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4 de febrero Una vergüenza

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“No me avergüenzo del evangelio” (Romanos 1:16).

Cuando Martín Lutero llegó a Roma, la ciudad de las siete colinas, cayó de rodillas, emocionado. Luego, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: “Salve, Roma santa”. Quien luego se convertiría en el gran reformador hizo esto porque se prometía indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato”. La tradición decía que era la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal romano, y que había sido llevada de Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Sin embargo, mientras Lutero estaba subiendo devotamente aquellas gradas, recordó las palabras escritas por Pablo en Romanos 1:17: “El justo vivirá por la fe”. La frase repercutió como un trueno en su corazón.

Rápidamente se puso de pie sintiendo vergüenza. Desde entonces, vio con más claridad el engaño de confiar en las obras y los méritos humanos para la salvación y cuán indispensable es ejercer fe constante en los méritos de Cristo. Lutero se avergonzó porque habían desvirtuado totalmente el evangelio.

Por otro lado, Pablo dice que no se avergüenza del evangelio. Muchos judíos creían que Pablo era un traidor. Lo consideraban la escoria del mundo y el desecho de todos. Su predicación sobre la Cruz era una locura para griegos y piedra de tropiezo para judíos. Pero, para Pablo, que había experimentado las buenas nuevas en su propia vida perdonada y transformada, este evangelio era motivo de gloria.

¿Qué implica la vergüenza? Es un sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos. Es un sentimiento de incomodidad producido por el temor a hacer el ridículo, es un sentimiento paralizante de la acción.

Todos se avergonzaban de la Cruz: era una locura, un ridículo, un insulto, una humillación. Ellos esperaban un Mesías libertador del yugo romano, no uno que muriera en un madero. Pablo se siente honrado por el inmerecido llamado de Dios, por eso no hacen mella en él la indiferencia, el odio, el prejuicio o el maltrato. No le importa que lo vinculen con ese impostor rechazado por los dirigentes judíos, negado por la cultura griega y crucificado bajo la ley romana. Él sabe que ese Cristo y ese evangelio transformaron su vida. Por eso, no solo no se avergüenza, sino que siente honra y de manera osada lo proclama. Pablo había sido preso en Filipos, expulsado en Berea, burlado en Atenas, considerado loco en Corinto, apedreado en Galacia y, así y todo, quería ir a predicar a Roma.

Cuando todos se burlan o niegan, no es fácil dar un paso al frente y decir “es mi Cristo” y “es mi evangelio”. ¿Cuán dispuestos estamos, así como Lutero y como Pablo, a jugarnos y comprometernos –frente a todo y frente a todos– por este evangelio que transforma nuestra vida?

Pablo: Reavivado por una pasión

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