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Crónica y poder, y el poder de la crónica

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Ahora bien, como hasta aquí puede apreciarse en está vitrina de variedades cronística y en este tropel de historias, los autores de la narrativa periodística latinoamericana tienen al menos dos asignaturas40 pendientes: una, husmear resueltamente en la vida de los poderosos41 de todas las raleas y, dos, contar historias edificantes que testimonien las formas de la felicidad y del éxito de los seres humanos en distintas actividades y maneras de vivir.

Aunque en el tratamiento de los asuntos del poder hay entre los “Nuevos cronistas de Indias” una notable y honrosa excepción: el mencionado Jon Lee Anderson –“El americano impaciente”, en palabras de Villoro (2009: 7)– quien en uno de los libros esenciales para conocer sobre el periodismo narrativo contemporáneo, El dictador, los demonios y otras crónicas (2009), reúne varios de sus trabajos publicados previamente en la prestigiosa revista The New Yorker sobre algunos autócratas de Latinoamérica; entre ellos Augusto Pinochet, Fidel Castro y Hugo Chávez, perfilados con el tino de un autor que rechaza la propaganda y conoce muy bien la realidad de los países que los han soportado.

Apasionado por los viajes, las geografías distantes y exóticas, los datos precisos, las tensiones humanas y los territorios en guerra, a Anderson –según Villoro– desde hace varios años nadie lo supera en el “arte de dar bien las malas noticias”, a través de sus crónicas –varias de ellas en forma de perfiles– donde combina el heroísmo de quien –como él– escribe en situaciones extremas de conflictos y violencias políticas, religiosas y socioeconómicas, “con la cuidadosa tensión narrativa de quien no pierde el gusto por la sorpresa”; pues sostiene que “si algo se vuelve cotidiano, nos olvidamos de los detalles” (Villoro, 2009: 9).

Anderson es un coleccionista de detalles, de diálogos, de anécdotas, de fisonomías y de datos, pero advierte que “tener muchos datos es la obligación elemental del periodista; lo importante es lo que se hace con ellos” (Villoro, 2009: 12). Anderson, quien escribe con fervor por la minucia, por la vida cotidiana, y conoce a fondo su territorio y el de sus personajes, tiene –para Villoro– una técnica como reportero que no es muy distinta a la del “repostero que conoce a la gente a través de los panes que le vende” (2009: 12).

Así, por ejemplo, el minucioso Anderson nos pone frente a Fidel Castro –el hombre y el mito, al mismo tiempo– en el capítulo siete de El dictador, titulado “Carta desde La Habana: El viejo y el niño”:

Era un día de fines de enero y Fidel Castro había pasado casi toda la tarde sentado en silencio en un auditorio de La Habana, escuchando los discursos de una docena aproximada de economistas que habían sido invitados a Cuba para participar en una conferencia sobre “Globalización y problemas del desarrollo”. Fidel iba vestido con el uniforme militar de faena, de color verde oliva, que ha llevado en los últimos cuarenta años. […] Por fin, Fidel levantó la mano y preguntó sosegadamente, con mansedumbre teatral, si podía decir algo sobre la situación cubana. El público rio por lo bajo ante aquella parodia de humildad y todos callaron con respeto cuando abrió la boca: saltó de una anécdota a otra, dio marcha atrás y subrayó que Cuba, a pesar del largo embargo económico impuesto por Estados Unidos, no solo había resistido, sino que había salvaguardado su independencia, gracias a su inflexible entrega a los principios revolucionarios y gracias a la firmeza, la confianza y la inventiva de los ciudadanos. “La revolución nos ha hecho poderosos”, proclamó. […] La aflautada voz de Fidel había ido subiendo de registro y sus manos blancas, largas y delgadas, moteadas con las manchas de la edad, se alzaban en el aire y caían sobre la mesa que tenía delante y que aporreó repetidas veces para subrayar sus palabras. […] Fidel estaba particularmente en forma aquel día. Llevaba cuidadosamente peinados la raleante barba y el escaso cabello, que ha adquirido un matiz grisáceo, y aunque parecía cansado y tenía bolsas dobles bajo los ojos, estaba en plena posesión de sus facultades de mando. Lo mejor de todo fue que consiguió que su discurso durase poco más de una hora. […] Ha envejecido mal y aunque todavía se mantiene erecto y adopta una pose digna, se mueve con rigidez. La alta frente, la nariz aquilina y las pobladas cejas negras –cuyos pelillos manosea mientras medita– le dan un aire majestuoso; pero ha empezado a adquirir un siniestro parecido con uno de sus héroes, Don Quijote. Incluso ha contraído tics raros, hace muecas continuas y mueve las mandíbulas como si masticara (2009: 185, 186, 187, 189).

Anderson es largo de estatura y de energía. Es grueso en las ambiciones de totalidad de su trabajo periodístico. Y sus libros de reportaje y crónica están hechos a su medida. Por eso tiene sentido y pertinencia su colosal Che Guevara. Una vida revolucionaria (1997); setecientas cincuenta y tres páginas de reportaje y crónica biográfica, absorbente y conmovedora, en cuya preparación se demoró cinco años en los que aprovechó cada una de las oportunidades que se buscó para perfilar la vida y los hechos de Ernesto Guevara –el hombre, el guerrillero más caracterizado del mundo, y el mito– desde su infancia y su juventud en el seno de una familia acomodada de Argentina hasta su muerte violenta en Bolivia.

A saber: Anderson tuvo acceso exclusivo a los archivos del Gobierno cubano y recibió la colaboración de la viuda del Che, Aleida March; obtuvo documentos inéditos, entre ellos diarios personales del Che; logró entrevistarse con los militares bolivianos que conocían lo que le había ocurrido en sus últimos días y por esta vía descubrió el paradero de su cuerpo en Bolivia, un misterio que había sido guardado durante veintiocho años.

Al pasar las páginas de los libros42 en los que Anderson nos retrata a los poderos del mundo, con sus extravagancias y miserias –bien sea que aún estén sostenidos por sus propios huesos o por el cemento y el metal de sus estatuas–, también descubrimos el poder de un cronista al que no medimos por el valor de sus metáforas, sino por el sudor que le empapa la nuca y por el polvo que tiene en sus zapatos.

Siempre es muy difícil acercarse a los poderosos –dice Anderson–, quienes normalmente rehúyen a los periodistas, sobre todo a los que no controlan, y debido a que “tienen séquitos nutridos de empleados cuya función en la vida es mantenerlos distantes y asegurar que todo retrato de ellos sea positivo” (2016: 14-15).

También es excepcional y un aporte significativo el libro Crecer a golpes. Crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet (2013), editado por Diego Fonseca, en el cual él y otros trece escritores43 –periodistas y novelistas– hacen memoria de los pisotones y de los estragos dejados por las botas militares –y por sus áulicos en traje de civil– cuando después de asaltar la democracia en varios países del continente se enquistaron en el poder y actuaron como gobernantes.

Crecer a golpes –explica Fonseca– toma como punto de partida el golpe de Pinochet para repasar los relatos de once naciones latinoamericanas y de España –“la Madre Patria”– y Estados Unidos –“el Padre Político”–. Y a través de las reminiscencias de cada uno de los autores “explora cómo la marcha a paso de ganso de los golpes militares propició nuevos procesos de cambio y permitió revelar otros en la misma época y con la andadura de las décadas. La historia en toda su manifestación, una corriente eléctrica de didáctica continua” (2013: xvii).

Como son excepcionales los reportajes para periódicos, libros, televisión e Internet del colombiano Gerardo Reyes, uno de los cronistas que más ha mortificado a los poderosos de América Latina y de Estados Unidos al descubrir y contar sus historias no autorizadas, gracias al poderío de su refinado instinto de sabueso.

Reyes, quien hizo parte de la mítica Unidad Investigativa del periódico El Tiempo de Bogotá y ahora es el director del equipo de Univisión Investiga del departamento de Noticias de la Cadena Univisión, por sus trabajos ha recibido notables premios como el Pulitzer en 1999, al integrar el equipo del diario The Miami Herald que realizó la serie Dirty Votes, The Race for Miami Mayor; el María Moors Cabot de la Universidad de Columbia en 2004; y el Ortega y Gasset en 2015, concedido por El País de España, en la categoría Periodismo Digital, al especial titulado “Los nuevos narcotesoros”44, publicado por Univisión Noticias.

Es autor45 de los libros de reportaje y crónica: Made in Miami. Vidas de narcos, santos, seductores, caudillos y soplones (2000), Don Julio Mario. Biografía no autorizada,46 sobre Julio Mario Santo Domingo, quien fue el hombre más rico de Colombia; Nuestro hombre en la DEA (Premio de Periodismo Planeta, 2007), en el cual narra la doble vida de Baruch Vega, un fotógrafo de hermosas modelos que negociaba la libertad de narcotraficantes en Estados Unidos; Vuelo 495: la tragedia ignorada del primer secuestro aéreo en Estados Unidos (2015), Frechette se confiesa (2015), una conversación franca con el polémico embajador estadounidense Myles Frechette en torno a graves sucesos ocurridos en Colombia a finales de los años noventa; y es coautor de Los dueños de América Latina. Cómo amasaron sus fortunas los personajes más ricos e influyentes de la región (2005).

El atrevimiento que tuvo Gerardo Reyes de ponerse a investigar y a escribir sobre don Julio Mario Santo Domingo (1923-2011) y su imperio dinástico, sin su autorización; con quien nunca pudo entrevistarse y quien se negó a contestar sus mensajes y cartas certificadas que le envió durante tres años –además del temeroso silencio de los testigos–, le demandó un arduo trabajo de sabueso consultando archivos públicos y privados, conversando con sus amigos y enemigos bajo toda clase de arreglos periodísticos, puesto que algunos le hablaron con sus nombres y apellidos, otros aceptaron entregarle información sin ser citados, y otros le admitieron sin vergüenza su miedo y le confiaron algunas anécdotas con la condición de que les protegiera su anonimato (Reyes, 2011).

En septiembre de 2002, cuando le faltaban tres meses para ponerle punto final a su libro, Reyes –sin cita previa– se acercó al “reino” donde vivía Santo Domingo, un condominio del 740 de Park Avenue, conocido como la Torre del Poder en Nueva York, esperando que su suerte de periodista lo pusiera de frente con su biografiado para interrogarlo en el vestíbulo del edifico o en la calle.

Pero no tuvo suerte. Los porteros del edificio le salieron al paso y, cortésmente, le dijeron que don Julio Mario no estaba en casa –o no estaba– para visitas.

Meses después en Miami, a donde Reyes regresó con las manos vacías, se enteró de la versión que Santo Domingo dio sobre su visita de periodista impertinente:

[…] El empresario se jactó ante sus amigos de haberme dejado plantado. Dijo algo así como: “Cité a ese ‘h. p.’ al edificio, lo hice esperar y nunca lo recibí”. La envalentonada interpretación del magnate solo me alegró porque confirmaba las imitaciones que amigos y enemigos me hacían de sus ataques de soberbia. Santo Domingo gana siempre, decían, y cuando se siente perdido, desvía la derrota a su pararrayo de turno (Reyes, 2011: 10).

Santo Domingo no logró detener la publicación del libro de Reyes tras intentarlo a través de uno de sus abogados en España. Entonces trató de restarle importancia y de hacerse el desentendido, pero “cuidaba como un cartujo su vida privada y los entretelones de sus negocios”, en “medio siglo de vida empresarial no dio más de una docena de entrevistas”, y era sabido que tampoco le gustaba que otros hablaran de él sin su permiso. Asunto que el ilustrador colombiano Vladimir Flórez, Vladdo, aprovechó en el 2003 para caricaturizarlo en la revista Semana: “¿Quién diablos le dio a usted permiso para escribir una biografía no autorizada?”, pregunta Santo Domingo, apuntando con el dedo a Reyes, y este responde que nadie” (Reyes, 2011: 10-11).

Excepcional, por lo totalizadora así como por la prudente distancia afectiva del cronista con su personaje, resulta Slim. Biografía política del mexicano más rico del mundo (2016), una encarecida pieza de periodismo narrativo para la cual Diego Enrique Osorno se valió de una investigación de ocho años apoyada en archivos históricos, periodísticos y confidenciales de los organismos de inteligencia, en un centenar de entrevistas –con amigos y adversarios–, en viajes a ciudades de su país y del exterior, en seguimientos en actos públicos y privados, y en el testimonio directo de Carlos Slim Helú.

Slim Helú, nacido el 28 de enero de 1940 en Ciudad de México, hijo de un migrante libanés, ingeniero civil que sumó su habilidad para las matemáticas a su visión de negocios para crear un emporio global y convertirse en el primer hombre nacido en el “tercer mundo” que llegó a la cima de la lista Forbes, es descubierto y conquistado para su relato por Osorno desde sus orígenes, sus vínculos familiares y sociales, sus maniobras financieras, sus redes de apoyo, sus contradicciones y sus pasiones personales, que lo acercan a los hombres y lo alejan de los dioses en el contexto de México y de América Latina, un país y un continente habitados por millones de pobres.

Diego Enrique Osorno –a quien Jon Lee Anderson define como un periodista con agallas para meterse a fondo y en carne propia en los asuntos y personajes más poderosos y temibles de su país, entre ellos en los cruentos carteles del narcotráfico–47 pregunta, mira y olfatea todo lo que ve y oye, buscando descifrar y perfilar a Slim Helú, “sin un afán de linchamiento ni tampoco de glorificarlo” (2016: 22), como lo exige el periodismo en el que cree.

Un periodismo de investigación y de narración que no va de afán, sino que hace parte de un proceso que implica un reportaje integrado por diversos métodos y estrategias de indagación, con fuentes de información testimoniales y documentales, así como el aporte exclusivo de sus experiencias en el seguimiento, acercamiento, encuentro y confrontación con el personaje en distintos tiempos, espacios y eventos.

En México muchos saben algo de Slim –dice Osorno–, pero no abunda gente dispuesta a hablar de él con soltura y por eso al mismo tiempo hay más leyendas que retratos del magnate. Así que mientras trabajaba en su biografía no oficial, sus entrevistados se sorprendían de que estuviera investigando al presidente del Grupo Carso. Varios de ellos le advertían que no sería fácil publicarlo porque todas las editoriales tenían mucho miedo a afectar su relación comercial con Sanborns, la mayor cadena de librerías de México (2016: 20-30).

Osorno siguió adelante con su empresa y no dejó que ese tipo de comentarios turbaran su ánimo ni tampoco los que le señalaban todo tipo de riesgos; “riesgos como el que el libro fuera ignorado por los medios al servicio de Slim o incluso –señala– el riesgo de que sus abogados lo aniquilaran legalmente (2016: 20).

Pero ahora que su libro está publicado, el peligro más grande que tiene el cronista Diego Enrique Osorno con su biografía no oficial de Slim Helú –como suele pasar con las biografías no oficiales tanto como con las no autorizadas de los poderosos del mundo–, es que llegue a gustarle más a los lectores que su autobiografía y que su biografía oficial y autorizada por él.

Un peligro inminente por los descubrimientos de su aguda indagación y por la exuberancia de su prosa crónica.

Muy excepcional es el acceso único y permanente que Martín Sivak ha tenido al presidente de Bolivia Evo Morales, desde 1995 cuando lo entrevistó por primera vez hasta nuestros días cuando sigue aferrado al poder.

En su libro Jefazo. Retrato íntimo de Evo Morales48 el cronista argentino mezcla reportaje, biografía y ensayo para darnos cuenta de su experiencia de observador privilegiado al lado de Morales como viajero por África, Estados Unidos, los países de América Latina y cada pueblo y caserío de Bolivia; como candidato presidencial en sus correrías por las plazas públicas; en reuniones del gabinete de ministros y en los encuentros a solas con Gadaffi, Clinton o Chávez; y en situaciones más informales como partidos de fútbol, programas de televisión y comidas con sus familiares y amigos:

En septiembre de 2009 Morales viajó a Nueva York para asistir a la inauguración anual de las sesiones ordinarias de Naciones Unidas. Por primera vez me dijo que ya era tiempo de hacer un balance de su primera presidencia. Camino a Central Park, donde trotaríamos durante una hora desde las 5.45 de la mañana, precisó que la suerte de su gobierno se definió entre agosto y octubre de 2008. […] Más tarde, ya en la suite y frente a un muy estadounidense desayuno de huevos, salchichas y papas, se refirió a la decisión de expulsar al embajador de Estados Unidos. “Yo quería echarlo antes, pero me dijeron que no lo hiciera. Hasta que me mandé nomás” (2014: 333-334).

Estar mucho tiempo y en ocasiones distintas al lado de Evo Morales es la oportunidad que Sivak aprovecha para hacer un retrato indeleble e inusual del gobernante boliviano; algo que no podría lograr mirándolo de lejos o entrevistándolo al modo habitual de sus colegas periodistas, en encuentros programados o en ruedas de prensa.

“Una historia personal”, este es el calificativo que los cronistas Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka le dieron a la semblanza biográfica de Hugo Rafael Chávez Frías (1954-2013), la cual levantaron en formato de libro tras un excepcional trabajo de indagación, interpretación y confrontación con fuentes de información documentales y testimoniales, para presentarnos, “despojándolo” de su uniforme de militar, al hombre, al político y al presidente de Venezuela, amado y odiado con pasión.

Hugo Chávez sin uniforme. Una historia personal (2008) tiene entre sus méritos el de ser un acercamiento biográfico a un personaje cuando todavía vivía. Cuando se estaba llenando del aire que lo transformó en el huracán que azotó a Venezuela, dejándola en estado de coma y dividida hasta nuestros días entre chavistas y antichavistas; un huracán de incontinencia verbal, ideario delirante, ambición, cultivo constante de su propia imagen, decisiones y acciones políticas y gubernamentales autocráticas.

El huracán Chávez llegó al poder como presidente de Venezuela el 2 de febrero de 1999 y años tras año, la enfermedad por cáncer lo fue transformando en tormenta y debilitándolo hasta su muerte, aferrado al poder, el 5 de marzo de 2013.

¿Cómo investigar, describir e interpretar el fenómeno Hugo Chávez sin tener que someterse al contagio que lo idolatra o que lo sataniza?

Para enfrentar esta complejidad –en su caso más acentuada por su condición de venezolanos–, los cronistas resolvieron construir una historia de vida, en clave periodística, a partir de testimonios, de la opinión de personas que habían estado junto a Chávez a lo largo de su existencia; personas que todavía se encontraban cerca de él y otras que se habían distanciado, que en ese momento incluso eran sus adversarios.

El trabajo –explican los cronistas– también los llevó, por diferentes vías, a abundantes materiales escritos, así como a los propios diarios personales y a una parte de su correspondencia juvenil. Entonces –según aprecian– “más que una narración lineal”, su libro “respira una dinámica coral. Se trata de una construcción colectiva de esa experiencia que es Hugo Chávez Frías (2008: 25-26).

De manera premonitoria, cuando los cronistas Marcano y Barrera Tyszka decidieron terminar la escritura de su biografía o “historia personal” de Hugo Chávez, consideraron pertinente hacerlo en un epílogo en el que advirtieron que su personaje ya era “otro” y cada vez estaba “más cerca del mito”: su figura se reproducía en afiches, en fotografías que adornan las oficinas públicas, en pequeñas estatuas en altares populares; hasta en un muñeco con baterías que se destacó entre los regalos de Navidad del año 2005 (2008: 307).

Y, tras su muerte, a uno de sus herederos en el poder –un gobernante inmaduro y autócrata–, Chávez suele aparecérsele en la forma de un pajarito; de “un pajarito chiquitico” y de un “silbido bonito”, como se lo ha contado49 en público a sus partidarios y a los periodistas.

Pero más excepcional es para los cronistas encontrarse con un poderoso que sea modesto, espontáneo y accesible; modesto, espontáneo y accesible en extremo como el expresidente uruguayo José Pepe Mujica; el “presidente imposible” (2011) como lo retrata Josefina Licitra a través de un recorrido crónico por su forma de ser, de parecer y de aparecer que comienza con una visita a su casa situada en los extramuros de la residencia presidencial.

“Acá –informa Licitra–. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, vive acá”. En “una chacra de huesos flacos en Rincón del Cerro: un páramo rural –a veinte minutos de Montevideo– donde el campo es más un esfuerzo que un vergel” (2011).

Allá –cuenta Licitra– Mujica ha recibido periodistas “recién bajado del tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz” (2011).

En la entrada del rancho –describe Licitra–:

[…] hay una cuerda donde cuelgan las ropas de un niño –pobre–; una casucha de ladrillo gris a medio hacer –pobre–; un desmadre de plantas –juncos, pastos crecidos, yuyos–; una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros. Chuchos que circulan con el paso lerdo de los animales viejos y que cada tanto buscan esquinas de sombra allá en el fondo, pasando unos arbustos, en la casa de José Mujica. Allá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, descansa allá: en cuatro ambientes de paredes desconchadas donde hay una cocina, un sillón rojo, una perra de tres patas –la mascota de Mujica es tullida– y una estufa a leña. Desde ese bajo fondo austero, casi marcial, este hombre emergió infinitas veces –primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial– a recibir a la prensa (2011).

Un presidente que sale a recibir a la prensa despojado de las máscaras del poder; unas veces “con alpargatas pero sin dientes”; otras veces “en pijama, con la barba crecida y jugando con su perra manca”. Así de desparpajado ante la mirada de un cronista…

Son casos excepcionales, en todo caso, en la crónica latinoamericana.

Entre los reportajes y crónicas excepcionales que desentrañan las maniobras y los intereses de poderosos de distintas calañas, hay casos memorables como los de María Teresa Ronderos y Juan Diego Restrepo quienes con un coraje inusitado metieron las manos en la hoguera de dos de los frentes más caracterizados del crimen organizado, pudridor y asesino en Colombia: el paramilitarismo y las estructuras mafiosas de cobros y ajustes de cuentas del narcotráfico.

Ronderos en su libro Guerras recicladas. Una historia periodística del paramilitarismo en Colombia (2014), hace un recuento sobre cómo se formó y perduró durante tres décadas, entre finales de los años setenta y el 2006, este fenómeno criminal, que nació bajo el rótulo de autodefensas campesinas y luego con el de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) expandió su terror a todas las regiones del país. El trabajo que la autora define como “narrativo-no analítico” se apoya en una “carga documental” y en la unión de reportaje, crónica y perfil, para conformar un relato que busca “una mirada no judicial del paramilitarismo”, sino “más bien una mirada política que intenta entender cómo pasaron las cosas, por qué pasaron y, sobre todo, aportar a la discusión de por qué Colombia ha reciclado las guerras” (Ronderos, 2014: 28).

Los descubrimientos de María Teresa –directora del Programa de Periodismo Independiente de la Open Society Foundations y ganadora de varios premios internacionales de periodismo como el Rey de España y el María Moors Cabot– tienen el respaldo de las investigaciones que a partir de 2008 hizo junto al equipo del portal Verdadabierta.com, el cual se especializa en escarbar las crudezas del conflicto armado en Colombia y, de manera puntual, en la cobertura del proceso de justicia transicional, conocido como Justicia y Paz, al cual se acogieron varios integrantes de los grupos paramilitares con el compromiso de confesar sus crímenes y entregar bienes para la reparación de las víctimas, a cambio de que la justicia les impusiera penas de máximo ocho años de cárcel.

A pesar de ser un vívido y desgarrador retrato del auge de una clase de asesinos y mafiosos rurales culpables de actos de violencia y crueldad a gran escala –escribe James A. Robinson a modo de presentación–, este libro de María Teresa Ronderos, es también un libro sobre héroes, [porque considera sorprendente] que en medio del caos, la violencia y la hipocresía de la Colombia periférica muchas personas demuestran una valentía y una fuerza extraordinarias al defender sus principios y los de los oprimidos y expropiados, y luchan por una Colombia nueva (2014: 21).

Juan Diego Restrepo –discípulo aventajado de Ronderos, primero como reportero y ahora como director de Verdadabierta.com– en su libro Las vueltas de la oficina de Envigado. Génesis, ciclos de disputa y reorganización de una empresa criminal (2015), explica las circunstancias en las que esta surgió para servicio del narcotráfico del Cartel de Medellín, en los años ochenta; sus trasformaciones en aparato de apoyo a las acciones de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, en los noventa; el papel que, años después, ha jugado en la conformación y articulación de los “combos” y bandas responsables del expendio de narcóticos y la violencia barrial en el Valle de Aburrá e inclusive en otras poblaciones y ciudades del país; la prestación de servicios de protección y su relación con sectores sociales, políticos y económicos; así como su aprovechamiento de la corrupción política, gubernamental, policial y militar.

Durante tres años Restrepo revisó expedientes en despachos judiciales, reconstruyó versiones a partir de distintos casos y cruzó fuentes de información testimonial y documental, para, entre muchos hallazgos, comprobar que la “Oficina de Envigado” inició en 1985 y fue central en las acciones del Cartel de Medellín.

“El nombre de la Oficina viene de los tiempos de Pablo Escobar. Como él se hacía decir doctor, entonces decía que todo doctor tiene su oficina”, narró un exmiembro de esa organización criminal a un equipo de investigadores de la Unidad Nacional de Justicia y Paz en noviembre de 2009 (2015: 29).

La “Oficina”, “flexible como una ameba” –indica Restrepo–, sigue en operación, cambiando de forma, adaptándose al entorno y conservando su capacidad de intimidar con violencia. Precisamente, observa María Teresa Ronderos, la “revelación más interesante” del libro de Juan Diego Restrepo es que constata que una de las razones por la cual la Oficina de Envigado ha conseguido sobrevivir por treinta años, “es que ha sabido ponerse al servicio de poderosos en el mundo legal cuando este, miope, con el pragmatismo que lo ha caracterizado en Colombia, ha decidido que la necesitaban para cumplir una misión urgente” (Ronderos, 2015: 15-17).

Finalmente, tanto en el libro de Ronderos como en el de Restrepo el poder de la crónica salió ileso en su arrojo por despojar de su traje camuflado al poder mafioso y criminal.

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