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En busca del tiempo (y del espacio) perdidos

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El 19 de marzo de 1922 en sus “Gotas de Tinta” del periódico El Espectador, Luis Tejada3 destacó que el mejor cronista era quien sabía encontrar siempre algo maravilloso en lo cotidiano, quien podía hacer trascendente lo efímero y lograba poner la mayor cantidad de eternidad en cada minuto que pasara (2008: 279). Aunque “El Príncipe” de los cronistas colombianos vivió apenas veintiséis años, al esgrimir su pluma contra el poder titánico del tiempo, en cada uno de los breves artículos de corte literario y ensayístico que publicó se perpetuaron tanto su nombre como la reflexión cotidiana del mundo que tuvo cerca de sus ojos.

Desde que juntó sus primeras letras como escritor, Tejada se valió para expresarse con un talante propio –acaso por intuición neta– de la crónica;4 una especie antigua, definida “por el don de siempre parecer recién inventada” (Egan, 2008: 152). El caso es que del papel al blog la crónica se muestra como una escritura “capaz de reinventarse en las encrucijadas de cada tiempo” (Falbo, 2007: 14).

“Me gusta la palabra crónica –atestigua hoy el escritor argentino Martín Caparrós–. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo”. Y a renglón seguido señala que siempre que alguien escribe, escribe sobre el tiempo, “pero la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive”. Sin embargo, su fracaso, considera, “es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez” (2012b: 608).

Los cronistas con estirpe tienen claro que su reto es presentar una imagen de su época y por eso buscan plasmar los acontecimientos y los actores de sus historias sin coartar ninguno de los recursos que la escritura creativa les pueda ofrecer. Y lo hacen –de acuerdo con las sesudas analogías del escritor mexicano Juan Villoro– con “una pasión equivalente a la de los taxidermistas que saben preservar bestias como si estuvieran vivas” (Escobar y Rivera, 2008: 263); además, los cronistas –señala–, “como los grandes intérpretes del jazz, improvisan la eternidad”, puesto que “fijar lo fugitivo” es su tarea (Villoro, 2005: 14).

En la perspectiva de su evidente pretensión de perdurabilidad y a juzgar por su devenir histórico, la crónica –incluida, claro está, en su expresión como periodismo narrativo de tipo reportaje, que es la forma más notable en la que ha reverdecido en su versión latinoamericana– es la gran urna en la que se aloja la memoria de la humanidad que ha sido narrada. Y sigue siendo en su esencia tiempo; tiempo relatado y tiempo que se intenta recobrar. La palabra crónica contiene el tiempo en sus propias sílabas (procede del griego Kronos). En términos “prustianos”, los cronistas van siempre en busca del tiempo perdido; cual Ícaro que, imprudente, se expone al sol batiendo las alas que lleva soldadas a su cuerpo con la cera de la fugacidad.

El tiempo avanza y aplasta, ayer como hoy, con la pisada de un dinosaurio, mientras cada presente reclama sus testigos, sus investigadores, sus intérpretes y sus cronistas. Además, es importante recordarlo, “porque la historia de la crónica es la historia de la memoria” (Carrión, 2012: 23).

No obstante, nuestro presente determinado como está por la omnipresencia del teléfono y de las redes sociales, donde todos los ciudadanos hablan a la vez pariendo información estandarizada –en palabras de Julio Villanueva Chang–, hace que la novedad siga “siendo la ilusión que producen las nuevas tecnologías y la intromisión en la intimidad, pero no una nueva visión del mundo”. Y en este orden de ideas, para este cronista y editor de cronistas latinoamericanos,

Una de las mayores pobrezas de la más frecuente prensa diaria – sumada a su prosa de boletín, a su retórica de eufemismos y a su necesidad de ventas y escándalo– continúa pareciendo un asunto metafísico: el tiempo. Lo actual es la moneda corriente, pero tener tiempo para entender qué está sucediendo sigue siendo la gran fortuna” (2012: 584, 585).

Enfrentado al tiempo y amparado en él, un cronista debiera –según la reflexión de la periodista chilena Marcela Aguilar– “rescatar lo que vale la pena y contarlo” con palabras que “debieran tener la fuerza de un conjuro y desplegarse sin envejecer”. Puesto que una buena crónica “se hace con los mismos materiales del periodismo diario y sin embargo tiene otras resonancias, se lee y se guarda de otra manera” (2010b: 9).

Quien escribe salva. Y quien escribe crónica, creemos que salva doblemente. Porque “no importa si eso que escribió queda guardado por años o siglos: en el momento en que alguien lo encuentre y lo lea, todo lo que está descrito allí revivirá” (Aguilar, 2010b: 9).

La periodista argentina Leila Guerriero advierte que la crónica es un género que, ante todo, “necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse, y mucho espacio para publicarse” (2012c: 620). Germán Castro Caycedo –el cronista mayor del periodismo colombiano contemporáneo– asevera que: “La falta de tiempo es la desgracia del periodismo de hoy” (Morales y Ruiz, 2014: 23). Mientras tanto su colega Gerardo Reyes –fogueado en las batallas y los medios del periodismo de investigación internacional– hace una rotunda declaración de principios: “Cuanto más tiempo le dedique uno a una historia, más cerca estará de la verdad” (Morales y Ruiz, 2014: 82).

Bien: la crónica periodística requiere de tiempo para investigarla y escribirla, y de espacio para publicarla. Además de osadía, talento y oficio para experimentar con formas de narrarla.

He ahí algunas de las circunstancias que en la actualidad favorecen a la crónica en varios países latinoamericanos, donde es investigada utilizando estrategias de reporteros y es escrita con las herramientas propias de novelistas y cuentistas por los denominados “Nuevos cronistas de Indias”.5

Inicialmente encontramos al menos tres circunstancias que han hecho visibles a los “Nuevos cronistas de Indias”. Una, en 1995 la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI, creada en 1994 en Cartagena de Indias, Colombia), les comenzó a ofrecer seminarios y talleres6 de formación y a propiciar la creación de redes entre ellos; dos, a partir de 1999 el descubrimiento y la conquista de una zona franca, la de las revistas que en los primeros años del siglo XXI, con el refuerzo de los blogs7, les compran, patrocinan y divulgan sus investigaciones y sus artículos; y tres, la aparición de un lector interesado en las historias de no-ficción, que un grupo importante de editoriales8 en español –las que también respaldan premios y encuentros– ha ido cultivando y masificando con la publicación de sus mejores piezas en libros antológicos y como “solistas”.

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez –miembro del Consejo Rector del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo, de la FNPI– aprecia que el símil más inmediato del nuevo cronista de Indias viene a ser Bernal Díaz del Castillo (Medina del Campo, 1495 o 1496-Guatemala, 1584), “porque, soldado de la conquista, ya viejo en su retiro de Santiago de Guatemala, al leer la Historia de las Indias y conquista de México (1552) de Francisco López de Gómara (Sevilla 1511-1564 o 1566), encuentra que un clérigo que se quedó en su muelle comodidad de Valladolid, le quiere contar su propia historia” (Ramírez, 2012). Y, entonces se rebela airado. Nadie puede venirle con cuentos porque la verdad está en su propio sudor y en sus penurias de soldado, y además, no solo es testigo de vista, sino protagonista. Y en un acto de rebeldía escribe su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1575, copia manuscrita; 1632, edición impresa).

Se empeña así en no faltar a la verdad. Despoja su relato de todo lo que pueda tener olor de leyenda, o de mentira, o de exageración, y pretende que sean los hechos, en su exageración real, los que hablen por sí mismos.

El procedimiento de construir la realidad –señala Ramírez– no admite exageraciones gratuitas ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma. La crónica que cuenta hechos no puede ser mentirosa. Esta es la lección de Díaz del Castillo (Ramírez, 2012).

En efecto, Bernal Díaz del Castillo fue testigo de los tres intentos de colonización de México. Llegó allí en 1514 y en 1519 acompañó a Hernán Cortés en la última expedición. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España señala que, aunque carece de estudios, “lo que yo vi y me hallé en ello peleando, como buen testigo de vista yo lo escribiré, con la ayuda de Dios, muy llanamente” (Esquivada, 2007: 115).

Pero el calificativo “Nuevos cronistas de Indias” no es aceptado con comodidad por todos los cronistas latinoamericanos contemporáneos, pues hay entre ellos algunos que prefieren autodenominarse de modo sardónico como “Nuevos indios de la crónica”.9 Este subgrupo está encabezado por el chileno Cristian Alarcón, quien de esta manera hace una alusión al trabajo peliagudo, tanto mental como físico, que implica la elaboración de una crónica periodística, y a las retribuciones económicas precarias que este trabajo les aporta.

El testimonio que da Leila Guerriero es el siguiente: se demora entre uno y tres meses investigando una historia, no escribe nada que le tome menos de cinco días y puede pasarse entre quince y veinte días escribiendo una crónica, con jornadas –las cuales califica de “pesadillescas”– de doce, quince o dieciséis horas encerrada en su estudio. Por ejemplo, “El rastro en los huesos” (Guerriero, 2012b) –sobre el equipo de antropólogos forenses que identifica los restos de los detenidos desaparecidos durante la dictadura militar argentina–, publicada en la revista Gatopardo en 2008, corresponde a un trabajo de tres meses de entrevistas, cuarenta horas de grabación, cuarenta mil caracteres y treinta versiones (Figueroa, 2010: 39-41).

La mayoría de ellos tienen pesares compartidos, relacionados con la lucha por obtener más tiempo, más espacio y más dinero por su trabajo. El colombiano José Navia, quien durante veinte años fue cronista del diario El Tiempo, recuerda una anécdota en la que un jefe de redacción, para evitar discusiones con los reporteros, tenía un cartel en su mesa que decía: “Si tiene problemas de espacio, vaya a la NASA” (Ethel, 2008). Mientras en El Espectador, el editor judicial Luis de Castro tenía en la puerta de su despacho un letrero en el que prevenía a sus redactores: “¿Dónde le castro?”.

Josefina Licitra, otra de las autoras más notables de la crónica en Argentina, se lamenta de que los factores tiempo y dinero casi siempre faltan, pero de todas maneras destaca que se “hacen crónicas excelentes, sólo que a costa de que el cronista sacrifique su tiempo libre, su dinero y su salud para poder hacer lo que le gusta” (Ethel, 2008).

Guerriero, Navia, Licitra y el propio Alarcón, igual que casi todos sus colegas, trabajan como freelance (o de frilanceros en el argot latinoamericano).

Entre los freelance, uno de los más “lanzados” y temerarios ha sido, a nuestro juicio, el chileno Juan Pablo Meneses, quien en esta condición ha realizado su trabajo como cronista viajero por medio mundo y cataloga a sus colegas en estos avatares como miembros de un “escuálido batallón”.

Las quejas de Meneses acobardan, como él mismo lo reconoce, a los periodistas cansados de las rutinas en las redacciones diarias y a los estudiantes de periodismo que desean –vislumbrando una nueva vida– iniciarse de cronistas en el ajetreo de los freelance. Les indica, sin rodeos: en este negocio se paga poco, mal y tarde. No hay contrato fijo, se vive de lo que se produce (“con el terrible peligro de mercantilizar tu vida”); se trabaja sin horarios y eso equivale, finalmente, a estar todo el tiempo conectado.

Las lamentaciones de Meneses por el trabajo como cronista freelance terminan por salir de su boca y regarse como espuma de cerveza:

Les advierto que no sólo van a tener que escribir y viajar (los dos grandes amores del periodista), sino que deberán aprender a buscar temas, producir historias, vender artículos, financiar reportajes, negociar una buena paga, y además cobrarla. Y para cobrarla no sólo deberán tener paciencia (algunos, especialmente en Latinoamérica, llegan a tardar más de un año en cancelarte), sino que también deben tener una adecuada cuenta de banco, facturas internacionales (el freelance suele trabajar para varios países) y hasta un código Swift para los reembolsos en otras monedas.

Les recuerdo que todas esas actividades juntas (las periodísticas y administrativas), las deberán hacer por lo menos una vez a la semana: no hay en toda habla hispana un medio que te pague un trabajo con lo suficiente para vivir un mes. Les agrego que la mayoría de la gente trabaja con horario de oficina, así que por las tardes se sentirán solos. Que las cuentas llegan cada 30 días, y que no te esperan. Les digo que en muchos casos serán tratados con la óptica del inmigrante ilegal: si no te gusta, te jodes.

[…] El periodista independiente no tiene jefe, y tienes muchos a la vez. Es dueño de su tiempo, y es esclavo del reloj. Es el mercenario pragmático, y es un romántico sin remedio. Es un afortunado que tiene tiempo para viajar, y es la carne de cañón que tenemos para las emergencias. Es libre, y está atrapado (2006: 64-65).

Pero bien sea como “Nuevos cronistas de Indias” o como “Nuevos indios de la crónica”, unos y otros son responsables, eso sí, de la buena salud que ahora tiene este tipo de escritura en el territorio latinoamericano. Un suelo feraz al que se aferran con finas raíces y donde comienzan a crear una escuela a través de fogosos aprendices de cronistas.

Este es el caso de Colombia –que es el que más conocemos– donde los estudiantes reporteros de los programas universitarios de Comunicación Social y/o Periodismo investigan, escriben y divulgan en medios impresos y digitales que les sirven como laboratorios de práctica, un tipo de crónicas que llevan en su sangre el mismo factor Rh+ (erre hache positivo) de la narrativa periodística de los “Nuevos cronistas de Indias”.

También es sobresaliente el caso del semillero de cronistas hispanoamericanos que se ha formado y fortalecido con los talleres y cursos –en las modalidades presencial y virtual– de la Escuela Móvil de Periodismo Portátil (EPP),10 fundada en 2009 por Juan Pablo Meneses. Lo cual es muy paradójico si se considera el sartal de reproches que este cronista –su principal tutor y maestro– le hizo renglones atrás al trabajo a destajo que tanto él como sus colegas tienen que hacer para sobrevivir. Pero su labor pedagógica y de promoción de nuevos cronistas –muchos de ellos menores de treinta y cinco años– tiene respaldo en las estadísticas que dan cuenta de la relación con alumnos conectados desde treinta países diferentes y quienes, con mayor o menor suerte, venden y publican sus historias en revistas, libros y blogs de crónicas internacionales.

Si para Susana Rotker la crónica fue el laboratorio de ensayo del “estilo” de los escritores modernistas –quienes en este contexto vienen a ser los abuelos de los “Nuevos cronistas de Indias”–, “el lugar del nacimiento y transformación de la escritura, el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección consciente del lenguaje” (2005: 108), para los estudiantes reporteros y para los cronistas portátiles la crónica viene a ser ahora la gimnasia donde logran una talla, una sensibilidad y una identificación propias como informadores que no solo tienen el reto de contar lo que pasa sino, ante todo, de brindar hallazgos y conocimientos sobre una sociedad mestiza y compleja como la naturaleza misma del género narrativo en el que se prueban, género que fue definido por el maestro Juan Villoro con un calificativo tan perspicaz como turbador: el ornitorrinco11 de la prosa.

Narradores del caos

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