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Claudia

Estoy sentada en el sofá, frente a la chimenea del caserío de los Oquiñena y, pese a que Juancho no la soporta, su mujer, Miren, resulta de lo más divertida. Aunque he de reconocer que es mandona y un poquito metomentodo; desde que he llegado a su casa no ha parado de darle órdenes al pobre Juancho que, cosa curiosa, las ha ido cumpliendo sin rechistar.

Empiezo a entender por qué huye a las sidrerías cada noche. No huye de Miren. Huye de él mismo, de su cobardía, de ser incapaz de llevarle la contraria. ¡No se atreve! Y, como no se siente capaz, elige desaparecer de su vista. Lo malo es que luego, cuando vuelve a casa, es peor el remedio que la enfermedad. Porque Miren a buenas debe tener un pase, pero a malas…

Miren me sirve una copa de vino, se sienta junto a mí y se gira hacia mi director:

–Anda, Juan Ignacio, ve a abrir la puerta que han llamado y yo estoy aquí charlando con Claudia la mar de bien.

Sigo con la mirada a Juancho, extrañada, porque pensaba que yo era la única invitada a cenar. Espero que no se les haya ocurrido organizarme una cita a ciegas. No, qué bobada, a santo de qué se les ocurriría eso… Será cualquier vecino del pueblo que necesita algo.

Al cabo de unos minutos, mi director entra de nuevo al salón e interrumpe la conversación que tengo con Miren o, más bien, su monólogo sobre cómo preparar los pimientos del piquillo rellenos de bacalao. Y la interrumpe porque entra acompañado.

Acompañado por él.

Trató de disimular el malhumor que me entra al instante. ¿Qué es esto? ¿Una broma de mal gusto? Juancho sabe de sobra que mi relación con Arturo no es buena, entonces ¿por qué lo ha invitado a cenar?

¿Estamos locos o qué?

Mientras Arturo, que parece mucho más tranquilo que yo (con toda seguridad porque ya hace un rato que se ha percatado de mi presencia) me da dos besos de manera educada pero sin siquiera mirarme a la cara y saluda afectuoso a Miren, el director me hace gestos y aspavientos con las manos indicándome que no ha sido cosa suya.

Ha sido cosa de su mujer.

Así que además de mandona y metomentodo también es una celestina. Ahora que estaba empezando a caerme bien…

De todas formas, si a ella se le ha ocurrido invitar a mi casero pongo la mano en el fuego a que es porque Juancho se ha ido de la lengua. Una copita de más y cantaría hasta la Traviata. A saber qué es lo que le ha contado.

Bueno, no tengo intención de montar un numerito en su casa, aunque si lo que la señora de Oquiñena pretende es formar una parejita no podía ir más desencaminada. Voy a comportarme como la señorita que soy, pero que no esperen de mí más que una exquisita educación. Amabilidad con Arturo, la justa.

–Venga, pues todos a la mesa –dice ella tan campante–. Juan Ignacio, descorcha una botellita de vino.

Creo que es la única que lo llama por su nombre completo y encima lo dice con retintín. He de aguantarme la risa al ver la cara de suplicio que pone cuando lo llama así. A Arturo también debe hacerle gracia la cosa porque le mira, enarca una ceja y, al igual que yo, contiene la risa.

Puede que Miren sea el demonio de Juancho, pero también cocina de lujo. Aunque yo creo que se ha pasado: eso de desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo no lo siguen aquí muy a rajatabla. En este pueblo todas las comidas son de rey, ¡como mínimo!

Juancho descorcha un vinito tinto de la tierra y rellena nuestras copas. En la mesa hay unas picadas antes del plato principal: chistorras, queso de Idiazábal y una ensalada con espárragos.

–Luego he preparado pimientos del piquillo rellenos de bacalao y un buen chuletón de buey –exclama ufana–. Los chicos no pueden pasar sin la carne, ¿verdad?

–Una cena estupenda, Miren –interviene Arturo con una sonrisa encantadora.

Sí, sí, un encanto… cuando quiere. Porque ya he comprobado en mis propias carnes que puede ser un príncipe encantador cuando quiere conseguir algo, pero que luego se transforma en sapo. A mí no me la da.

Juancho me mira con cara de circunstancias y como suplicando perdón. Porque ahora no puedo decir nada, ¡pero el lunes me va a escuchar! Si quiere que le perdone va a tener que pringar un día en caja por lo menos.

–Bueno, y cuéntanos Claudia, ¿cómo es que una chica tan guapa cómo tú no tiene novio?

Lo que me faltaba. El interrogatorio de Miren para dar paso a intentar emparejarme con mi casero. Se van a enterar. Seguro que lo que viene a continuación no se lo esperan.

–En realidad, sí que hay alguien especial por ahí.

Los tres se giran hacia mí con cara de sorpresa. Juancho y Miren sorprendidos por mi afirmación y Arturo nervioso. El muy imbécil debe creer que soy tan estúpida como para pensar que hay algo entre nosotros. A ver cómo se queda ahora.

–Sí. Es un… ¿cómo llamarlo? Un amigo especial.

–¿Ah, sí? –Miren parece muy interesada–. ¿Y dónde está tu amigo especial?

–Pues está en Valencia. El traslado ha dificultado un poco nuestra relación, pero estoy segura de que Santi vendrá muy pronto a visitarme a Navarra.

Arturo se atraganta con la noticia y con un espárrago que se está comiendo. Juancho se apresura a darle golpecitos en la espalda mientras que Miren le sirve un vaso de agua. Yo observo satisfecha que no le ha hecho ninguna gracia lo que he contado.

Cuando consigue dejar de toser levanta la mirada y clava sus ojos en mí.

–Imagino que no se quedará en mi caserío, ¿verdad? –bufa–. No hemos hablado del tema de las visitas, pero aprovecho para decirte que no están permitidas.

–¿¿Perdona??

–Lo que oyes.

–¿Qué te has creído? ¿Que tu casa es un colegio mayor y tú el vigilante del pasillo? He alquilado un piso, pago por él y puedo meter en mi casa y en mi cama –enfatizo esta última palabra– a quien me dé la real gana.

–¡Eso ya lo veremos!

Miren y Juancho, que observan nuestra conversación como si de un partido de tenis se tratara, girando la cabeza de un lado al otro de la mesa, llegados a este punto intercambian una mirada y, sin que sirva de precedente, están de acuerdo en que hay que cambiar de tercio.

Miren se pone en pie y empieza a recoger platos como si le fuera la vida en ello.

–Claudia, cariño, ¿me ayudas a sacar el postre? Hemos traído chocolate de Elizondo.

La sigo hacia la cocina sin rechistar, pero deseando decirle cuatro cosas más a Arturo. Me voy a quedar con las ganas.

–Iba a preparar goxua pero dice Juancho que no te sienta bien…

–El chocolate es perfecto.

Al cabo de unos minutos regresamos de la cocina con el postre, una cafetera llena y las tazas de café. Cuando entramos en el salón, los hombres están absortos en una conversación y no se dan cuenta de que llegamos, así que aprovecho para estudiar con detenimiento a Arturo. Cuanto más lo miro, más me gusta. Y cuanto más me gusta, más lo odio. Toda una contradicción, pero así es. Odio que me guste porque él no siente lo mismo que yo.

¿O hay una pequeña posibilidad de que sí? No le ha hecho ninguna gracia lo de Santi.

Hoy lleva una camisa a cuadros, como el día que lo conocí, pero en tonos grises con jersey a juego, unos vaqueros oscuros y unas botas. Está guapísimo. A mí siempre me han gustado los chicos con mocasines, pantalones de pinzas y camisas de vestir, pero hay algo en Arturo que hace que me guste se ponga lo que se ponga. ¡Hasta el puñetero mono azul!

Miren está sirviendo los cafés cuando escucho un repiqueteo sobre el tejado.

–¿Otra nevada?

–Parece que es una tormenta –dice Miren, que deja el café para acercarse hasta la ventana a investigar–. Y tiene mala pinta. Será mejor que volváis a casa y dejemos el café para otro día. Si empeora y os pilla de camino… ¡No lo quiero pensar!

–¡Aquí siempre estáis con lluvias o temporales! ¡Cómo echo de menos el calor y el solazo de mi Valencia!

Arturo se pone en pie.

–Miren tiene razón, Claudia. Volveremos en mi coche. La carretera hasta el caserío puede ser peligrosa.

–¡Ni hablar! Puedo llevar mi coche perfec…

–He dicho que no. –Da un golpe sobre la mesa–. Si digo que es peligroso es por algo. La señorita vendrá conmigo, le guste o no. En esto no hay discusión.

Se ha puesto tan serio que no me atrevo a protestar.

–De acuerdo.

–Juan Ignacio, ve recogiendo la mesa y yo acompañaré a la puerta a nuestros amigos.

Resignados, Juancho y yo cumplimos con lo que se nos manda: él se pone a recoger y yo sigo a Arturo hasta el todoterreno. Eso sí, ambos lo hacemos con mala cara y sin decir ni mu.

Arturo está serio y conduce en silencio, pero veo que su expresión se suaviza en un gesto de alivio al ver que ya estamos llegando al caserío. Aparca, sale del coche, coge un paraguas del maletero y, como un perfecto caballero, viene a abrirme la puerta y me acompaña hasta la entrada a casa.

Estoy sorprendida por su actitud, pero agradezco el gesto porque está cayendo una buena.

Abro la puerta y entro. Al darme la vuelta veo que se aleja hacia la granja.

–¿Qué haces?

–Tengo una vaca a punto de parir. Voy a comprobar que todo está en orden y enseguida iré para dentro. No te preocupes.

¿Quién ha dicho que yo me preocupe? Ay, cómo odio que se crea tan importante.

Entro en mi dormitorio y me desvisto deprisa, la calefacción estaba apagada y la lluvia y la humedad han enfriado la casa. Me pongo mi cómodo y abrigado pijama de franela y me asomo a la ventana del caserío a ver si Arturo sigue en la granja. Veo luz a través de las ventanas, así que entiendo que sí. Ha dicho que había una vaca a punto de parir, ¿irá todo bien?

Voy al baño, me desmaquillo y me lavo los dientes, pero no deshago la trenza con la que me he recogido el pelo esta noche. Me acerco de nuevo a la ventana que da a la granja y empiezo a ponerme nerviosa. Ha dicho que no me preocupe…, y no es que me preocupe por él, pero ¿y si la cría de la vaca está teniendo algún problema al nacer? Es raro que Arturo no haya vuelto.

La tormenta azota con fuerza las ventanas porque además de la lluvia hay unas intensas rachas de viento que hacen que resulte de lo más tétrica. Me estremezco por el frío, así que voy a poner la calefacción. Cojo una manta y me siento en el sofá. No tengo sueño y no creo que pudiera dormir pensando que Arturo está ahí fuera ayudando a una vaca a dar a luz.

Si no ha regresado es porque pasa algo. Debería ir a ayudarle. Sé que no voy a ser de mucha ayuda. No es que me maree al ver sangre, pero no me hace mucha gracia y de partos…, de partos no tengo ni idea, pero si sigo sus órdenes, seguro que en algo podré colaborar.

Que no creo que luego me lo agradezca, pero ese es su problema.

Arturo

No puedo creerme que, justo esta noche, Iñigo esté de boda. ¡Maldita sea! Y, además, menuda noche más desapacible para una celebración.

La vaca lleva ya más de cuatro horas de parto. Me acerqué a verla antes de ir a la cena y se había aislado de las demás, estaba bastante inquieta, sostenía la cola hacia fuera y hacía fuerza. Ese ternero ya debería estar aquí.

Si todo funcionara correctamente, no sería necesario que interviniera, pero no va todo lo bien que a mí me gustaría. ¡Y encima, el veterinario no está! Hay que joderse.

Me acerco a la vaca y compruebo que las patas están asomando. «Menos mal», suspiro. Entonces me fijo en que apuntan al cielo y no a la tierra. Viene de nalgas, ¡mierda! ¿¿Para qué cojones tengo un veterinario si no está cuando lo necesito??

¡Joder! No me vendría mal un poco de ayuda. En ese momento y, como caída del cielo, aparece Claudia. Lleva puestas unas botas de agua y su grueso anorak. Por debajo asoma el pijama de franela que le vi el otro día. No lleva paraguas y el pelo, que sigue recogido en una trenza, le chorrea. Se ha desmaquillado y, aunque estoy seguro de que ella odia verse con ese aspecto, yo creo está más bonita que nunca.

¿Esta es la señorita que va a trabajar todos los días con tacones de aguja y modelitos sacados de una pasarela?

–¿Va todo bien, Arturo?

–No, no va bien –gruño–. El ternero viene de nalgas y está atrancado por los huesos de la cadera. Para rematar, el veterinario no está localizable. Se ha ido de boda y no responde a mis llamadas.

–¿Puedo ayudarte? Si me dices lo que he de hacer, quizá te pueda echar una mano.

Asiento. Es mejor que nada y, además, pensar que ha venido a echar una mano porque sí, sin que nadie se lo pida y en medio de una noche tan desapacible como la de hoy y con lo mal que le he hablado, tiene mucho mérito.

Será mejor que cuide mi tono. A lo mejor me he confundido con ella y no es como yo imagino.

Es mejor. Mucho mejor.

–¡Arturo! –El grito de Claudia me saca de mi ensoñación y me devuelve a la realidad: un parto vacuno complicado.

–Está bien, esto es lo que haremos: ven a ayudarme, vamos a tumbar a la vaca de lado. Es muy tranquila y no hará falta ponerle el cepo para que nos acerquemos a ella y la ayudemos a expulsar el ternero.

Lo hacemos y, una vez que tengo a la vaca en posición voy al grifo que tengo en una esquina de la granja, me quito el jersey y la camisa, quedando en camiseta interior, y me lavo los brazos y las manos desde el hombro hasta abajo. Luego, cojo unos guantes limpios y me los pongo.

–¿Hago lo mismo que tú?

No puedo negar que me encantaría que empezara a quitarse capas de ropa ahora mismo, pero no es necesario, así que contengo mis ganas de decirle que sí y niego con la cabeza.

–Tranquila, voy a hacerlo todo yo, pero me vendrá bien tenerte cerca por si acaso. ¿Puedes acercarme ese lubricante que hay allí? –Lo he olvidado sobre la pila.

Solícita, hace lo que le pido.

Unto los guantes con el lubricante y meto la mano dentro del canal de parto de la vaca.

–Efectivamente, viene de nalgas –me giro hacia Claudia–. Si el parto fuera bien, esta hembra pariría sola y sin ayuda. De hecho, cuando me he acercado a la granja después de dejarte en casa pensaba que ya habría parido porque antes de la cena ya había detectado señales de que estaba de parto.

–¿Sobrevivirá el ternerito?

–Espero que sí –mascullo–, pero si lo salvamos no te encariñes mucho con él, porque dentro de un tiempo lo verás en la carnicería.

–¡Ojalá criases vacas lecheras!

–Lo siento, esto es lo que soy y esto es a lo que me dedico.

–Tienes razón, perdona, es que es tan triste que lo ayudes a nacer para luego comérnoslo… –Suelta una carcajada–. Anda, no te distraigas por mi culpa.

Le ato las cadenas al ternero y tiró de ellas con cada contracción. Hacia fuera y hacia abajo cuando ella empuja y descanso cuando para. Claudia está a mi lado pero no dice nada. Observa y espera paciente por si necesito algo. Quince minutos más tarde el becerro está casi fuera.

–Trae un poco de agua.

El ternero ya está fuera, ahora debería respirar. Le limpio la nariz con las manos para quitarle todo el líquido amniótico y con un poco de heno le hago cosquillas. Le indico a Claudia que le moje las orejas para que mueva la cabeza.

Suspiro aliviado, el becerro está bien y respira. Sin pensar en lo que estoy haciendo me quito los guantes y me acerco a mi inquilina. En un arranque, la tomo entre mis brazos y la beso. Al principio se echa hacia atrás sorprendida, pero, tras pensarlo mejor, se abraza también a mí y me devuelve el beso. Sabe a menta y a eucalipto.

Despacio, nos separamos.

–Gracias.

–Si no he hecho nada –protesta.

–Has estado a mi lado y eso es más que suficiente. –La cojo de la mano y la acerco a mí–. Vamos a llevarlo a una esquina de la granja donde esté tranquilo y haya paja limpia y dejemos que la madre se acerque al pequeño.

–¿Hemos de irnos? –pregunta.

–Sí, es mejor que los dejemos solos. Ahora ella lo limpiará y empezará a amamantarlo. Si quieres, mañana puedes acercarte a verlo.

–Me gustaría.

La miro extrañado. Nunca hubiera pensado que le gustasen este tipo de cosas. Ella me lee la mente porque al instante me dice:

–No te sorprendas tanto. Odio el campo pero sería una insensible si después de ver nacer a una cría de vaca no me hiciera ilusión venir al día siguiente para ver cómo se encuentra. Deberías saber que a todas las mujeres se nos cae la baba con los bebés.

–Bueno, es tarde, será mejor que vayamos a casa –replico pensando que no a todas les gustan.

Como siempre, yo echándome para atrás después de dar un paso adelante.

Ha dejado de llover y el cielo ha despejado. Por el rabillo del ojo observo como mira las estrellas.

–En la ciudad no se ven muchas, ¿verdad?

–Apenas. Reconozco que poder ver el cielo estrellado es una de las cosas que echaré en falta cuando consiga volver.

Esta afirmación me deja pensando. En cuanto pueda, Claudia se largará y regresará a su adorada ciudad. Puede que yo le guste pero odia esto. He hecho bien en mantenerme alejado.

–Aunque no creo que eso suceda hasta dentro de dos años –continúa.

¿Dos años? ¿Es tiempo suficiente para hacerla cambiar de opinión? Por lo pronto, voy a dejar de ser un capullo integral. Después de lo que ha hecho hoy se merece, por lo menos, que la invite a cenar.

Venga, Arturito, lánzate.

–¿Tienes planes para mañana por la noche?

Una chica de asfalto - Un amor entre las dunas

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