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Claudia

¡Dios! Hay que ver qué rápido pasan quince días… Casi no he tenido ni tiempo de asimilar la noticia. Aquí estoy, metida en el coche camino de Navarra. Me esperan cinco largas horas de conducción por delante hasta llegar.

Conforme avanzo, veo como los grados van bajando en el termómetro de mi Golf. No sé si voy a sobrevivir al frío… He visto en las noticias que en los próximos días nevaría y, sí, lo cierto es que la nieve queda muy bonita en las fotos y en las películas, pero en la realidad no nos llevamos nada bien. A mí lo que me van son las temperaturas cálidas; a poder ser de más de treinta grados. Lo sé, más que cálidas son asfixiantes, pero ¿qué se puede esperar de una valenciana como yo?

Las dos últimas semanas han sido una absoluta locura. Gracias a Dios que mi nuevo director se ha ocupado de buscarme alojamiento en el pueblo en el que voy a trabajar, porque yo he ido de cabeza.

Le he alquilado el loft en el que vivo a mi hermana. Así no he tenido que vaciar mis trastos, me saco un dinerillo extra y ella ha podido independizarse al fin (porque, como buena hermana que soy, el precio es, en realidad, simbólico). Creo que es la que más se ha alegrado con lo de mi traslado.

En fin, al menos ha sido bueno para alguien.

Estos días me los he cogido libres para poder tener tiempo de organizarlo todo y lo cierto es que he aprovechado hasta el último minuto. He ido de tiendas con las amigas, he comido con mis padres y mi hermana y hasta he salido a cenar con Santi. Bueno, a cenar y a lo que sigue…

Santi y yo nos conocimos hace ya unos cuantos años, cuando todavía estudiábamos en la universidad, a través de un amigo común. Santi iba un par de cursos por delante, pero, como tenía asignaturas pendientes, coincidíamos en algunas clases. Nos caímos bien al instante y durante un par de años salimos juntos, pero cuando llegó el momento de formalizar la relación ambos nos echamos atrás, no estábamos preparados.

Él no se sentía capaz de comprometerse y yo… Bueno, aunque Santi siempre me ha parecido muy atractivo, sabía que en el fondo no era para mí. Siempre he sentido que era demasiado mujeriego. Vamos, que no era hombre de una sola mujer. Lo curioso es que seguíamos llevándonos bien, mantuvimos la amistad a lo largo de los últimos años de carrera y cuando envíe el currículum para hacer prácticas en el Banco del Turia, como ya trabajaba allí, movió algunos hilos en el departamento de Recursos Humanos para que me hicieran una entrevista. Entré en la entidad por méritos propios, pero el empujoncito que me dio no me vino nada mal.

Al reencontrarnos en el banco, retomamos en cierto modo nuestra relación, pero sabiendo siempre que no era nada serio.

Por desgracia, aunque sé que lo hubiera hecho de haber podido, no ha conseguido hacer nada para evitarme el traslado. Él ahí ni pincha ni corta. Esto venía de más arriba y me ha tocado comérmelo con patatas. Era eso o el paro y, oye, que aunque una tenga una carrera, un máster y hable dos idiomas, la cosa no está fácil. No, no, ahora no encuentras trabajo ni a la de tres. Así que aquí estoy, más concentrada en ver cómo siguen bajando los grados en el termómetro que en la carretera.

Suspiro y fijo la mirada en el asfalto que se extiende ante mí. Me temo que este va a ser el último que voy a ver en mucho tiempo.

Debo estar cerca ya. Acabo de coger la salida de Latasa-Urritza 117 y lo que tengo antes mis ojos es una pequeña carreterita rodeada de prados, bosques de hayedos y algún pequeño pueblito o algún caserío suelto. Nada de fincas de pisos ni nada que recuerde a una ciudad. Campo puro y duro.

Y eso no es lo peor, no. El termómetro está ya en el grado. Espero no verlo bajo cero porque moriré. Soy una friolera de cuidado. ¡Dios, espero que haya calefacción en la casa!

La casa… Ahora tengo que encontrarla. Según la dirección que me dio el que va a ser mi casero, se encuentra entre el pueblo en el que voy a trabajar y el pueblo de Arrarats. Por lo que me indica el TomTom, no debe quedar mucho. Menos mal, estoy agotada de tanta conducción.

Unos cuantos minutos más tarde me encuentro frente a un enorme caserío. Lo cierto es que es precioso y está muy bien conservado: con sus paredes de piedra gris, su portón de madera, sus ventanas adornadas con flores… Y además resulta la mar de original porque veo que la planta superior está conectada con la ladera que tiene a su derecha por un pequeño puente. Frente a la casa hay una enorme nave que parece estar dedicada a la ganadería. Todo el conjunto está enmarcado, cómo no, por los verdes prados, los hayedos y un pequeño riachuelo.

Sí, es de lo más bucólico. No puedo negar que la estampa es bonita. De postal. Aunque yo no viviría aquí ni muerta. Un fin de semana de casa rural, puede. Pero aun así me parece demasiado tiempo para estar fuera de la civilización. Para mi desgracia, no sé cuánto tiempo voy a tener que permanecer aquí. ¡Ay, cómo voy a echar de menos mi loft de obra nueva y las tiendas del centro!

Aparco el coche en una pequeña explanada de asfalto que hay junto a la granja, saco mis trastos del maletero y me pongo el anorak. ¡Joder, sí que hace frío! Menos mal que he sido precavida y me he traído ropa de mucho abrigo, porque el tiempo no se parece en nada al de Valencia. Que sí, que sí…, que aquí el frío es seco y no es como en la costa, que por culpa de la humedad aunque te abrigues mucho sigues sin entrar en calor, pero es que en la costa no recuerdo yo haber visto los termómetros marcar esta temperatura. Ni en pleno invierno como estamos ahora.

En fin, lo mejor será darse prisa. Cuanto antes entre en casa antes dejaré de helarme.

Llamo al timbre y espero a que me abran mientras rezo para que, al menos, el casero sea agradable y no sea de esos que se mete en tu vida y se queja de cualquier cosa que haces en el piso.

Escucho una voz que gruñe y, de pronto, la puerta se abre dejándome boquiabierta por lo que tengo frente a mí.

¡Mi casero está buenísimo!

Sí, la camisa a cuadros que lleva y los vaqueros viejos le dan un toque rural, pero hay que reconocer que está de muy buen ver. Tiene una espesa mata de pelo rubio oscuro y unos ojos azules que me observan sorprendidos.

–Ho… Hola –tartamudeo. ¿Se puede saber por qué me pongo nerviosa? Si no debe ser más que un ganadero–. Soy Claudia –murmuro al tiempo que le tiendo la mano sin poder apartar la mirada de sus ojos.

Lleva una barba de dos días y, aunque odio a los tíos que no se afeitan a diario, no se puede negar que le favorece. Por no hablar de la sonrisa Profidén que completa el conjunto.

¿En serio que este es mi casero? He muerto y estoy en el cielo.

Arturo

Me retuerzo nervioso y recorro el caserío de arriba abajo una y otra vez. ¿Por qué me tuve que meter en la conversación de Juan Ignacio y mucho menos ofrecer una de mis casas para alojar a la nueva subdirectora de la oficina del pueblo? Si a mí lo que me gusta es vivir solo…

Que vale, que no va a vivir dentro de mi casa, pero vamos a estar puerta con puerta.

El caserío de mis padres es tan grande que, en su día, lo convirtieron en dos casas para que yo pudiera tener mi independencia, pero a la vez vivir con ellos. Es una casona inmensa de tres pisos: la planta baja, donde antiguamente estaban las cochiqueras y el establo, y la primera, se transformaron en una única vivienda. Ahí fue donde yo me crie y crecí.

La segunda planta, algo más pequeña que las otras dos, fue la que mis padres adecentaron para mí. Tiene dos entradas, una por un pequeño puente en el lateral que da a uno de los prados y la otra por el interior, desde las escaleras de la antigua casa de mis padres.

Lo cierto es que nunca he llegado a vivir en ella. Regresé a Navarra cuando ellos fallecieron y preferí instalarme en la que siempre he considerado mi hogar. Hasta hoy, la vivienda de la segunda planta ha permanecido vacía. Y pensé que siempre seguiría así, pero los créditos de la granja me están ahogando.

Sí, por eso me metí en la conversación de Juancho. Porque vi la salida a todos mis males. Pero ahora, mientras espero impaciente a que llegue la nueva habitante de mi morada, no sé si el pago en metálico va a compensar las molestias de tener una inquilina.

¡Una inquilina!

Porque, claro, para más inri, no podía venir de subdirector un tío… No. Una mujercita de ciudad, que seguro que será una pija de cuidado que odia el campo y cualquier cosa que no sea fundir su Visa en las tiendas de la ciudad.

Doy un mamporrazo sobre la mesa de madera maciza del comedor y me maldigo a mí mismo por haberme metido en este berenjenal. Ahora ya no hay marcha atrás. Miro la hora y compruebo que la chica debe estar al caer. Quién cojones me mandaría a mí abrir la bocaza…

Al cabo de un rato llaman al timbre y, como no queda otra, abro la puerta para encontrarme con que… ¡Joder! ¿Esta es mi inquilina?

Vale, es una pija, tal y como yo esperaba. No hay más que verle el bolso de marca, las botas de tacón y la ropa que lleva en general. Es una presumida con todas las de la ley, pero ¡ahí va la hostia! ¡Menudo pibón!

No puedo evitar mirarla de arriba abajo. Tiene el pelo castaño oscuro y la frente oculta por un flequillo que enmarca su angelical rostro. Sus rasgos son dulces, como los de una niña, pero su boca… ¡Ay, su boca!

Fijo la mirada en sus labios, carnosos y que lleva pintados de un provocativo rojo. Vale, me estoy pasando. Le estoy dando un repaso de los buenos, pero es que hacía mucho que no veía a una tía como esta. Vamos, desde que volví al pueblo.

Me obligo a reaccionar y acepto la mano que ella me ofrece. Correspondo a su gesto. Menos mal que no me ha dado dos besos como es habitual, solo de pensar en sentir su cuerpo tan cerca del mío me han empezado a entrar sudores. Me asombra lo suave que tiene la piel, pero, claro, me juego el cuello a que es de las que se gasta un dineral en potingues. No hay más que ver lo maquillada que va. ¿Adónde coño pensaba que venía?

–Encantado. Soy Arturo. Pasa, te enseñaré la casa –le digo mientras le miro disimuladamente las tetas.

Ahora me reafirmo, ¡qué buena está! Bah, pero ¿qué chorradas estoy pensando? Vale que está maciza, ¿y qué? Seguro que no es más que una señoritinga estirada. Desde luego, tiene toda la pinta. Bueno, lo mejor será que la ayude con esa barbaridad de maletas que ha traído. Está visto que lo de las mujeres y la ropa no tiene límite… Esta ha debido arrasar algún centro comercial para poder llenar el equipaje.

Mientras cargo las pesadas maletas y las meto en el interior de la casa refunfuño por lo bajo. Joder, es que todas son iguales. «Sí, pero qué buena está», pienso una vez más incapaz de apartar la mirada de cierta zona y, cuando se da la vuelta, dirigiéndola a otra igual de apetecible.

¡Qué culo!

¡Mierda! Menuda pillada me ha metido mirándole el culo. Pero, joder, ¡es que tiene un culazo! Por no hablar del resto… «Me está sonriendo, ¿está ligando conmigo?» No me da tiempo a averiguarlo porque su expresión ha cambiado a la velocidad de la luz y su semblante es ahora serio. Espero que no quiera nada, porque por muy guapa que sea eso es del todo imposible. ¿Yo con una pija de ciudad? Ni soñarlo. Con una ya tuve bastante.

Antes soltero de por vida que con un espécimen de su clase. He dicho.

Una chica de asfalto - Un amor entre las dunas

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