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Discépolo como filósofo de la vida

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Ciertamente, la poética discepoliana tiene ribetes filosóficos. En lo que sigue, trataré de mostrar –tal como propuse al principio– que ellos no son única ni primordialmente los del existencialismo, con el cual se lo ha vinculado tantas veces, sino, ante todo, los de la fenomenología de la vida que acabo de presentar –pues, como el mismo Discépolo dijo, la filosofía que campea sus tangos la aprendió “en la vida” (citado por Dei, 2012: 32)–.

Si, como nos muestra Henry, la vida es en esencia afectividad, nadie en el tango ha sabido describirla mejor que Discépolo. Su poética y los personajes que ella presenta son afectividad pura, caracterizados por sus sentimientos y no por las razones siempre tambaleantes que circunstancialmente invocan.

Como se ha visto recién, que la vida sea afectividad también significa que es esencialmente pasiva respecto de sí. De esto, Discépolo ha hecho un sello autoral y no solo una característica de sus personajes que, desde la impotencia, confiesan que no pueden ser más ni distintos de lo que son. Discépolo narrador, antes que sus personajes, es quien resulta víctima de una fidelidad involuntaria a sí mismo, aferrándose a su dolor y a su alegría como a su propio ser, con la honestidad brutal de quien no quiere, pero tampoco puede ser otra cosa que lo que siente porque apartarse del propio sentimiento sería apartarse de sí mismo, distanciarse y, así, romper el lazo con que la vida se amarra a sí misma para sufrirse, soportarse, en la autenticidad del sentimiento de sí. En breve, la exuberante afectividad discepoliana nos muestra la imposibilidad de escaparse de uno mismo. Esa, y no otra, es la condena que ha debido sufrir “en vida” (“Uno”).6

Y vaya si el sufrimiento es un tópico discepoliano… No simplemente el sufrimiento ocasionado por otro, sino, ante todo, el sufrimiento de sí mismo; como en el tango “Secreto”, donde la descripción de los hechizos que la amada despliega sobre el narrador no empañan la verdad profunda, definitiva, única que es la imposibilidad de resistir a esa pasión7 que lo encadena a sí mismo –esto es, la impotencia de no poder resistirse–. Ante esta evidencia, Discépolo no puede más que exclamar: “Quién sos, que no puedo salvarme” –donde lo incierto es el otro y la certeza, uno mismo; donde es uno mismo quien no puede salvarse, quien se condena, se amarra a sí, sin hallar redención en el mundo–.

Es precisamente el sufrimiento aquello que a los personajes de Discépolo los encadena a sí mismos. Se trata de un sufrimiento que, como en la filosofía de Henry, los entrega irremediablemente a su ipseidad.

Una expresión reveladora del sufrimiento es el grito, pues “pertenece a la inmanencia de la vida como una de sus modalidades” (Henry, 2004a: 341).

Su pertenencia a la vida solo puede ser reconocida, es verdad, si el grito es aprehendido en su proferición subjetiva, como un acto de fonación del cuerpo viviente que posee el estatuto fenomenológico de la vida […] el grito del sufrimiento: habla en su propio pathos y por él, su palabra es la palabra de la vida. (Henry, 2004a: 341)

Pues bien, la poética eminentemente sentimental de Discépolo encuentra en el grito una de sus posibilidades expresivas privilegias. El tango –según su peculiar genealogía afectiva– nace “como un grito / [que] salió del sórdido barrial buscando el cielo” (“El Choclo”). Ese grito –que además es uno mismo– lo hace exclamar, como pahtos que busca “librarse de su angustia” (Henry, 2004a: 134): “¡Soy una pregunta empecinada, / que grita su dolor […!]” (“Canción desesperada”).

Este sufrimiento, a su vez, es –tanto para Henry como para Discépolo– cambiante, en el sentido de que pasa de manera incesante de una modalidad a otra. De ahí que el mismo autor que ha sabido pintar con las pinceladas más negras la noche del dolor absurdo, haya sabido ver el mismo afecto desde la más hilarante parodia. La vida de la que nos habla Discépolo se dice tanto en el drama como en la comedia. Quien puede escribir: “¡Dolor que muerde las carnes, / herida que hace gritar […] Dolor de bestia perdida, / que quiere huir del puñal” (“Martirio”); también puede escribir: “¡Cuánto dolor que hace reír!” (“Soy un arlequín”).

Si la fenomenología de la vida nos muestra que todos nuestros afectos pueden pasar de uno a otro, si la alegría sucede a la pena y viceversa, entonces bien podríamos decir que hay una fenomenología de la vida en Discépolo y que ella, también, nos pone “frente a la realidad del tiempo” inextático propio de todo viviente, en el cual el tiempo ideal de la fenomenología histórica se desvanece ante el ritmo monótono, incesante, en que la vida se da a sí misma siempre del mismo modo y, a la vez, de un modo distinto: “hoy… / mañana… / siempre igual…” (“Martirio”).

Esa temporalidad acósmica donde el penar es ciego (“Uno”) y el llorar, una ilusión (“Canción desesperada”), es lo que podríamos llamar “la realidad discepoliana”, que consiste en el sufrimiento primitivo en que la vida se siente acorralada contra sí misma y para el cual no hay explicación alguna. Es el dolor de quien permanece “sin comprender, / por qué razón” quiere (“Martirio”) ni en qué consiste el “castigo” de llorar y amar (“Uno”).

La vida, en definitiva, es también para Discépolo la subjetividad absoluta y la certeza: todo lo que su poética dice enfáticamente, lo dice desde el sentimiento, con su plena alegría y su pleno dolor.

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