básicos de la evolución humana.

Poco a poco comenzó a hablarse de un «eslabón perdido» entre simios y humanos, entendiendo dicho eslabón como el último ancestro humano. Muchas personas creían que Darwin estaba en lo cierto cuando afirmaba que el eslabón se encontraría en África ecuatorial. Si la mayoría de los simios había aparecido ahí, era lógico suponer que los humanos también. Sin embargo, el descubrimiento de fósiles humanos más importante después de los neandertales surgiría en otro lugar.

Eugène Dubois (1858-1940) era un médico holandés obsesionado con los orígenes humanos. Él creía que nuestros ancestros provenían del sudeste de Asia, donde muchos simios se habían encontrado. Dubois estaba tan obsesionado en encontrar una prueba de ello que buscó un empleo como oficial médico del gobierno en Java, en 1887. Durante los siguientes dos años exploró pacientemente las canteras del río Solo, cerca del pequeño pueblo de Trinil. Ahí desenterró la bóveda craneal, el fémur y el diente molar de un humano simiesco. Nombró a su descubrimiento Pithecanthropus erectus, que significa «hombre-mono erguido»; no obstante, se le conoció popularmente como el «Hombre de Java». Era, afirmó, el eslabón perdido entre simios y humanos. Hoy se le conoce como Homo erectus.

La comunidad científica europea se burló de las declaraciones de Dubois, en parte porque todos los fósiles de humanos primitivos que se habían descubierto hasta la fecha provenían de Europa. Los científicos se mofaron de él. Estaban hipnotizados por los neandertales y su «aspecto» primitivo. Dubois estaba desolado. Regresó a Europa y, se dice, escondió los fósiles debajo de su cama.

A finales del siglo XIX, para la mayoría de las personas, los neandertales se habían convertido en los cavernícolas encorvados y salvajes de las caricaturas de los periódicos. Por otra parte, los científicos se obsesionaron con el importante «descubrimiento» de Charles Dawson, abogado y buscador de fósiles, hallado en una cantera en Piltdown, al sur de Inglaterra, en 1912.

Dawson también proclamaba haber encontrado el «eslabón perdido»; sin embargo, se trataba de una falsificación realizada con una calavera medieval y una quijada de un humano de quinientos años a la que le habían añadido cuidadosamente dientes fosilizados de chimpancé y barnizado todos los huesos con una solución de hierro para darle un aspecto antiguo. Es muy probable que Dawson, desesperado por lograr el reconocimiento por parte de la comunidad científica, cometiera este indignante fraude.

Sabía que los científicos de la época creían que el desarrollo de un cerebro grande precedía a la alimentación variada de los humanos modernos. De tal manera (se sospecha), creó discretamente un fósil humano con un cráneo grande a partir de la anatomía de una persona moderna y, posteriormente, añadió los dientes de chimpancé modificados para confeccionar al primitivo «Hombre de Piltdown».

Aunque pueda parecer sorprendente nadie puso en duda el descubrimiento. No obstante, es justo recordar que en aquella época no existían las herramientas analíticas que permitieran verificar su antigüedad. Finalmente, un análisis químico desenmascaró la falsificación en 1953. De cualquier manera, ya entonces, otros fósiles encontrados en África y en China habían puesto en tela de juicio al Hombre de Piltdown, el cual no guardaba ninguna semejanza con aquellos.

El Pithecanthropus erectus de Dubois había quedado relegado al olvido hasta que en la segunda década del siglo XX una investigación geológica china excavó en una cueva profunda en Zhoukoudian, en el sudoeste de Pekín. En este lugar arqueológico un investigador de campo sueco y el estudioso chino Pei Wenzhong desenterraron huesos humanos. El espécimen era aparentemente idéntico al hallazgo que Dubois había descubierto en Trinil. Poco tiempo después, las dos formas de Pithecanthropus se agruparon bajo la clasificación de Homo erectus, «el hombre erguido».

A pesar de los descubrimientos de los Neandertales y del Homo erectus, aún quedaban enormes vacíos en la historia del pasado. Muchos miles de años separaban las hachas de piedra de Hoxne y del valle de Somme de los fósiles de los humanos posteriores y de las zonas arqueológicas más recientes, como Stonehenge. Nadie podía fechar ni los fósiles de Dubois ni los del valle de Neander. Las gavetas de los museos repletas de herramientas de piedra sin fechar eran todo lo que llenaba el vacío entre los fósiles de Java y los de los Neandertales. Lo único que mostraban era que la tecnología se había vuelto más compleja a lo largo del tiempo, pero solamente eso.

Una de las preguntas más urgentes era quiénes habían sido los primeros humanos. Otra era cómo habían convivido estas sociedades humanas tan disímiles entre sí.

Las teorías de la evolución social humana aparecieron de forma notable en la obra del científico social Herbert Spencer (1820-1903). Su trabajo se desarrolló en una época de industrialización acelerada y de grandes cambios tecnológicos. No es de sorprender que Spencer llegara a la conclusión de que las sociedades humanas se habían desarrollado desde formas simples a otras más complejas y diversas. Esta teoría permitió a los arqueólogos imaginar un progreso ordenado de las simples sociedades antiguas a las sociedades complejas modernas.

Pero… ¿cómo habían sido las sociedades antiguas? Spencer escribía en una época en la que la información sobre las sociedades no occidentales de África, América, Asia y el Pacífico comenzaban a divulgarse. A través de las descripciones de exploradores sobre tribus desconocidas en ese momento, así como por los trabajos de Catherwood, Stephens y otros, se podía fácilmente imaginar una pirámide del progreso. En la base estaban los Neandertales y las sociedades cazadoras, como los aborígenes de Australia y Tasmania; más arriba, las sofisticadas civilizaciones de los aztecas, mayas y camboyanos. En la cima estaba, por supuesto, la civilización victoriana.

Las personas trataban de colocar los fósiles humanos y los hallazgos arqueológicos en un entorno que les fuera fácil de entender y que les diera sentido. Las teorías del progreso humano ofrecieron un marco conveniente para el pasado desconocido que los arqueólogos habían descubierto. Sin embargo, algunos estudiosos dieron un paso más allá.

Sir Edward Tylor (1832-1917), otro científico inglés pionero en antropología, concibió tres fases de las sociedades humanas: salvajismo (sociedades de caza-recolección), barbarie (sociedades agrícolas simples) y civilización. Para el público victoriano, que creía fuertemente en el progreso tecnológico como marca de la civilización, esta perspectiva simple y gradual del pasado era muy atractiva. ¿Y quién puede juzgarlos? En aquella época, más allá de los ajustados confines de Europa, no se sabía nada sobre la arqueología. Estas teorías simplistas reflejaban el común acuerdo de que la civilización del siglo XIX representaba la alta cúspide de la historia de la humanidad. Hacia la década de los sesenta y setenta del siglo XIX, la evolución del género humano se antojaba gradual y ordenada.

Sin embargo, todo iba a cambiar cuando los descubrimientos arqueológicos en África, América y Asia revelaran un mundo prehistórico más diverso y fascinante.

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