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Claudia

La semana pasa lenta. Las mañanas, que amanecen frías y con heladas, dan paso a días tediosos en los que no pasan más de cinco personas en toda la jornada por el banco. Juancho es feliz con esta rutina, le encanta la tranquilidad y así se echa alguna que otra cabezadita en su despacho. ¡Qué hombre! No he tenido en toda mi vida un jefe así de vago.

Al aburrimiento de mi semana he de sumarle que estoy convencida de que he engordado un kilo o dos, como mínimo, a base de comer en la posada de Elena. Juro que intento pedir los platos menos calóricos, pero hasta esos son demasiado incluso para mi buen apetito. Por fortuna, como intuyo que Arturo quiere evitarme, no ha venido ni un solo día a comer.

El primer día me fastidia, luego decido que es mejor así…

Yo estoy aquí de paso. Antes o después volverán a mandarme a Valencia y solo me faltaría estar colgada de alguien a quien voy a tener a una distancia de cinco horas en coche. Eso no es práctico. Y yo soy práctica. Mucho.

Lo cual me recuerda que tengo que escribirle ese correo electrónico a Santi.

Puede que una visita suya consiga hacerme olvidar al ganadero este que se me ha metido en la cabeza.

La verdad es que también podría bajar yo a Valencia, pero si vuelvo a pisar mi querida capital del Turia no sé si regresaré al verde norte, así que mejor no corro riesgos, no vaya a ser que transformemos el traslado en despido.

Que a lo mejor mi adorado casero se piensa que soy rica pero no es así. Yo llevo ropa de marca porque me lo gano con el sudor (en sentido figurado, que en el banco lo que es sudar mucho no se suda) de mi frente.

En fin, que no sé qué hago pensando en él, que yo lo que quería era enviarle un email a Santi, aunque, pensándolo mejor, voy a llamarlo. No tengo nada mejor que hacer en esta oficina vacía y necesito a alguien que me suba la moral. Espero que no esté muy ocupado.

–Banco del Turia, ¿dígame?

–Hola, Santiago.

–Vaya, pero si es mi adorada Claudia. ¿Cómo te va entre vacas y ovejas?

–Muy gracioso.

–Has tardado en llamarme. No creí que sobrevivieras más de una semana sin hacerlo –dice haciéndose el ofendido.

–Qué pensabas, ¿qué iba a llamarte nada más llegar para pedirte socorro y que removieras cielo y tierra para que pudiera volver a Valencia?

Se piensa la respuesta.

–Para eso y para…, umm…, otras cosas.

–No creí que fuera posible que consiguieras que volviera a la terreta tan pronto… –replico esperanzada, de pronto, ante la posibilidad de que me trasladen de vuelta a casa.

–Y no lo es. Mínimo un año. Menos los quince días que llevas… Como poco te quedan once meses y dos semanas.

–¡Joder, Santi! Menudo humor negro te gastas. Y yo que te llamaba para que me levantases la moral.

–Dímelo con claridad, morena, ¿quieres que vaya a hacerte una visita?

–Sí, eso quiero.

–Ves, es mucho mejor así. ¿Desde cuándo nos hemos andado tú y yo con rodeos? Sabemos lo que queremos y no dudamos en pedirlo.

¿Es esto lo que yo quiero? ¿Meter a Santi en mi cama?

Ahora mismo estoy tan cabreada con el impresentable de Arturo y me siento tan humillada que necesito sentirme importante, atractiva… y nadie como Santiago en la cama para devolverme a mi ser.

Una vocecita en mi interior me recuerda que nunca me he sentido tan especial con él en la cama como con mi casero, pero no quiero escucharla, así que la silencio de golpe. Arturo me ha dejado bien claro que no quiere nada conmigo, así que, aunque Santi no sea el amor de mi vida, no tengo por qué quedarme para vestir santos. Soy una mujer joven y moderna y si tengo la posibilidad de pasar un buen rato, lo haré.

–¿Qué me dices? ¿Vendrás?

–¿A ese pueblo en medio de la nada? ¿Por qué no reservas habitación en algún hotelito de Pamplona?

–De acuerdo. Será mucho mejor –digo relamiéndome al pensar en una habitación con jacuzzi y una botella de champán fresquita.

–Consultaré mi agenda y te confirmaré qué fin de semana voy.

–Está bien.

–Bueno, he de dejarte, Claudia. Tengo una reunión en cinco minutos. Me alegro de que me hayas llamado.

–Y yo de que vengas en mi auxilio. Aunque solo sea por un par de días.

–Siempre a tu disposición.

Cuelgo el teléfono con una sensación agridulce en el cuerpo. Santi y yo hemos sido más que amigos mucho tiempo, nos llevamos bien y, desde que fuimos pareja, hemos tonteado y tenido relaciones esporádicas. Siempre hemos sabido que lo nuestro no daba para más. Nos gustamos, pero no tanto como para vernos en exclusiva. Más bien somos como una vía de escape el uno para el otro.

Nunca me he sentido culpable por tener este tipo de relación, pero ahora siento como si le estuviera siendo infiel a Arturo. A un tipo que se ha acostado conmigo y al cabo de un par de horas me ha rechazado y me ha largado sin ningún miramiento.

No sé cómo puedo sentir algo por él. Aunque, bueno, algo sí siento: siento odio, siento rabia, siento desilusión… y lo que siento por encima de todo es haberme enamorado de un tipo como él. Un tipo que es todo lo contrario a lo que yo busco en un hombre.

Entonces, en ese preciso momento en el que me siento en medio de un remolino de emociones y sensaciones encontradas, se abre la puerta de la oficina y aparece, una vez más, el causante de todos mis problemas.

Hago como que estoy ocupada y fijo la vista en la pantalla de mi ordenador, aunque no puedo evitar mirarlo de reojo cuando sé que no me verá.

Desaliñado como siempre. Con el habitual y zarrapastroso mono azul, con las botas de agua llenas de barro pero también con esa sonrisa cálida y ese ondulado cabello rubio. Una curiosa mezcla que no debería gustarme pero que activa todas las alarmas de mi cuerpo.

Es verlo y ponerme nerviosa como una cría. Como cuando me gustaba un chico de adolescente.

Por suerte, hoy no se acerca a mí. Entra al despacho de Juancho y cierra la puerta. Como ya es casi la hora de cerrar y esta noche voy a cenar a su casa, le hago un gesto a mi director con la mano a modo de despedida y, tras cuadrar la caja, ordenar todos mis papeles y cargar el cajero para el fin de semana, salgo pitando. O, mejor dicho, huyendo.

Arturo

Salgo de la oficina del banco con la cabeza como un bombo. A Juancho le ha dado por intentar venderme seguros: un seguro para la granja, para los tractores, de responsabilidad civil ¡y hasta un seguro de decesos! Este hombre es de lo que no hay… Todavía estoy en la treintena y él hablándome de la muerte.

Y lo peor es que no sé por qué me he dejado engatusar para venir al banco. Encima del tostón que me ha soltado y que me ha dado una jaqueca del copón, mi querida inquilina va a pensarse que he ido adrede a la oficina a verla.

¡Ja! Como si no tuviera bastante con escuchar sus taconeos sobre mi cabeza todas las mañanas.

Ahí estaba cuando he entrado: estirada como una jirafa y guapa como ella sola. ¿Por qué tiene que atraerme de esa manera? Odio a las chicas de su clase, ¿por qué no me pasa lo mismo con Claudia? ¿Por qué lo único que deseo cuando la tengo cerca es estrecharla entre mis brazos y besar esos labios que me vuelven loco desde el día en que llegó?

¡Joder, es que no lo soporto! Si no fuera porque necesito el dinero le diría que la casa ya no está en alquiler.

En fin, me dirijo al caserío contento porque no voy a encontrármela, seguro que está en la posada de Elena. Hoy picaré cualquier cosa en casa, que si esta noche voy a cenar con Juan Ignacio será mejor no pasarse. Su mujer, Miren, prepara unas cenas de escándalo. De las que te tienes que tumbar luego boca abajo en la cama porque vas a reventar.

Ese es el único motivo por el que he aceptado ir a cenar hoy con ellos. Juancho se pone muy pesado en cuanto se bebe un par de vasitos de sidra y su mujer está loca de atar, pero me voy a poner las botas y al menos tendré la mente ocupada y no podré pensar en Claudia.

Esa noche, llego a casa de Juan Ignacio con un mal presentimiento. Al ir a coger el todoterreno me he dado cuenta de que no estaba el Golf de Claudia. «Habrá ido a Pamplona de tiendas y a cenar», me digo a mí mismo para convencerme, pero cuando llego al caserío de los Oquiñena y veo el vehículo aparcado en la puerta, estoy a punto de dar media vuelta y salir corriendo.

«Maldito Juancho». No solo es un auténtico coñazo con los productos bancarios cada vez que voy a la oficina, sino que ahora se dedica a celestino. ¡Lo que faltaba!

Bueno, yo no soy ningún cobarde. Si quieren que cene con mi amiguita la pija, lo haré, pero si esperan que pase algo entre ella y yo, lo llevan claro. ¡Una y no más!

Aparco el coche y camino hasta la puerta cagándome en Juancho, en mi inquilina y en todo lo que encuentro a mi paso. Si es que quién me mandaría a mí… Llamo al timbre y el director me abre la puerta. Su cara cambia de la alegría al temor cuando se percata de que yo ya he descubierto la encerrona.

–Esto…

–No digas nada, Juancho, mejor no digas nada.

–Ha sido cosa de Miren.

–No me jodas, ¿qué cojones sabe Miren que yo no sepa para que organicéis esta cenita de dobles parejas? –siseo–. Bastante tengo ya con tener que aguantarla en el piso de arriba.

–Pues… –Se sonroja como si fuera un crío al que preguntan en clase y no sabe la respuesta. ¡Dios! Con la edad que tiene… Le quedan cinco años para la jubilación y se comporta como un adolescente. Tal cual–. El lunes después del temporal estuve charlando con Claudia, contándole que me había pasado el fin de semana encerrado en casa con Miren y algo en su cara me dijo que vuestro encierro había sido mejor que el nuestro.

Lo acribillo con la mirada, pero él continúa su charla.

–Aunque también me dio la sensación de que la cosa no había acabado demasiado bien.

–¿Y qué, Juancho? ¿Ahora te ha dado por meterte a arreglar relaciones ajenas? ¿No crees que a tu edad sería mejor que te centraras en la tuya? ¿Por una vez en la vida?

–Puede… El caso es que la otra noche vine un poco pasadito de sidra y no sabía qué contarle a Miren para que no me cayera la bronca. Así que le dije que había estado contigo. Consolándote por lo de tu inquilina.

–¿Que tú qué? –Tengo ganas de estrangularlo.

–Lo siento, Arturo. No te morirás por una cena con ella. Además, ya sabes que Miren cocina de muerte. Eso que te llevas.

Suspiro resignado y lo sigo hasta el salón.

Cuando entro, no sé qué decir, porque Claudia está espectacular. Pero lo más impactante no es eso. Lo que más me llama la atención es cómo va vestida. Acostumbrado a verla con su ropa para ir a trabajar me sorprendo al verla tan informal.

Lleva unos vaqueros desgastados y una camisa vaquera, que luce abierta por encima de una sencilla camiseta blanca, botas de piel de oveja y una gruesa rebeca de lana granate. El pelo lo lleva recogido en una trenza y, aunque estoy seguro de que no ha salido de casa sin maquillar, la pintura es discreta.

No puedo creer que esté tan guapa con un atuendo tan sencillo.

De repente, no puedo apartar mis ojos de ella que, al darse cuenta de que alguien ha entrado, interrumpe su amigable charla con Miren y se gira hacia mí. No sé descifrar lo que dicen sus ojos, aunque pondría la mano en el fuego a que nada bueno.

Entonces me doy cuenta. No me mira con odio, ni con rabia, ni siquiera con desprecio. Me mira con indiferencia y eso me duele mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.

«Arturo, la has cagado pero bien».

Una chica de asfalto - Un amor entre las dunas

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