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Contra el imperio de Cronos

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En abril de 1999, Coca-Cola, la bebida gaseosa más consumida en todo el mundo, fue “derrotada” por la peruana Inca Kola, de “color orina y sabor a chicle” según la describen los cronistas Marco Avilés y Daniel Titinger. Ellos recuerdan el suceso en el que Douglas Ivester, el entonces presidente de la compañía que produce a la negra imperial, aceptó el descalabro en la ciudad de Lima tras tomarse en público varios tragos de la amarilla que prefieren los peruanos, en una actitud que les hizo recordar a los testigos el episodio bíblico de Goliat arrodillándose ante David.

Cuatro años después el suceso fue narrado en “El imperio de la Inca”, la crónica más leída en la historia de Etiqueta Negra;1 traducida al francés, al italiano e incluso al japonés y publicada en revistas, libros y sitios de Internet de varios países.

Detrás de la confección de esta historia se encuentra la aventura de dos periodistas jóvenes –azuzados por un editor también joven– que emprenden el reto de reportear y de escribir como no lo habían hecho antes: a dos cerebros, a dos corazones y a cuatro manos, y con el riesgo permanente de naufragar en un océano de información, o de no poder descubrir en él nada revelador. El punto de partida era inaudito y, por eso, tentador: Inca Kola, una gaseosa de un país tercermundista, le ganaba en ventas a la multinacional Coca-Cola. ¿Cómo se podía contar esa historia? Aportándoles información y novedad a los lectores y, algo muy importante, entreteniéndolos.

Solo tenían una semana y media para reportear y dos para escribir, recuerdan Titinger y Avilés en su diario de campo: “Eso, cuando tu tema parece importante, se convierte en un problema. Peor cuando los editores te dicen: queremos un texto de unas seis mil palabras…” (Titinger y Avilés, 2012a). Ellos eran reporteros de día a día de un periódico y el texto más grande que habían escrito en sus vidas tenía, como máximo, mil palabras, y se habían demorado un par de semanas investigando y escribiéndolo. Ahora les pedían seis mil palabras y si les daba para más que “escribieran sin miedo” (Titinger y Avilés, 2012a).

Aceptaron el reto y en el mes de julio de 2003 presentaron al público su resultado, en el número 7 de Etiqueta Negra.

Al frente, detrás, a los lados de Avilés y de Titinger –moviéndose como una sombra protectora – estuvo el editor Julio Villanueva Chang, quien considera que “El imperio de la Inca” tiene tanto de historia sentimental como de finanzas, cifras y estadísticas en revistas, como de amores y odios en foros por Internet. Tiene tanto de publicidad como de botánica. Tanto de comida china como de arte pop. Tanto de historia del gusto como de guerra comercial. Tanto del libro2 de viajes de un inglés –Matthew Parris– que lo había titulado con ese nombre, como de una tesis de Harvard que estudia su éxito. Tiene tanta información “que ya no se sabe bien lo que no se sabe” porque el texto es una “suma vertiginosa” de breves y certeros fragmentos que se intercalan al estilo de un montaje documental. Y tiene tanto de Avilés como de Titinger, sus autores, como de ninguno de ellos: decidieron escribir el texto a dúo, y se sentaron durante dos semanas, juntos frente a una computadora, de nueve de la mañana a siete de la noche, a aprobar o rechazar cada frase, que acabaron creando un estilo que no era ni del uno ni del otro, un híbrido que al final es “como una máquina de significados” (Villanueva Chang, 2006b).

Esta crónica –aprecia Villanueva Chang– tiene tanta arrogancia en la información que no puede ser un texto articulado, sino ensamblado y, en este caso, la escritura no avanza, sino que salta. Porque, como pasa con esta crónica, “hay historias que sólo merecen ser contadas desde la promiscuidad, y Titinger y Avilés saben bien que si el texto lo escribía uno solo, que si hacían el intento de separarse, habría sido no un fracaso amarillo y gaseoso sino negro y arrogante soberano” (Villanueva Chang, 2006b).

Se trata de un autor híbrido que expresa lo mejor de los dos y disimula lo peor de los dos, para entonces un par de jóvenes desconocidos como cronistas; es como si ambos, ahora que cada uno con el paso del tiempo ha adquirido una voz propia, hubieran sido superados por un autor fantasma en este experimento periodístico que dato tras dato, testimonio tras testimonio, a favor y en contra de la amarilla andina o de la negra norteamericana, llega a un final propio de una revelación antropológica:

[…] Hemos hecho de Inca Kola una bandera gastronómica en un país donde la identidad entra por la boca. Cosa curiosa: nuestra bandera tiene los colores de Coca-Cola, la forastera. […] Pero hay algo más detrás de esa botella: en el Perú, las familias, los amigos, siguen siendo tribus reunidas alrededor de una mesa. Y en la mesa, la comida. Y con la comida, la amarilla. Un ingrediente de nuestra forma de ser gregarios. Frase para la despedida: en el Perú, Inca Kola te reúne. Afuera, te regresa (Titinger y Avilés, 2012b: 451-452).

Titinger confiesa que antes de publicarse “El imperio de la Inca” él no existía. “Tampoco hoy existo en muchos sentidos” –asegura–, pero dice que antes de publicar el reportaje sobre esa bebida gaseosa, ninguna revista le hubiese aceptado una línea. Y él quería publicar en muchas revistas. Así que la génesis de su carrera –pondera– “tal y como siempre no la imaginé, se la debo a esa gaseosa amarilla, color orina y sabor a chicle, que tanto nos gusta a los peruanos; menos a mí” (2010).

“El imperio de la Inca” representó para los reporteros Avilés y Titinger –y para Villanueva Chang en la labor de editor bajo la figura del asesor que hace tanto énfasis en el proceso de elaboración de la pieza periodística como en la estética de su narrativa– un trabajo contra el tiempo y a tiempo, tras librar esa lucha siempre desigual frente a Cronos –ese dios fabuloso y voraz– que en este caso evidencia de manera sorprendente el carácter que tiene la crónica periodística latinoamericana actual.

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