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Claudia

Ha sido sentir el roce de su mano sobre la mía y he sentido un cosquilleo en el estómago. Como cuando estás subido en una montaña rusa, a punto de bajar por la cuesta más empinada. Igual.

Cuando yo me subo a una montaña rusa siento una mezcla de excitación y miedo que es exactamente la misma que he sentido cuando Arturo me ha tocado. Sí, eso es justo lo que he sentido.

Siento la tentación de tontear con él. Llevo toda la mañana en su casa y lo cierto es que a cada minuto que pasa descubro algo en él que no esperaba. No, ¡si tendrá razón en lo del huevo Kinder! Anda, que menudas ocurrencias tiene.

Me siento en el sofá a su lado, tomando la precaución de apartarme unos centímetros. Solo quiero tontear. Nada más. Así que mejor no correr riesgos. Porque si vuelve a tocarme empiezo a pensar que no seré responsable de lo que haga.

Estoy en su casa a solas con él, incomunicados, sin teléfono, sin Internet y sin luz.

Lo mejor será buscar algo con lo que distraerse porque yo creo que él está como yo. Pues no se le ha notado ni nada cuando me ha cogido la mano para guiarme al salón. Le caeré mal y le pareceré una pija, pero estoy convencida de que le pongo.

Y, para qué negar la realidad, yo no tendría nada serio con alguien como Arturo. Para empezar porque, para él, el campo es su vida y yo sería incapaz de pasar en este entorno más tiempo del imprescindible. Es guapo: sí. Y me cae bien: sí. Y si viviera en una ciudad y tuviera un trabajo distinto a lo mejor me lo pensaría: sí.

Pero es ganadero y vive en medio de este valle en el norte de España, así que lo mejor será mantener la distancia de seguridad.

Porque si me toca otra vez como antes no respondo.

Un par de horas más tarde abro los ojos para encontrarme con los de Arturo, que está de pie a mi lado y me observa con detenimiento mientras me ilumina con su teléfono móvil.

Me incorporo de golpe.

–¿Qué pasa?

–No pasa nada, tranquila. –Me pone una mano en el hombro y me parece que si lo que quería era tranquilizarme así no va a conseguirlo. ¡Dios! ¿Por qué se me eriza todo el vello del cuerpo cuando me toca?–. Es que llevabas tanto rato dormida que me he asustado, quería comprobar que estabas bien.

–Estoy bien –respondo apartándome de él y frotándome las piernas. Me molestan las botas.

Veo que Arturo ha encendido unas velas y que ha dejado una linterna sobre la mesita.

–¿Seguimos sin luz?

–Así es.

–¿Hasta cuándo?

–Ni idea. Pero mientras no vuelva a funcionar será mejor que te quedes aquí.

–De acuerdo. –Madre mía, no sé si va a ser bueno para mí tenerlo cerca tanto tiempo–. ¿Te importa que me quite las botas?

–Claro que no, mujer. Yo te ayudo. –Al decir esto se inclina junto a mí, toma una de mis piernas entre sus manos, me baja con delicadeza la cremallera y tira hacia fuera de una de las botas. Luego repite la operación con la otra.

No puedo evitar sentir un hormigueo. Nunca antes algo tan corriente como quitarme una bota me había excitado tanto.

–Gracias.

Un pequeño e incómodo silencio invade el salón. Vaya, ni que hubiera pasado un ángel. Yo no sé qué decir. Estoy nerviosa. Me ha dicho que me quede aquí mientras no vuelva la luz, esto no puede traer nada bueno. Lo mejor será sacar algún tema de conversación distendido.

–Sabes, cuando yo era pequeña me encantaba jugar a las tinieblas. Venían mis amigas a casa, nos metíamos en mi cuarto, apagábamos la luz y nos escondíamos.

–Mmm… Interesante.

Arturo se incorpora con lentitud y lo veo acercarse hasta una de las velas que hay encendidas y de un suave soplido, la apaga. Repite la operación con el resto de las velas que hay. No sé lo que está pensando, pero lo noto muy seguro de sí mismo. Y eso no me gusta. ¿O sí?

De pronto, estamos a oscuras y me pongo muy, muy nerviosa porque no sé lo que va a pasar. Escucho sus pasos y noto cómo se sienta junto a mí en el sillón. Cerca, muy cerca.

Demasiado.

–¿Quieres jugar ahora a las tinieblas? –me susurra con voz ronca al oído.

La respuesta de mi cuerpo a esta pregunta es un sí como una catedral, pero mi cabeza no lo tiene tan claro…, por lo que no respondo.

–Quien calla, otorga –dice, antes de buscar a tientas mis mejillas para sujetarlas con ambas manos y acercar mi cara a la suya–. Me parece que ya te he pillado.

Las palabras no pueden ser más acertadas. Pillada. Así me siento ahora mismo.

¿Dónde ha quedado el rústico ganadero que me alquiló su casa? Es como si la oscuridad hubiera ocultado todo lo que no me gusta de él, porque todo el rechazo que he sentido en muchas ocasiones se ha convertido en una irrefrenable atracción.

Ahora solo puedo recordar su seductora sonrisa y su cabello rubio. Tengo dudas acerca del color de sus ojos, pero la penumbra me impide verlos. Creo que eran azules, pero es que cuando lo miro, su sonrisa hace que olvide todo lo demás. Sé que me mira con detenimiento, pero no podemos vernos. Solo podemos sentirnos.

Tacto, sabor, olor…

Puedo sentirlo a través de los sentidos que me quedan y eso es lo que hago. Soy yo la que me lanzo hacia él en busca de sus labios. Dejo que mi boca se funda con la suya. La saboreo y, aunque hemos estado sin luz, compruebo que ha ido a lavarse los dientes porque sabe a menta.

Arturo responde a mis besos y no se queda atrás. Sus manos acarician mi cuerpo. Busca con ansiedad mis pechos y los acaricia por debajo del suéter.

De pronto siento calor, mucho calor.

–¿Has subido la calefacción? –no puedo evitar preguntar.

–¿Crees que voy a dar mi brazo a torcer en cuanto a eso, señorita? –murmura mientras sus labios recorren mi cuello–. Lo que he hecho es encontrar una forma más barata de quitarte el frío.

«Y mucho más efectiva», pienso.

Las manos de Arturo me van desnudando poco a poco. Prenda a prenda. Con un mimo y un cariño que pocas veces he sentido. Me aparta con delicadeza un mechón de pelo de la cara y me pregunta:

–¿Quieres hacer tú lo mismo? Yo también tengo mucho calor.

Sé que no puede verme, pero estoy segura de que sabe que sonrío mientras hago lo que me pide. Me entretengo en desvestirlo. Disfrutando de cada parte de su cuerpo. Al quitarle la camisa puedo palpar su pecho y me relamo al notar que puede que no sea un huevo Kinder, pero sí tiene una tableta de chocolate. No me extraña. Alguna ventaja tiene que tener la dura vida de granja.

Me deleito besando cada cuadrado.

–Eres una golosa –le escucho decir entre jadeos.

–Ya te dije que soy de buen comer –replico entre risas, consciente de lo que esa frase implica en la situación en la que nos encontramos.

Los dos estamos desnudos y fuera está nevando. Estamos a varios grados bajo cero, pero dentro del caserío el termostato arde.

Nos olvidamos de todo. De quiénes somos. Del rechazo que ambos sentimos por la vida del otro. Nos dejamos llevar. En medio de esta oscuridad siento que ya no somos Claudia, la pija, y Arturo, el chico de pueblo, solo somos un hombre y una mujer.

Tumbados el uno junto al otro sobre el sofá, nos acariciamos y nos besamos. Arturo sabe lo que hace, sin duda. Me separa las piernas y con sus grandes y ásperas manos recorre esa parte de mi cuerpo.

Se me escapa un gemido. No me gusta ser una escandalosa, pero sabe lo que se hace y activa cada una de mis teclas. Ahogo otro gemido. Dios, ¿es que no soy capaz de callarme?

Arturo insiste y estoy segura de que quiere escucharme, así que dejo de contenerme y le doy la satisfacción, ya que no puede ver mi cara, de escucharme gemir. Al fin y al cabo, estamos en medio de la nada, ¿quién va a oírme?

El chico de campo, el ganadero, me está llevando al clímax como pocos lo han hecho. Mientras me acaricia el clítoris, introduce primero un dedo y luego otro dentro de mí. Me retuerzo de placer. Estoy totalmente mojada y entra y sale de mí con facilidad a la vez que me besa en los labios, el cuello, el pecho…, cada rincón de mi cuerpo.

¿Dónde le han enseñado a este chico a hacer todo esto?

–Yo…, yo… voy a… –consigo decir.

–Eso es lo que quiero –responde, sabedor de a qué me refiero.

Cierro los ojos y me abandono al hormigueo que recorre mi cuerpo, a los espasmos que sus manos provocan en mí y dejo que explosione con fuerza.

Arturo se separa con lentitud de mí, pero permanece a mi lado y yo sigo tumbada sobre el sofá. Exhausta y feliz.

Seguimos incomunicados y sin luz así que, sin pensarlo dos veces, me incorporo y busco a tientas entre sus piernas.

–¿Quieres jugar otra partida?

Arturo

«Me parece que esto se nos ha ido de las manos», pienso cuando siento cómo las delicadas y suaves manos de Claudia me acarician.

Joder, su cuerpo me gusta demasiado. Y no es una remilgada. Se ha dejado llevar y, lo que es más, me sigue el juego. Joder, joder, joder. Si sigue acariciándome así no voy a poder pensar.

–Para, Claudia –le pido.

–Ni hablar –replica antes de que sienta cómo sus labios y su lengua recorren mi miembro–. Voy llevarte al mismo sitio al que me has llevado tú antes.

–Mira que te gusta mandar –exclamo entrecortadamente–, pero no importa. Me gusta. ¿Qué más quieres que haga?

–Disfruta.

Intento poner la mente en blanco. O pensar en la alineación de mi equipo de fútbol. Quizá así consiga aguantar

Porque lo que la niñita de ciudad me está haciendo es tan placentero como insoportable y tengo miedo de no aguantar.

Por desgracia, parece que mi mente no está ahora en mi cabeza, sino en otra parte de mi cuerpo.

–Claudia, no puedo más.

Al escuchar esto, detiene sus besos y caricias y, con una asombrosa agilidad, se coloca a horcajadas sobre mí y nos volvemos uno.

–Esto es lo que he deseado desde que me has quitado la primera bota.

Una afirmación como esa no hace sino ponerme más cachondo todavía. Se incorpora hacia adelante para sentirme más dentro de ella. Su melena castaña acaricia mi pecho, lo que me provoca un escalofrío, y sus labios rozan los míos, dejándome con ganas de más.

Empezamos a movernos al unísono y, por extraño que parezca, por diferentes que seamos, en este preciso momento, siento que estamos hechos el uno para el otro. Nuestros cuerpos encajan a la perfección. Algo que rara vez ocurre.

Claudia se contonea sobre mi cadera y yo dejo que lleve el mando porque sabe lo que se hace. Primero despacio y, luego, cada vez más rápido.

–Arturo, yo… –gime.

–Adelante.

Siento cómo sus músculos se contraen a mi alrededor cuando el orgasmo recorre su cuerpo. Se deja caer con un suspiro sobre mí y yo, con un último movimiento, la aprieto con fuerza antes de dejarme ir como nunca antes lo he hecho.

No sé lo que es, pero Claudia tiene algo especial y pienso averiguarlo.

La estrecho entre mis brazos para impedir que se mueva y le acaricio la espalda hasta que me percato de que su respiración, antes agitada, ahora es suave y acompasada.

Sonrío y me abandono a los brazos de Morfeo sin soltarla.

Al rato me despierto con un poco de frío y decido que, aunque no suele ser política de la casa, igual he de subir un poco la temperatura del termostato. Con cuidado, me levanto del sofá sin despertar a Claudia y cojo la linterna. Recojo mi ropa y me visto. Luego, cojo una manta y la arropo para que no se resfríe.

Compruebo que, pese a que seguimos incomunicados, la luz ha vuelto, así que voy a la cocina y me siento allí. Necesito separarme un poco de mi inquilina para analizar todo lo que acaba de pasar.

Claudia me gusta, sí. Es guapa, es divertida e, incluso, tenemos alguna cosa en común. Pero es de otro mundo. Para ella yo soy como de otra galaxia. Sí, puede que se lo haya pasado bien esta tarde. «Más que bien», me digo a mí mismo. Aun así, estoy seguro, total y absolutamente convencido, de que cuando se despierte esto no va a haber significado nada para ella.

Sé cómo son las chicas de su clase. Sé lo que les importa y lo que les interesa y, desde luego, en esa categoría no estamos los ganaderos de pueblo.

Pongo una cafetera en el fuego y espero a que empiece a burbujear. Será mejor olvidar lo que ha pasado. Lo hemos pasado bien, pero eso es todo.

Esa chica no es para mí. Y yo no soy para ella.

No sé qué cable se me ha cruzado antes. Al final será verdad eso de que los hombres pensamos con nuestras partes en vez de con la cabeza. Ha sido cogerle la pierna para quitarle la bota y he perdido el control. ¡Mierda!

Ahora cuando se despierte, aquí no ha pasado nada. Tendré que mantener la distancia de seguridad porque si me acerco a ella no estoy seguro de tener fortaleza mental suficiente para mantener mis manos separadas de su cuerpo.

Al cabo de un rato, me percato de que se está desperezando. Me acerco hacia ella y le ofrezco una taza de café. Al cogerla, roza mi mano y no puedo evitar estremecerme. Odio que me haga sentirme así, atraído por ella sin remedio. Pero no, no podemos estar juntos. No pienso volver a pasar por eso.

–Ha vuelto la luz –la informo.

–Ya lo veo –responde sin poder ocultar un bostezo–. Si quieres podemos seguir jugando… No tienes más que apagar el interruptor –dice con voz seductora.

–Será mejor que subas a casa.

Sé que estoy siendo un borde. Sé que mi comportamiento, mi tono y esa frase tan seca no tienen perdón. Y sé que me va a odiar. Pero es la opción más segura. Mantenerme alejado de ella. Es la única solución.

–¿Qué?

Me mira incrédula, como si no pudiera creer lo que oye. Me apuesto lo que quieras a que lo único que le jode es que sea yo el que le dé la patada y no al revés. Lo que le revienta, estoy seguro, es que alguien no le baile el agua. Tengo absoluto convencimiento de que más allá del buen rato que hemos pasado no tiene ningún otro interés en mí. Para ella, yo estoy a otro nivel. Y es uno que está por debajo del suyo, eso seguro.

Se pone en pie y me mira con desprecio.

–De acuerdo –me devuelve la taza de café intacta–. Gracias, pero ya me haré yo una arriba.

No le respondo. Solamente la observo salir de mi casa, tiesa como un palo y con la cabeza erguida. Desde luego, a orgullosa no le gana nadie.

Una chica de asfalto - Un amor entre las dunas

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