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2 | Problemas, necesidad y pobreza

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Contra todas las apariencias, la inmensa mayoría de la gente no tiene problemas. Ciertamente no en el sentido prestante que adquiere el término en la investigación. Con todo y que, en el plano existencial, en numerosas ocasiones, los problemas cumplen para la mayoría de la gente la función de factores de selección. La vida se les va quedando en el afrontamiento de las dificultades, y los problemas terminan cobrando la vida de las personas; problemas como celos, deudas, odios, rencores, y muchos otros ardides que no son en realidad problemas sino trampas mortales.

Un problema, en el contexto de la investigación, tiene cualquier otra acepción distinta a dificultad, embrollo o trampa. En este sentido, el lenguaje que se emplea en ciencia y en filosofía en nada se corresponde con el lenguaje común y corriente que se usa en la calle todos los días, y cada vez menos. Los investigadores, como ha sostenido un autor, son una clase particular de seres humanos, pues aman los desafíos, los retos y las dificultades (puzzles). Definen su vida en torno al amor por los problemas, puesto que saben que, cuando resuelven un problema, hay diez más que aparecen inmediatamente.

Los problemas constituyen, metodológicamente hablando, el ADN de la investigación, o del pensar. Sin problemas nadie piensa, pero pensar consiste en más que resolver problemas. En sentido propio, pensar crea nuevas dimensiones, nuevos mundos, nuevas alternativas inexistentes anteriormente y, así, el pensar responde a los problemas creando posibilidades, imaginando divergencias y no convergencias. El pensar jamás reacciona ante los retos y las dificultades, y ciertamente no en el sentido newtoniano de la palabra. La mente no es otra cosa que una creadora de nuevos mundos y nuevas realidades. Pensar es pensar en posibilidades, en toda la extensión, gama y profundidad de la palabra.

Los verdaderos problemas en ciencia como en la vida constituyen no simplemente cuestionamientos a un estado de cosas anterior o prevaleciente, sino, más radicalmente, la necesidad de cambiar un fenómeno, un comportamiento, un sistema determinados. Pensar consiste en querer cambiar las cosas, no simplemente en comprenderlas e interpretarlas.

En este punto vale recordar a Einstein. En el contexto del debate de Copenhague, decía el físico alemán que si verdaderamente se quiere resolver un problema, esto exige cambiar el marco en el que surge el problema. Así, bien entendido entonces, esto significa modificar el marco lógico, el marco epistemológico, el marco semántico, el marco sintáctico en el que surge un problema. Pero estos no son los únicos marcos. Asimismo, se hace indispensable cambiar el marco científico, el marco filosófico y el marco cultural en el que surge el problema. Pero, más radicalmente, ello conlleva también, de manera inevitable, a modificar de raíz el marco social, el marco político, el marco económico y el marco de valores en el que emerge el problema en cuestión. De lo contrario, no se habrá hecho nada y definitivamente el problema no habrá quedado resuelto, en modo alguno. Ulteriormente, se trata de cambiar la historia, punto. En ciencia y en metodología un problema que se aborda y se explica sin que se cambie verdaderamente nada se denomina una investigación epidemiológica.

Einstein mismo, como muchas veces sucede en la historia del conocimiento, jamás fue enteramente consciente del alcance y el significado de lo que estaba planteando.

Para el verdadero investigador, sus problemas no son un simple asunto de horarios de oficina. Los problemas del investigador no se encuentran en el tiempo objetivo (es decir el tiempo polinomial), sino, más propiamente, anidan en su corazón, o en su vientre, o en su hipófisis, o en algún otro lugar recóndito de su cuerpo. Un problema no simplemente se piensa; se siente. Constituye una verdadera experiencia metafísica en el sentido de que modifica de raíz la existencia monótona, regular, parsimoniosa y cíclica de la vida común y corriente. Tenemos ante nosotros un auténtico oxímoron: los problemas que dan qué pensar y que definen la investigación producen verdadera fruición en el investigador. En el fondo resuena la segunda —¡no la primera! — frase de la Metafísica de Aristóteles (la primera): todos los hombres desean por naturaleza saber; (la segunda:) “semeion d’e toon aistheseos ágapesis”. Así lo indica el placer (o disfrute) (ágape) de los sentidos [esto es, saber o conocer produce placer].

Para quien piensa, una vida llevada en preguntas, cuestionamientos, reflexiones, críticas, cambios de puntos de vista, juegos de imaginación y experimentos mentales, es una forma de vida propia, y cuando la ha conocido verdaderamente nada se iguala a ella. El mundo de la vida —en el sentido trivial o habermasiano de la palabra— parece soso, fofo, banal. La trivialidad y la mediocridad parecen rondar por todas partes, más allá de los entrenamientos de la vida cotidiana, más allá de los criterios mismos de estandarización y demás que prefiguran la existencia de la mayoría de los seres humanos. Exactamente en este sentido aparece una contradicción, pero que no es trivial: pensar no es un fenómeno normal y no se ciñe a los parámetros normales de distribuciones normales, ley de grandes números, curvas de Bell o campanas de Gauss, en ningún sentido.

Pensar ciertamente exige un esfuerzo y, más que disciplina, digamos constancia. He aquí otro oxímoron, a saber: en numerosas ocasiones pensar demanda un estilo de vida de mucha insistencia, trabajo y dedicación, pero el pensar carece de parámetros en cualquier acepción de la palabra. Visto de forma externa, el pensador parece alguien desprovisto de los ritmos habituales de la vida cotidiana, pero internamente son ciclones y tormentas, abismos y cordilleras, acompañados de vientos suaves y valles los que configuran, definen y determinan el pensar mismo. Por fuera todo parece relativamente calmo, pero por dentro son verdaderos terremotos o son tsunamis, arrebatamientos los que jalonan el pensamiento mismo. El balance entre ambos, cuando existe, se plasma en una obra significativa, de valor trascendente. Entrar a la historia no es entrar al pasado; es lograr que generaciones futuras hablen de alguien.

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