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El debate crónico sobre un género orillero

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En su libro El estilo del periodista el español Álex Grijelmo señala que la crónica periodística toma elementos de la noticia, del reportaje y del análisis. Pero se distingue de la noticia “porque incluye una visión personal del autor”, y advierte que además en la crónica hay que “interpretar siempre”, aunque “con fundamento, sin juicios aventurados y además de una manera muy vinculada a la información” (2006: 88). Así que el tinte personal del autor, si bien refuerza las posibilidades de exploración estilística y discursiva del relato, conlleva limitaciones puesto que exhortado a informar interpretando o a interpretar informando, el cronista caminará siempre sobre el fuego con los pies descalzos, exponiéndose a pasar del comentario a la opinión.

El intento de definir el carácter y la función de la crónica –algo que tal vez resulta infructuoso dada su condición de criatura ignota, portentosa y escurridiza, como nos la describe Villoro– nos lleva a considerar los estudios de la profesora Linda Egan12 sobre los libros periodísticos de Carlos Monsiváis (1938-2010), a quien consideramos como uno los principales padres fundadores del periodismo narrativo latinoamericano del siglo xxi, junto a los también mexicanos Elena Poniatowska (1932) y Vicente Leñero (1933); los colombianos Gabriel García Márquez (1927-2014) y Germán Castro Caycedo (1940); y los argentinos Roberto Arlt (1900-1942), Rodolfo Walsh (1927-1977) y Tomás Eloy Martínez (1934-2010).

La crónica contemporánea –expone la profesora Egan– es “el reportaje narrado con imaginación” y tiene una forma híbrida cuya identidad genérica se ha de encontrar en la manera en que su función y su forma persiguen sus metas inseparablemente. Por una parte, la crónica reclama ser un género-verdad que pertenece al campo del periodismo. Al mismo tiempo, el uso ostentoso que hace de la técnica narrativa la alinea con el terreno de la escritura creadora (2008: 27, 141).

Egan señala que esa mezcla de modos –de no-ficción y de ficción– es la fuente de una fascinación duradera que ha conservado su esencia desde la Antigüedad clásica y ha hecho de ella la progenitora de toda la literatura americana. No obstante, desde el principio del siglo XIX, “la Academia occidental erigió una barricada arbitraria entre funcionalidad y forma, y esta jugada lanzó a la crónica de los tiempos modernos a un limbo ontológico y crítico” (2008: 141).

La crónica –acepta la profesora– es interdisciplinaria y compleja, pero considera que confinarla a su especificidad genérica13 “es potencialmente liberarla de la amplia desatención a la que la relega la comunidad de críticos”. En primer lugar, destaca que en cuanto a la forma, la crónica, “pone en claro que le gusta adornar su reportaje con el lenguaje en boga de la narrativa”14 (2008: 149).

Nos parece entonces, en la perspectiva analítica de la profesora Egan, que el carácter de la crónica, y específicamente de la crónica periodística latinoamericana, está comprendido esencialmente en la forma cronológica, lineal o no, de narrar una historia, mientras que el del reportaje15 está referido al procedimiento de indagación –al acto de reportear o de hacer reportería– para obtener su contexto y su contenido informativo y de interés humano –datos, personas, versiones, anécdotas, ámbitos, escenas– y no exactamente a un género16 periodístico distinto, como suele identificársele por parte de editores, periodistas y lectores en Hispanoamérica.

Pero, ¡atención!, jóvenes estudiantes de periodismo y reporteros aprendices de cronistas; cuando hacemos eco de las opiniones de la profesora Egan en cuanto a que la crónica contemporánea es “el reportaje narrado con imaginación” no estamos identificando imaginación con ficción o fantasía, sino más bien con creatividad; esto es, con la facultad y la capacidad de creación que pueda desarrollar el cronista tanto en sus labores y métodos de reportero como en sus ensayos y descubrimientos formales de narrador. Tenemos claro que la crónica reclama ser un género de no-ficción que en esta medida da cuenta de la autenticidad de los hechos y que hoy en día pertenece al campo del periodismo –donde encontró un nicho–, pero sin desconocer que también es un género con ambición literaria, es decir, artística.

Con agudeza analítica el escritor Jorge Carrión –profesor de escritura creativa y de periodismo cultural en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona– observa que a juzgar por la confusión de las palabras y de las definiciones que se vinculan con la crónica, no estamos ante un género, sino ante un debate, ya que las palabras nos confunden. Señala cómo en España, un reportaje es una crónica, mientras que en algunos lugares de Latinoamérica es una entrevista, perfil, retrato, semblanza, estampa, cuadro de costumbres, aguafuerte. “Las palabras nos hacen un poco más libres, por eso tantos cronistas han inventado las suyas para definir su trabajo” (2012: 29).

Entonces, cada crónica es, por tanto, “un debate que sólo transcribe datos inmodificables y que reclama otras palabras. Un debate inclusivo con los géneros y las formas textuales de cada momento histórico”. Un debate –concluye Carrión– que “comienza en la propia palabra ‘crónica’. Un debate largo, habitual, inveterado, que viene de tiempo atrás” (2012: 31); es decir, un debate crónico.

“La crónica en debate” es precisamente el nombre de la serie de ensayos en los que la revista digital Anfibia propone polemizar y reflexionar sobre la vigencia del género, a partir de varias preguntas: ¿Cómo podríamos definir la crónica hoy? ¿Cuáles son sus límites, sus trampas, sus desafíos? ¿Cómo convive con el periodismo en la era digital? y ¿Cuándo se pierde entre mañas y fórmulas repetidas?

En uno de los ensayos titulado “Las viejas narrativas del presente”, la doctora en Letras Mónica Bernabé expone que crónica es un término ambivalente e impreciso ya que, por un lado, en las academias de literatura, nombra la invención modernista de un dispositivo discursivo eficaz para exhibir lo nuevo hacia fines del siglo XIX: “En el entramado de la crónica, los modernistas fabularon sus imágenes de artista en tensión con la información y abrieron un espacio para el ingreso de la literatura en el seno del periódico, ansiosos por dar con un público lector” (2016); y, por otro, en las academias de periodismo, definen a la crónica como el resultado de un trabajo de investigación sin limitación temática, realizado en profundidad y apelando a estrategias y recursos propios de la narración de ficción; y los talleres, las fórmulas, los manuales y los maestros enseñan que el valor diferencial de la crónica reside en una marcada voz de autor: es la lección del periodismo narrativo con su llamado a “literaturizar el periodismo, a amenizar la noticia, a contar hechos reales como si fueran ficción dando continuidad al modelo retórico del realismo del siglo XIX” (2016).

La doctora Bernabé entra al debate y arguye que:

Aunque con una fuerte impregnación periodística, las crónicas son un producto orillero. Su condición anfibia las instala en los márgenes del campo literario. El sentido común refiere a su carácter híbrido, marca descriptiva que pretende decir todo y no dice nada. Más allá de las etiquetas, alineamos la crónica entre otras tantas formas narrativas que, acuciadas por un deseo de lo real, hoy gestionan un campo de fuerzas en la intersección de formas discursivas heterogéneas. Son formas que solicitan ser abordadas prescindiendo de la idea tradicional del género: entrevistas, testimonio, ensayos de crítica cultural, minificción, no ficción, narrativa documental, diarios íntimos, informes etnográficos, biografías, autobiografías, memorias, ¿algo más? En la inmensidad del archivo, seguramente anidan formas orilleras en espera de ser añadidas al campo expandido de la literatura actual (2016).

Entre tanto, la cronista mexicana Rossana Reguillo –doctora en Ciencias Sociales– asegura que la crónica,

[…] en femenino, relación ordenada de los hechos; y en masculino, lo crónico, como enfermedad larga y habitual, se instaura hoy como forma de relato, para contar aquello que no se deja encerrar en los marcos asépticos de un género. ¿Será más bien que el acontecimiento instaura sus propias reglas, sus propias formas de dejarse contar? (2007: 42).

Antes que dar una respuesta certera en cuanto a la forma de composición narrativa, Reguillo prefiere insistir en la potencia de la crónica “de alma antigua”, la cual

[…] está ahí, en el cuarto, en la calle abandonada, en la voz que narra el desconsuelo, es incómoda, como incómodo testigo de aquello que no debiera verse, por doloroso o por ridículo, que a veces, es lo mismo. Pero la crónica ve, observa, se sorprende a sí misma en el acto de ver, de comprender (2007: 43).

[…]

Se re-coloca hoy frente al logos pretendido de la modernidad como discurso comprensivo, al oponerle a este, otra racionalidad, en tanto ella puede hacerse cargo de la inestabilidad de las disciplinas, de los géneros, de las fronteras que delimitan el discurso. La crónica, en su estar “allí”, es capaz de recuperar el habla de los muchos diversos, de jugar con las ganas de experiencia, con la necesidad de un mundo trascendente que esté por encima de lo experimentado y que sea, paradójicamente, experimentable a través del relato. La crónica no debilita “lo real”, lo fortalece, ya que su “apertura” posibilita la yuxtaposición de versiones y de anécdotas que acercan a territorio propio, es decir, (re) localizan el relato (2007: 45).

Hay realidades –concluye Reguillo– que no se dejan contar más que a través de ese “lenguaje cotidiano en el que se ha convertido la crónica”; la cual tiene la capacidad de implicarse en lo que narra y en lo que explica a la vez que pone en crisis los discursos monolíticos, lineales y dominantes del periodismo, de la literatura e inclusive de las ciencias sociales; esta “se levanta para ofrecer el testimonio del desasosiego latinoamericano” (2007: 47).

Nosotros queremos aquí insistir en nuestra forma de ver y de analizar los asuntos de este “debate crónico” y, en síntesis, nos vamos por una idea: la crónica contemporánea, con marcada vocación latinoamericana, es una narrativa nutrida y fecundada –preñada– de reportaje; esto es, de noticias, datos, estadísticas, entrevistas, conversaciones, viajes, lugares, testimonios, registros de documentos, interpretaciones, sensaciones, vivencias y formas de escritura creativa que hurgan, entre la tierra, el agua y el cielo, en busca del preciado metal de las historias humanas en el filón inagotable de la alucinante realidad.

A Martín Caparrós le gusta definir la crónica como “un texto periodístico que se ocupa de lo que no es noticia”; y, entonces, una crónica sería, en última instancia “un reportaje bien contado en primera persona” (2015: 52 y 138).

Él, como los otros y como nosotros, lo que hace, con lo que dice, es echarle más combustible al fuego del debate crónico…

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