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Оглавление5. Filosofía y educación en la Edad Media
La educación es la promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, es decir, al estado de la virtud.
Tomás de Aquino, Suma Teológica
La Edad Media no puede estudiarse como una época homogénea, una larga noche de ignorancia y barbarie, como quisieron hacernos creer los ilustrados que le dieron ese nombre.1
A partir de los pródromos del Renacimiento carolingio de Occidente se vuelve a pensar, con los materiales muy limitados salvados del desastre, que hay un esfuerzo de elaborar una nueva cultura de inspiración cristiana, y es sobre todo San Agustín el que llega a ser su consejero, su inspirador, y más que todo el Maestro incontestado.2
Este periodo de la Alta Edad Media continuará llevando el sello de la inspiración agustiniana, del neoplatonismo y de la mística monacal.
En este contexto, Carlomagno (coronado en el año 800) abre una escuela palatina en la que él mismo entra a estudiar; esta escuela se suma a las escuelas catedralicias, conventuales y parroquiales que existían desde hacía varios siglos. El monarca francés trajo pensadores de Irlanda para su escuela. Es necesario señalar que la Iglesia de Irlanda seguía muy de cerca el catolicismo de las Iglesias orientales, y por ello la cultura griega le era más conocida. Junto al severo ascetismo había también una importante educación intelectual: se estudiaba griego, latín, astronomía, dialéctica y versificación. “Hacia el siglo vii, Irlanda se había convertido en el país europeo mejor educado en las letras latinas;3 por este motivo los monjes irlandeses se diseminaron por Europa. Alcuino (730-804) fue uno de los pensadores que Carlomagno llevó a su escuela. En su importante obra Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas, Émile Durkheim informa que “Alcuino se había formado en la escuela de York [donde] había recibido una cultura sensiblemente superior a la que se daba en otras escuelas del continente”.4 Alcuino fue prácticamente, como dice Le Goff, el ministro de cultura de Carlomagno, y había retomado del retórico Marciano Capella (siglo v) el currículo basado en las siete artes liberales (trivium y quadrivium).
Durante el periodo anterior al renacimiento carolingio se hizo un primer intento de síntesis del saber antiguo; de ello resultaron obras como las Etimologías de san Isidoro de Sevilla o Septem artibus de Casiodoro; este dio a conocer las obras de Boecio (siglo v), quien también intentaba retomar el saber antiguo pero ya desde la perspectiva cristiana. De las siete artes liberales, el trivium (gramática, retórica y dialéctica) constituía el currículo básico,5 mientras que el quadrivium (música, aritmética, astronomía y geometría) constituía la educación superior, la cual, según Durkheim, era privilegio de las élites. De todos modos, la astronomía de Alcuino seguía siendo astrología, la aritmética era mística numérica, y la música buscaba las leyes armónicas del universo. El trivium giraba en torno a las artes del lenguaje y el pensamiento; el quadrivium, en cambio, pretendía ir a los principios de las cosas, y no solo al lenguaje. Alcuino también escribió sobre retórica, pero se limitaba, nos dice Durkheim, a una pobre imitación de Cicerón, tal como lo hace en su obra El orador.
Durkheim señala que aquella fue “la época de la gramática”6 (sus modelos eran Prisciano y Donato), mientras que la época siguiente, la de la escolástica, va a ser la de la dialéctica. Paradójicamente, “la dialéctica era lo que los padres de la Iglesia veían con mayor desconfianza”.7 Pero en el periodo escolástico o dialéctico la fe busca razones. Una buena observación de Durkheim es que el interés por la gramática lleva al problema de los universales, el cual va a ser el centro de la controversia filosófica medieval. Gramática y dialéctica conducen a la cuestión de los universales. En el periodo carolingio (que se extiende hasta el siglo xi), el filósofo más destacado es Juan Escoto Erígena; irlandés también, como lo indica su apellido.
Cuando a partir de la mitad del siglo xi la curiosidad teológica renace y toma conciencia de su método dialéctico, es todavía a San Agustín a quien se le demandan los principios con los cuales construir esta ciencia nueva. Él inspira tanto a los primeros grandes doctores, san Anselmo y Abelardo, como a sus adversarios, desde Pedro Damián hasta san Bernardo, pues la escolástica que va a nacer no es toda la Edad Media.8
Con la escolástica nace, pues, un nuevo periodo:
Las cosas cambian cuando a partir del siglo xii la cultura occidental se enriquece bruscamente con el aporte masivo de materiales nuevos de Aristóteles, del cual la primera Edad Media solo había conocido la obra lógica, y es ahora su entera obra, metafísica incluida, la que deviene accesible en latín, traducida del árabe o directamente del griego.9
Si el primer periodo era platónico y neoplatónico, agustiniano y místico, el segundo periodo es aristotélico, dialéctico e incluso, como agrega Marrou, menos literario, menos humanista. Hugo de san Víctor, a quien pasaremos a estudiar, pertenece al primer periodo, aunque está justo en la frontera; Pedro Abelardo y Tomás de Aquino están ya en el periodo escolástico, bajo el poderoso impulso de su dialéctica.
En este periodo escolástico aparecen los intelectuales. Jaques Le Goff, al explicar lo que entiende por ‘intelectual’, indica que estos emergieron en las ciudades:
En el principio eran las ciudades. El intelectual de la Edad Media —de Occidente— nace con las ciudades. [Un intelectual es] un hombre cuyo oficio es escribir o enseñar o las dos cosas a la vez, un hombre que profesionalmente tiene una actividad de profesor y de sabio, en suma, un intelectual es un hombre que solo aparece en las ciudades.10
Le Goff insiste en la importancia de la mediación árabe para el desarrollo de la cultura medieval:
El medio árabe es, en efecto, un intermediario. Las obras de Aristóteles, Euclides, Ptolomeo, Hipócrates, Galeno fueron llevados al Oriente por los cristianos heréticos (monofisitas y nestorianos) y los judíos perseguidos por Bizancio, esos hombres los legaron a las Bibliotecas, y las escuelas musulmanas que las acogieron ampliamente. Y ahora, en un periodo de regreso. Llegan de nuevo a las orillas de la cristiandad occidental.11
Los filósofos árabes conocieron y comentaron las obras de Aristóteles. Averroes las comentó casi todas; Avicena, por su parte, conocía no solo la filosofía neoplatónica y aristotélica, sino también las matemáticas y la medicina.12
Un bello ejemplo de ese espíritu filosófico —pero aplicado también a la educación— es la obra de Abentofail (1163-1184) El filósofo autodidacta. La obra es una novela pedagógica, a manera de lo que los alemanes denominan Bildungsroman. El personaje principal, Hay, queda desde niño abandonado en una isla, solo. El desarrollo que hace Abentofail hace coincidir la evolución del aprendizaje de la especie humana con la del niño que es su personaje central. En efecto, el niño descubre las plantas, los animales, y hace uso de unas y otros para su sobrevivencia. Descubre el fuego, los movimientos de los planetas, etc. Luego comienza a clasificar los minerales, las plantas y los animales, siguiendo una metodología aristotélico-platónica. Reconoce en cada clase de seres las “formas”, y así constituye las especies. Hay una materia cuantitativa que se informa con la forma de la planta, del animal y del hombre, con lo cual reconoce el alma humana.
También observó que cada especie animal posee una cualidad privativa por la cual se separa y distingue de las otras especies, y entendió que esa cualidad o propiedad procede en ella de una “forma” propia, agregada al atributo o “forma” común para todas las especies; y esto mismo sucede con las especies del reino vegetal.13
Asimismo, llega a la idea racional de un Ser creador de todo. Al final el autor hace coincidir toda esta filosofía aristotélica con las enseñanzas coránicas. Hay un momento de escepticismo filosófico cuando el personaje se pregunta si una tarea tan complicada no es más fácil llevarla a cabo con la sola religión, sin la compleja ayuda de la filosofía.
Cuando se hizo cargo de la condición de los hombres, la mayor parte de los cuales no son sino bestias, comprendió que la sabiduría, la rectitud y el orden están contenidos en lo que dijeron los profetas y está escrito en la Ley.14
Hugo de San Víctor:
el Didascalicon
Hugo de San Víctor15 inicia su libro (cuyo título viene de didascalia, que significa “asuntos relacionados con la instrucción” y se asocia también con la paideia griega16) con este principio: “De todas las cosas que se han de buscar, la primera es la sabiduría, donde reside la forma del Bien Perfecto”.17 La idea de que lo primero que es necesario buscar es la sabiduría, según nos dice Iván Illich, es del gramático latino Varrón, quien “fue el primero en definir el aprendizaje como ‘búsqueda de la sabiduría’”.18 La fórmula es, pues, de Varrón, pero Hugo la recibe reinterpretándola a la luz de San Agustín. De hecho, agrega Illich, los textos de Hugo están impregnados del pensamiento agustiniano: “En esta tradición, la labor última del pedagogo se define como la de un guía que ayuda al estudiante a captar el Bien, bonum, que a su vez lo llevará a la sabiduría”.19 La sabiduría la piensa Hugo de San Víctor como remedio para la humanidad caída, fórmula que procede, a su vez, de Boecio: “Las artes y las ciencias reciben su dignidad del hecho de que contribuyen a ser remedios”.20 El aprendizaje y la lectura, que conducen a la sabiduría, son un arte curativo. Los padres de la Iglesia aceptaron ideas de la filosofía clásica como preparación del evangelio.
El libro de Hugo de San Víctor sería literatura propedéutica que ofrece un currículo para los estudiantes, pues él establece cierta división de las disciplinas: “El studium legendi completa la formación del monje, y en este sentido, la lectura será perfecta en la medida en que el monje se esfuerce por alcanzar la perfección”.21 El concepto de humildad también hace parte de esta formación:
El principio de las disciplinas es la humildad [...] y a través de la humildad el lector aprende tres lecciones especialmente importantes: la primera, que no debe despreciar ningún conocimiento o escrito, cualquiera que sea. La segunda, que no se avergonzará de aprender ningún hombre. La tercera, que cuando él mismo haya alcanzado el conocimiento, no mirará a nadie por encima del hombro.22
Si quiere llegar a la sabiduría, el estudiante debe prescindir de cosas superfluas. De San Víctor llega a decir que el filósofo (amante de la sabiduría) debe aprender a abandonar el mundo. Se trata de reglas muy generales para modelar el hábito del lector en su camino hacia la sabiduría, y no como mera acumulación de conocimiento.
Escribe Hugo de San Víctor: “La sabiduría ilumina al hombre para que pueda reconocerse a sí mismo”.23 Mediante el estudio, agrega, el lector se aproxima a la sabiduría, y el propio ‘yo’ se enciende y brilla. Todos los seres tienen su propia fuente de luz. El lector debe exponerse a la luz de la página para conocerse a sí mismo; se encamina así por la senda de la luz, que habrá de revelarle su propio yo. Como se puede apreciar, la máxima délfica “conócete a ti mismo” tiene una larga historia que va desde Sócrates (recogida por Jenofonte) hasta el momento en que vive Hugo de San Víctor.24 Como comenta Illich:
Uno de los grandes descubrimientos del siglo xii es lo que hoy queremos decir cuando, en la conversación ordinaria hablamos del “yo” o del “individuo”. En la constelación conceptual griega o romana esto no podría haber encajado de ninguna manera.25
Hay una gran diferencia entre nuestro punto de partida y el de los sabios de aquella época. “La obra de Hugo asiste a la primera aparición de este nuevo modo de ser. Hugo, una persona extremadamente sensible, experimenta el nuevo modo de identidad característico de su generación”.26 De San Víctor invita a alejarse de la tierra natal y partir para un viaje de autodescubrimiento. Es esta una nueva actitud: partir en peregrinaje hacia el descubrimiento de sí mismo. El amor a la sabiduría lo entiende Hugo como amistad (amicitia). La amistad es un jardín de la vida, un paraíso reconquistado. Vemos cómo se cristianiza la idea platónica según la cual el conocimiento es deficiente sin la amistad.
Hugo de San Víctor recomienda al estudiante que, como lector, debe avanzar en orden: “Ordenar es la interiorización de esa armonía cósmica y simbólica que Dios ha establecido en el acto de la creación”.27 Pero es la historia la que debe poner orden. La búsqueda de la sabiduría se encamina hacia el orden y sus símbolos. El simbolismo medieval no se entendía a sí mismo como algo meramente subjetivo, sino que consideraba que el mundo es en sí mismo significativo. Symboleîn significa ‘reunir’. El universo entero es un vasto simbolismo.
Una vez excluida la creatio ex nihilo, se justifica la asimilación del cosmos a un libro escrito por Dios: el conocimiento de la Escritura y su interpretación vienen a identificarse con el conocimiento en general, no habiendo puntos de referencia externos respecto a la creación divina y a la revelación a través de la Biblia.28
De san Víctor está comprometido con esta tesis, que hace del universo entero un simbolismo.29 Para Hugo, esos símbolos no son mitos, sino “hechos”. En el simbolismo vamos de lo visible a lo invisible.
El orden histórico es diferente del orden que seguimos en el aprendizaje. El lector deberá colocar lo aprendido en su debido orden histórico (se trata del orden histórico de la Biblia; del Génesis al Apocalipsis). El Didascalicon da reglas para que el estudiante progrese ordenadamente. Hugo toma la división de las disciplinas del saber de san Isidoro de Sevilla, para quien Maestro sólo era quien dominaba las siete artes liberales (el trivium y el quadrivium). Siguiendo una regla que se remonta hasta Pitágoras, durante los primeros siete años de vida no se podía preguntar la razón de las afirmaciones del maestro, sino que había que creerlas. Después de este periodo se suponía que uno mismo podía entender esas razones que antes no entendía.
De acuerdo con las recomendaciones de Hugo de San Víctor, es necesario entrenar la memoria para obtener una buena lectura, y para ello se utilizaban distintas estrategias memorísticas. En este sentido se puede decir que de San Víctor recupera el arte de la memoria, que había sido tan importante en la Antigüedad. El bardo unía en su memoria retazos del pasado; Homero era un cantor de este tipo, pero vivió en una época en que ya el alfabeto se había difundido. Platón sostiene que la memoria viva es superior a la escritura, y Cicerón, por su parte, afirma que la memoria abarca todas las cosas. En la retórica, el orador prepara mentalmente el discurso.30 Illich nos dice que “Hugo recupera el antiguo arte del orador y lo enseña como una habilidad de lectura”.31 El entrenamiento de la memoria era un preludio de la sabiduría.
Hugo parece ser el primero en restablecer seriamente el adiestramiento clásico de la memoria y, por lo tanto, fue la última gran figura que propuso la memoria como la única o principal manera de recordar la información.32
Para Hugo de San Víctor hay que ir primero a los hechos históricos, y solo después a la interpretación alegórica:
Primero aprende la historia y confía diligentemente a tu memoria la verdad de los hechos, recordando desde el principio hasta el fin lo que se ha hecho, cuándo se ha hecho, dónde se ha hecho. Y quiénes lo han hecho [...] Y no creo que puedas llegar a ser perfectamente sensible para la alegoría si no tienes antes una buena base en la memoria.33
Es preciso, asimismo, ir de lo corporal a lo espiritual.34 Como para San Agustín, también para Hugo el significado primero de un texto es el literal o histórico: con el sentido alegórico significamos una cosa por medio de otra; y el sentido tropológico es entendido como un decir que prescribe un hacer, una acción.
Cuando Hugo lee, cosecha; recoge los frutos de las líneas. Sabe que Plinio ya había observado que la palabra página, ‘página’, puede referirse a las líneas de los viñedos en conjunto. Las líneas de la página eran los hilos del enrejado que sostienen las viñas. Mientras recoge el fruto de las hojas de pergamino, las voces paginarum caen en su boca; como un suave murmullo si van dirigidas a su propio oído.35
En los monasterios se leía siguiendo el murmullo de los labios. El monje lee y rumia las Escrituras. Bernardo de Claraval, refiriéndose al Cantar de los Cantares, escribe: “lo rumio dulcemente, y se llenan mis entrañas, y mi interior se alimenta”.36 Para el monje la lectura es una forma de vida: ora et labora. La sabiduría la encuentra en el ocio; pero la lectura lleva al descanso del alma. Hugo de San Víctor no hace una fuerte distinción entre teología y filosofía; para él, la luz de la fe y la luz de la razón iluminan el texto. Hugo no desprecia los saberes naturales, pues todos los saberes pueden servir a la sabiduría como búsqueda del bien perfecto. La razón y la revelación son modos de conocer la obra divina. Hay conocimientos que se derivan directamente de la razón y, por tanto, son conocimientos necesarios; otros conocimientos son conformes a la razón, y solo son probables, y otros más están por encima de la razón, y versan sobre cosas admirables. Es objeto de la fe lo que está por encima de la razón, pero también lo que es conforme a la razón. Lo que está por encima de la razón, la fe, no puede ser ayudado por la razón. Lo que compete a la razón es todo el conocimiento natural; lo que compete a la fe es la revelación. Pero la razón no contradice a la fe, porque lo propio de la fe está por encima de la razón.
La nueva tecnología de la lectura y la escritura que surge a finales del siglo xii se convierte inmediatamente en monopolio de los escribas. Los escribas se definen como los cultos, frente a los que únicamente escuchan la palabra escrita, los simples laicos.37
Se empieza a leer con una nueva estructura mental. Esta lectura va a predominar en el mundo de los clérigos; es decir, la búsqueda de la sabiduría ligada a una forma de vida y a la lectura edificante era la de los monjes. El nuevo estilo clerical tiende ya a una forma laica. Ahora comienza la lectura silenciosa y Hugo contribuye a ello. En la Antigüedad la lectura silenciosa era una proeza.
Hugo hablaba a sus alumnos. Un siglo más tarde, Tomás de Aquino les explicaba.
Cuando Hugo hablaba delante de cualquier libro abierto, la página era de pergamino y él hacía comentarios sobre sus líneas. Tomás iba a clase con sus propias notas para la lección. A diferencia de Hugo, Tomás escribía en estilo cursivo apropiado para anotar palabras claves, y lo hacía en papel liso y barato, que no tenía que sujetarse como el cuero rebelde. Los novicios de Hugo leían sus palabras o expresiones (loquela, dicta), pero los estudiantes universitarios seguían la composición (compositio) de Tomás.38
En el siglo xii se fabricaba papel y los artesanos formaban ya un gremio bien establecido. La cofradía de los escribanos utilizaba letras de molde fabricadas en China para editar sus manuscritos con sofisticados adornos para las letras mayúsculas. Hacia finales del siglo xiii los estudiantes ya se habían acostumbrado a copiar lo que el profesor dictaba. El libro portátil es contemporáneo de las grandes construcciones de catedrales góticas. El libro se convierte en texto escrutable. El libro impreso en papel aparece solo unos pocos años antes de la inauguración de las universidades. Sin estos nuevos dispositivos, el papel barato y la tinta, que permiten fijar un texto, no habrían sido posibles los estudios universitarios.
El efecto de esta transformación de la página y el libro sobre la etología y la semántica de la lectura y, por tanto, sobre el pensamiento, fue más importante que el de la imprenta. El principal efecto de esta última invención fue el de mecanizar el procedimiento mediante el cual la página del siglo xii aún se sigue reproduciendo hoy en día. Hacia el año 1240 el libro ya se parecía mucho más en lo esencial al objeto que nosotros conocemos que al libro que Hugo contempla.39
De los gremios de artesanos
al gremio de estudiantes
y maestros: la universidad
Hugo de San Víctor no solo programa la educación sobre la base de las artes liberales, sino que también tiene en cuenta las artes mecánicas. Y Honorio de Autun lo confirma, al señalar que, además del trivium y el quadrivium, enumera la física y la mecánica, por medio de las cuales
los peregrinos aprenden a trabajar los metales, la madera, el mármol, la pintura, la escultura y todas las artes manuales [...]. Noé construyó el arca, enseñó el arte de la fortificación y los diversos trabajos textiles.40
El gran medievalista agrega que los intelectuales se consideraban, en cierto modo, artesanos; su taller era la escuela, el colegio y luego la universidad. Arte es techné, afirma Hugo de San Víctor, recordando la clasificación aristotélica de los saberes. Por su parte, Tomás de Aquino define el arte así: Ars est recta ratio factibilium (arte es la recta razón de lo que puede hacerse), o sea, la aplicación de la razón a lo que debe producirse. El carpintero y el herrero producen artesanalmente; el arte del maestro es la enseñanza, que es también un saber hacer. No es pues casual que, así como las distintas clases de artesanos se asociaban en gremios, también los profesores e intelectuales llegaran a asociarse en un nuevo gremio que se llama ‘universidad’.
La forma normal de asociación era en aquel tiempo la corporación. Con sus estudiantes crearon entonces una corporación, una Universitas; el término técnico para designar toda asociación corporativa. Fue así como nació la Universidad de París, esto es, la corporación de maestros y estudiantes parisinos.41
La construcción de monumentales catedrales, como Nuestra Señora de París, requería de una inmensa masa de artesanos de diferente tipo. Estos artesanos formaron corporaciones o gremios, universitas. Los artesanos ubicaban sus talleres cerca de las catedrales donde trabajaban y allí se reunían también para el cuidado de las actividades del gremio. Estas asociaciones gremiales fueron reuniendo secretos relativos a los oficios que ejercían. El aprendizaje de cada arte o técnica (albañiles, canteros, herreros) se hacía en el taller. Así que los talleres gremiales fueron centros educativos donde se aprendían las técnicas artesanales.
Esto dio pie a que se montara un sistema de calificaciones para la admisión de nuevos miembros, sistema que no era otra cosa que el equivalente técnico del que paralelamente se desarrollaba en las escuelas catedralicias.42
El gremio establecía rigurosas exigencias en el aprendizaje de un oficio determinado para mantener la competencia (o habilidad) en cada arte. Cada nuevo miembro debía someterse a estas exigencias gremiales. Quien quisiera dedicarse a un oficio determinado debía ineludiblemente unirse al gremio correspondiente, y allí tenía lugar el aprendizaje en el oficio. La meta a alcanzar por el aprendiz era llegar al grado de maestro. Este entrenamiento duraba hasta siete años.
Los gremios fueron el instrumento que permitió a la Europa medieval conservar sus conocimientos técnicos, y en muchos casos esos mismos gremios asimilaron y experimentaron nuevas ideas.43
Los gremios fueron creando una literatura propia con los resultados de los conocimientos adquiridos en el taller; incluso se redactaron manuales, como lo hacían los romanos y los griegos. Para conservar los secretos de sus conocimientos adquiridos en los talleres llegaron hasta fundar escuelas propias donde estudiaban los hijos de los artesanos y maestros. Se formó así una doble forma de educación: por un lado, la educación técnica o artesanal de los gremios y, por otro lado, la educación literaria de las artes liberales, más cercana a los clérigos y a los profesores, o intelectuales, como los llama Le Goff.
Pedro Abelardo y el método escolástico
Scholasticus era alguien que enseñaba en la escuela, un maestro. Se trataba de escuelas municipales como las que habían existido en Roma.
En toda ciudad de la Edad Media, lo más probable es que hubiera un Scholasticus con uno o más maestros bajo su vigilancia. El escolástico, clérigo bajo la jurisdicción del obispo, era un maestro con licencia, nombrado y pagado por éste. Podía ser, acaso, la única persona en la localidad que sabía escribir bien. A medida que los negocios y el comercio se iban desarrollando, había gran demanda de sus servicios, y para el siglo xiv un solo escolástico era insuficiente para satisfacer las necesidades de una población. Reforzaba la demanda de escolásticos el hecho de que muchos padres se daban cuenta de que el escribir, la gramática y la lectura eran los mejores medios para emprender una carrera de escribiente. Lo mismo que en la Mesopotamia y el Egipto antiguos, hacerse escribiente se consideraba como medio de mejorar la posición económica y social.44
Sin saber de qué se habla, se suele tomar el término ‘escolástica’ en sentido peyorativo. Pero, en realidad, se trataba de un método, el método escolástico, que fue el que los maestros de artes liberales y de teología implantaron en las escuelas de artes y luego en las universidades medievales. El método escolástico es un método dialéctico, y la dialéctica es, desde Platón, la lógica, y está entre las artes que forman el trivium. Es esta dialéctica, entendida como método, la que tiene preferencia a partir del siglo xii en Europa. Régine Pernoud señala que
Ser estudiante en el siglo xii es discutir interminablemente de tesis y de hipótesis, de mayor y de menor, de “antecedente” y de “consecuente” […]. Pero lo que entonces preocupa a la inteligencia es la dialéctica, es decir, el arte de razonar, considerado en esos tiempos como el arte por excelencia o, como escribía años antes un gran pensador, Rabano Mauro, “la disciplina de la disciplinas; es la que enseña a enseñar, la que enseña a aprender”; en ella la razón descubre y muestra lo que es, lo que quiere, lo que ve.45
La dialéctica enseña a usar la razón como instrumento de búsqueda de conocimientos. Siguiendo a Aristóteles, los medievales vieron en la lógica un instrumento preferencial para la investigación de las verdades naturales: aquellas que la razón humana, por su propio esfuerzo, puede encontrar. Desde luego, para el hombre medieval primero están las verdades sobrenaturales de la fe; pero en este periodo intelectual eminentemente renovador hay un gran interés por la verdad natural de la razón. La dialéctica como método se aplicará también en la teología. Usando la lógica, el filósofo y el teólogo medieval buscarán que no haya contradicción entre las verdades de la fe y las verdades de la razón. Lo nuevo es que no temen avanzar todo lo que es humanamente posible en esa búsqueda de conocimiento racional e incluso de comprensión racional de la fe. La escolástica busca hacer compatible la fe y la razón.
La lógica entendida al modo de la dialéctica “supone discusión, conversación, intercambio. Y bajo esta forma se persigue entonces, en todos los campos, la búsqueda de la verdad: por medio de la discusión, o disputa”.46 Maestros y estudiantes tratan de llegar a la verdad natural (o racional) por la vía de la discusión; esto implica aceptar solo las verdades que hayan sido disputadas, discutidas. La dialéctica enseña a plantear las bases de una argumentación, los conceptos o términos adecuados que deben utilizarse y las formas de razonamiento válido. Dentro de este marco estrictamente lógico es como debe llevarse a cabo la discusión. “La expansión de la dialéctica será tal en el siglo xii, que este método de ‘cuestiones disputadas’ se extenderá a todas las ciencias profanas y sagradas”.47
Pedro Abelardo48 es un abanderado de la dialéctica, “es uno de los que contribuirá a presentar la ciencia sagrada como una exposición sistemática de doctrinas, con definiciones y demostraciones: lo que serán las sumas teológicas del siglo siguiente”.49 Por eso se lo ha denominado “padre de la escolástica”. No es casual que Abelardo haya sido varias veces perseguido, y haya tenido que errar de escuela en escuela hasta crear una a su medida, a la cual denominó El Paráclito, y adonde afluían numerosos estudiantes para seguir las lecciones con el más grande disputador lógico de su época. Este afán de someter todas las verdades al rigor de la dialéctica se vio como un racionalismo que pretendía impugnar el estilo mucho más místico del periodo anterior. De hecho, la forma de aplicar la solución que Abelardo da al problema de los universales fue sospechosa para las autoridades eclesiásticas de su época. Se pensó que su solución conceptualista al problema de los universales lo hacía caer en un triteísmo (considera que la Trinidad serían tres dioses), doctrina condenada por la Iglesia.
¿En qué consiste el problema de los universales? Las palabras y los conceptos son universales, es decir, no designan sólo a un individuo sino a un conjunto de individuos. Pero esto podría ser solo una comodidad o economía de pensamiento necesario para el funcionamiento del lenguaje. Entonces cabe la pregunta: ¿los términos o conceptos universales corresponden a algo en la realidad o son meras palabras? El maestro de Abelardo, Roscelino, sostuvo esto último, es decir, que los universales son solo palabras, flatus vocis. A esta solución se le denomina nominalismo. La forma como la presenta Roscelino es exagerada, pues el nominalismo puede entenderse como la teoría que defiende que los universales están en el lenguaje (y en el entendimiento) pero no en las cosas mismas, en la realidad (dado que las cosas mismas son siempre singulares). Aristóteles había enseñado que el ser como sustancia es individual y que solo la esencia es universal.
La otra solución es el realismo de los universales, que se le atribuye a Platón y tuvo seguidores medievales, como el otro maestro de Abelardo, Guillermo de Champeaux, y antes de él, San Anselmo. Los defensores del realismo de los universales sostienen que estos existen ante rem (previos a la realidad natural); que existen también en el entendimiento y en la realidad natural. Los universales ante rem son las ideas platónicas entendidas como existentes en el mundo inteligible (topos ouranios) o “lugar celeste”. San Agustín da un giro monoteísta a la solución platónica y afirma que las ideas (universales) existen en la mente divina (afirmación en la que muchos lo siguieron). Así pues, el universal ante rem, anterior a la realidad natural, tiene dos formas: la platónica en el mundo celeste, y la agustiniana, que ubica las ideas en el verbo divino. Que las ideas universales existan en el entendimiento humano no parece tener mucho problema. El problema está con lo que el filósofo árabe Avicena denominó “el tercer estado de la esencia”. El primer estado de la esencia es el físico, el ser o esencia en cada individuo. El segundo estado es la idea en el entendimiento. Y el tercer estado de la esencia es la esencia como esencia, o sea, la idea universal pero dada en la naturaleza de las cosas. Según el realismo no existen solo los individuos, existen las esencias como universal in re (en la realidad). Por lo tanto, a las ideas universales del entendimiento corresponde un ser (o esencia) universal en la realidad. Las esencias como universal in re serían los géneros y las especies. Es decir, géneros y especies no serían solo clasificaciones humanas convencionales o arbitrarias, sino que dichas clasificaciones corresponden a la naturaleza de las cosas, pues en ellas se da el universal. La esencia individual es un caballo, por ejemplo. La esencia en el entendimiento es la idea de caballo. Y la esencia universal o tercer estado de la esencia es la equinitas, la especie como tal.
Pedro Abelardo no siguió ni el nominalismo de su maestro Roscelino, ni el realismo de su otro maestro Guillermo de Champeaux (de hecho, a este lo hizo cambiar de opinión en el problema que nos ocupa). La posición de Abelardo se denomina conceptualista. Esta teoría hace de la especie y del género una idea colectiva que el entendimiento concibe por medio de la abstracción. Los universales no son para Abelardo meras palabras; tampoco son esencias celestes. La especie humana está constituida por una serie de individuos parecidos entre sí.
Toda esta serie, aunque esencialmente múltiple, las autoridades en la materia la llaman especie, un universal, una naturaleza, del mismo modo que a un pueblo, aunque esté compuesto de varias personas, se lo llama uno [...]. La humanidad, reunida en las naturalezas de diferentes individuos, se resume en una sola y misma concepción, en una sola y misma naturaleza.50
El entendimiento puede separar lo que en las cosas es particular de lo que es universal.
En el mundo parisino en que se movió Abelardo en su juventud hubo una joven entregada al estudio de las letras y la sabiduría, que se movía con facilidad en los estudios filosóficos. Eloísa estudió sus primeros cursos en Nuestra Señora de Argenteuil, un convento que también tenía su propia escuela.
Su formación fue la de su tiempo: los salmos, la Sagrada Escritura y los autores profanos, que se estudian en clase de gramática y que forman la base del caudal intelectual. Cita sin dificultad a los padres de la Iglesia, y también a Ovidio o a Séneca [...] La curiosidad de su espíritu es ilimitada, puesto que quiso estudiar, no sólo el ciclo completo de las artes liberales, la dialéctica en primer término, sino también, si se cree a Pedro el Venerable, la teología.51
Su tío Fulberto, canónigo de París, se entusiasmó con la inteligencia de la sobrina y le facilitó los medios para su educación. Durante este tiempo Abelardo enseñaba en París con mucho éxito, y entonces el canónigo lo contrató para dar clases privadas a su sobrina. Maestro y discípula se enamoraron: “Bajo el pretexto de estudiar nos entregamos por entero al amor”, escribe el propio Abelardo en su Historia de mis calamidades.
La mujer está, pues, presente, y la aparición de Eloísa junto a Abelardo apoyada por el movimiento de los goliardos que reivindican para los clérigos, incluso para los sacerdotes, los goces de la carne, manifiesta rotundamente un aspecto del intelectual del siglo xii. Su humanismo exige que sea plenamente hombre. El intelectual rechaza todo aquello que podría manifestarse como una disminución de sí mismo. Tiene necesidad de la mujer para realizarse.52
Tomás de Aquino: De Magistro
Con Tomás de Aquino53 llega la filosofía católica medieval a su más alta cumbre. En las primeras décadas del siglo xiii se propagaron por Europa algunas obras de Aristóteles que habían sido descubiertas recientemente. Desde Boecio se conocían solo algunas obras del gran filósofo, Las categorías y Sobre la interpretación, pero fueron los filósofos árabes quienes en aquel tiempo tradujeron y difundieron el pensamiento aristotélico. En efecto, Averroes comentó casi todas las obras del estagirita, y Tomás de Aquino estudió la obra de Aristóteles a través de la traducción del griego al latín que hizo Guillermo de Moerbecke. Solo en el siglo xiii quedó completamente concluida la traducción de las obras de Aristóteles.
Tomás de Aquino es aristotélico; hace una síntesis entre la fe católica y la filosofía aristotélica. El aquinate comentó algunas de las obras más importantes de Aristóteles, en tratados como Comentario al De ánima, Comentario a la ética a Nicómaco, Comentario a la Metafísica. Su obra filosófica más importante es la Suma contra los gentiles, y su obra teológica sistemática más valiosa es Suma Teológica. En su libro De Veritate dedica una sección al tema del maestro: De Magistro, sobre la cual nos detendremos.
El conocimiento humano
Siguiendo las huellas de Aristóteles, Tomás de Aquino piensa que el conocimiento humano comienza con los sentidos y se perfecciona con la inteligencia. El objeto propio de la inteligencia humana es el ser, pero el ser de las cosas sensibles. La percepción aporta el material para la representación del mundo sensible; estas representaciones o imágenes son transformadas por el entendimiento para hacer de ellas ideas de validez universal. Tomás de Aquino reconoce que la percepción no es la causa completa del conocimiento, pues este se extiende más allá de sus bases materiales y sensibles. El entendimiento es activo; su actividad consiste en su poder generalizador y abstractivo. La abstracción separa lo esencial de lo meramente accidental, y separa lo universal de lo que sólo es particular. Por la abstracción el entendimiento supera el conocimiento sensible. A los seres espirituales los conocemos por analogía. Haciendo comparaciones con los seres materiales, podemos deducir los caracteres de los seres espirituales. Esto es claro en cuanto a la esencia de Dios, pues por vía negativa reconocemos sus cualidades; negamos en Dios todas las limitaciones e imperfecciones de los seres materiales.
Tomás de Aquino elabora con mucho detalle la teoría de los grados de abstracción, la cual nos permite ver la ubicación de las diferentes ciencias en el plan total del conocimiento humano. Según esta teoría, vamos haciendo una conceptualización de la realidad en niveles de profundidad y universalidad cada vez mayores. En este sentido, hay tres grados de abstracción:
En el primer grado de abstracción la inteligencia separa (o abstrae) las cosas de la materia individual. Las cosas existen individualmente, pero además existen en la unidad real de materia y forma, como había explicado Aristóteles. En el proceso de abstracción captamos la forma de las cosas sin su materialidad. Dejamos de lado las características individuales de las cosas y reparamos solo en las características comunes o universales. Así, todos los cuerpos tienen extensión, masa, forma o figura. Estas cualidades son percibidas por los sentidos. Prescindimos de la materia individual, pero atendemos a la materialidad de todo cuerpo. En este nivel de abstracción se ubican las ciencias de la naturaleza y la filosofía de la naturaleza. Son las ciencias de lo directamente material, aunque no individualizado.
En el segundo grado de abstracción la inteligencia pasa a otro nivel de profundidad. Ahora prescindimos de las cualidades sensibles de las cosas y retenemos solo su aspecto cuantitativo. La cantidad que hemos obtenido es un puro valor formal, no físico; es el número y las formas geométricas. En este nivel de abstracción se ubican las ciencias matemáticas. En el primer grado de abstracción todavía necesitamos la cooperación de los sentidos; en cambio, en el segundo se trata de un conocimiento más inteligible que sensible. En este nivel el objeto es conocido por la inteligencia como algo cuantificable, divisible, mensurable y numerable.
En el tercer grado de abstracción prescindimos de lo sensible y de lo cuantitativo, pero aún queda algo. Queda el objeto como ser, como existencia, como sustancia. Retenemos la idea trascendental de los seres, el hecho de ser y su esencia. Es en este grado último de abstracción donde podemos averiguar por el ser en cuanto ser. No ya el ser material o sensible, ni cuantitativo, sino el carácter de ser y de ser algo. En este tercer grado de abstracción se ubica la metafísica, la cual no estudia un ser determinado (ni lo sensible, ni lo vivo, ni lo humano), sino lo que es común a todo ser. Aristóteles incluyó también en la metafísica el estudio de un ser especial: Dios. La metafísica aristotélica, como también la tomista, es por ello ontoteología, como bien ha dicho Heidegger.
El maestro, o sobre la educación
En todo ser humano hay un germen de ciencia. Los primeros principios son razones seminales, y
cuando de estos conocimientos universales la mente es conducida a que conozca en acto lo particular, lo que antes era conocido sólo en potencia y de un modo casi universal, es cuando se dice que alguien logra saber.54
El saber preexiste en quien aprende como una potencia activa (no solo pasiva). Esto se muestra por el hecho de que un ser humano puede adquirir el saber por sí mismo.
Tomás de Aquino distingue entre saber por invención y saber por enseñanza: el saber por invención ocurre cuando la razón llega por sí misma al conocimiento, mientras que el saber por enseñanza se da cuando la razón es ayudada desde el exterior. El arte actúa de modo análogo a la naturaleza: “El que enseña conduce al otro a saber lo desconocido, tal como alguien mediante la invención, se conduce a sí mismo al conocimiento de lo desconocido”.55 La enseñanza se hace por medio de signos, es decir, por medio del proceso discursivo de la razón. De este modo un ser humano enseña a otro, y “es su maestro”.
Igualmente, el saber se hace por demostración, la cual parte de principios evidentes (lo contrario de esto sería una opinión). Lo que se sigue de los principios primeros es cierto. El conocimiento de los primeros principios es una luz que Dios infunde en nosotros; por eso se puede decir que Dios enseña y es nuestro maestro (con la diferencia de que Dios enseña en lo interior, y el hombre en lo exterior). Conocemos por el proceso demostrativo, que parte de los principios evidentes; el signo es solo un medio de conocimiento. “El conocimiento de los principios y no el de los signos, es el que produce en nosotros la ciencia de las conclusiones”56 (esta es una tesis que habíamos constatado en San Agustín). Según Tomás de Aquino, la enseñanza se hace a partir de un saber preexistente, y de ahí se crea en el discípulo un saber semejante al del maestro. El maestro ayuda a la luz de la razón a perfeccionarse, “mediante lo que exteriormente se propone”.57
En cuanto a la sabiduría, para Tomás de Aquino esta consiste en la posesión de las formas inteligibles. El maestro describe las formas inteligibles mediante signos (las palabras), y el discípulo las recibe por medio de la enseñanza. El entendimiento agente acoge esos signos y los descubre al entendimiento posible:
El hombre que exteriormente enseña no infunde la luz inteligible, sino que es causa, en cierto modo, de la especie inteligible, en cuanto que nos propone algunos signos de las intenciones inteligibles, que nuestro entendimiento recibe de aquellos signos y los guarda en sí mismo.58
Es necesario que el maestro ame al discípulo, lo cual es fundamental en el desarrollo de la vida del estudiante. Se trata del amor de benevolencia o amor de amistad.59 El maestro es amigo del discípulo (socius carissimus). Para ello es necesario formar a los maestros, y no solo instruirlos. La educación es comunicación del saber, pues el conocimiento no es propiedad privada de nadie y el saber pertenece a todos. Su discípulo Guillermo de Tocco nos dice que Tomás enseñaba con cerebro y corazón:
Con cerebro dio a entender con profundidad, claridad, orden, brevedad, fuerza integradora, con un “modus discendi compendiousus, apertus, et facilis”. Enseñar con el corazón desde el amor de benevolencia. Así lo describe G. de Tocco: “Penetración para comprender, capacidad para retener, método y facilidad para aprender, sagacidad para interpretar, y gracia abundante para expresarse”.60
El maestro enseña a pensar y razonar. “El discente tiene que ser activo y digerir lo oído, creando y aplicando vitalmente lo que oye y crea. Con ello, el de Aquino se hizo eco del aforismo educativo: Non schola, sed vitae”.61 Como para San Agustín, el modelo del maestro y del discípulo es para Tomas de Aquino el maestro por excelencia: Jesús, “Maestro interior que ilumina al exterior”.62 La luz del espíritu divino se derrama sobre el maestro. El maestro debe practicar las virtudes intelectuales que Tomás aprendió de la ética de Aristóteles: Inteligencia, o intuición de los primeros principios; Ciencia, o hábito de las conclusiones que se siguen de los principios; Sabiduría, que juzga los primeros principios. Entre las virtudes éticas, la justicia es la virtud fundamental de la convivencia social. Y la educación debe hacerse en la justicia y por la práctica de la convivencia social. Decir la verdad es un principio ético de la educación.
Tomás de Aquino distingue la mera curiosidad, que busca descubrirlo todo, de la studiositas, el estudio ordenado y prudente. Además, el aprendizaje debe ser tan alegre que parezca un juego; Tomás denominó a esto último eutrapelia, que significa jovialidad. Cuando la educación no es jovial, es agreste y desagradable (duri et agrestes).
El maestro es un agente artificial unívoco que se limita a ofrecer al discípulo la materia de la ciencia dispuesta de tal manera que el discípulo pueda elaborar la ciencia por sí mismo, utilizando la luz de su intelecto.63
Conclusiones
Tomás de Aquino define un equilibrio nuevo entre razón y fe. Las verdades supremas que deben ser enseñadas ya se conocen por revelación divina; estas verdades conciernen a la salvación del alma. A la inteligencia humana concierne el conocimiento de la esencia de las cosas del mundo sensible. Y en ese conocimiento del mundo empírico la razón y los sentidos pueden desenvolverse libremente. Desde luego, no puede haber contradicción porque en última instancia Dios es el autor de ambas formas de la verdad, la que viene de la fe y la que viene de la razón. Como en Agustín, el maestro interior sigue siendo el divino maestro, el principal; pero Tomás de Aquino concede mayor importancia al educador humano que la que le concede el obispo africano. Si hay un mundo sensible que la inteligencia y la experiencia puede conocer, también hay una tarea educativa que el maestro despliega en ese amplio orbe del conocimiento humano.
La filosofía escolástica continuó su desarrollo y se enseñaba en las universidades europeas de la época. Pero poco a poco tiende al estancamiento y a las meras disputas verbales sin calar en el enigma de las cosas. Duns Scoto y Guillermo de Ockham mantuvieron vivo el espíritu creativo, pero el nominalismo ockhamista hace cada vez más mella en la ya encanecida escolástica. El rey Luis XI prohíbe
en 1474 la enseñanza de los modernos, que son los nominalistas.
Los más activos son tal vez los discípulos de Scoto que intentan en vano conciliar un criticismo cada vez más verbal con un voluntarismo fideísta cada vez más nebuloso. Ellos serán las víctimas favoritas de los ataques de Erasmo y de Rabelais que con su ironía y su sarcasmo abrumarán a los escotistas, prototipo de los escolásticos.64
Es esta renovación de la vida civil y la educación lo que trae el Renacimiento, el cual pasaremos a estudiar en el siguiente capítulo.
Acerca del nombre y los enfoques sobre la Edad Media, ver Gonzalo Soto, Filosofía medieval, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2007.
1 Henry Marrou, St. Agustin et l’augustinisme, París, Seuil, 1978, p. 175.
2 Robert Holmes Beck, Historia social de la educación, México, Uteha, 1965, p. 43.Émile Durkheim, Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas, Madrid, La Piqueta, 1982, p. 73.
3 “En Roma se llamaba trivialis scientia a la ciencia elemental que enseñaba el literato”. Ibíd., p. 79.
4 Ibíd., p. 87.
5 Ibíd., p. 86.
6 H. Marrou, Óp. cit., p. 159.Ibíd., p. 170.
7 Jacques le Goff, Los intelectuales en la Edad Media, Barcelona, Gedisa, 2006, pp. 25-26.
8 Ibíd., p. 32.
9 Una síntesis de estos autores árabes puede verse en mi libro La filosofía: sus transformaciones en el tiempo, San Juan/Santo Domingo, Isla Negra, 2006, cap. 22.Abentofail, El filósofo autodidacto, José Berga (ed.), Madrid, Ediciones Ibéricas, 1965, p. 60.
10 Ibíd., p. 103.
11 Hugo de San Víctor (1096-1141) fue filósofo, teólogo y místico. Nació en Hartingham (Sajonia), y fue abad del monasterio de San Víctor. El Didascalicon es una de sus obras más importantes.
12 El término docere significa en la Iglesia latina ‘enseñar’, pero se asociaba también a predicar e instruir.
13 Iván Illich, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon, de Hugo de San Víctor, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 17.
14 Ibíd., p. 18.
15 Ibíd.
16 Ibíd., p. 20.Ibíd., p. 25.
17 Ibíd., p. 26. El término disciplina también se usa en latín con el sentido de paideia (educación, pero llega incluso a significar guía, corrección).
18 Ibíd., p. 28.
19 Pierre Courcelle, Connais-toi toi-même, de Socrate à Saint Bernard, París, Études Ausgustiniennes, 1974.
20 I. Illich, Óp. cit, p. 34. Illich advierte, sin embargo, que no está sugiriendo que el ‘yo’ moderno haya comenzado en el siglo xii.
21 Ibíd., p. 35.Ibíd., p. 44.
22 Maurizio Ferraris, Historia de la hermenéutica, México, Siglo XXI, 2007, p. 25.
23 Esta es también la línea de pensamiento de Dionisio Aeropagita.
24 Illich aprovecha para decirnos que en la actualidad, época de las computadoras, estas técnicas memorísticas han desaparecido. “El arte de la memoria está profundamente entrelazado con el arte de la lectura”. I. Illich, Óp. cit, p. 59.
25 Ibíd., p. 60.Ibíd., p. 63.
26 Ibíd., p. 69.
27 “La historia no tenía un lugar en las artes liberales y, consecuentemente, tampoco en el curriculum universitario posterior”. (G. A, Zinn, citado en Illich, Óp. cit., p. 86). Hugo de San Víctor recurre a la historia para la interpretación literal del texto bíblico. Pedro Abelardo, en cambio, afirma que el significado de un texto de las Escrituras debe ser constante en el tiempo para que sea un enunciado de fe.
28 I. Illich, Óp. cit., p. 78.
29 Ibíd., p. 77.Ibíd., p. 113.
30 Ibíd., p. 121.
31 Ibíd., p. 151.Citado en Le Goff, Óp. cit., p. 66.
32 Émile Durkheim, Educación y pedagogía, Inés Elvira Castaño y Gonzalo Cataño (trads.), Buenos Aires, Losada. 1998, p. 159.
33 James Bowen, Historia de la educación occidental, vol. II, Barcelona, Herder, 1992, p. 77.Ibíd., p. 78.
34 R. H. Beck, Óp. cit., p. 59.
35 Regine Pernoud, Abelardo y Eloísa, Madrid, Austral, 1973, p. 13.Ibíd.
36 Ibíd., p. 22.
37 Pedro Abelardo (1079-1142) nació en Le Pallet (Nantes, Francia). Estudió en París y fundó una escuela para enseñar sus propias doctrinas en Melun, la cual trasladó luego a Corbeil. Volvió a París para estudiar con Anselmo de Laon. Fundó otra escuela en santa Genoveva, donde tuvo mucho éxito. Se enamoró de Eloísa y se casó con ella, pero ambos decidieron vivir separados en conventos. Fue perseguido por Bernardo de Claraval, y sus doctrinas fueron condenadas por los concilios de Soissons (1121) y de Sens (1140). En Historia de mis calamidades cuenta su amorío con Eloísa; se conservan también las cartas que ambos amantes intercambiaron.
38 R. Pernoud, Óp. cit., p. 95.Victor Cousin, citado en: Ibíd., pp. 102-103.
39 R. Pernoud, Óp. cit., p. 48.
40 J. le Goff, Óp. cit., p. 51.
41 Tomás de Aquino nació en el castillo de Rocaseca, cerca de Nápoles, el 7 de marzo de 1225. Estudió en el monasterio benedictino de Monte Casino y luego en la Universidad de Nápoles. Ingresó en la orden de los dominicos. En París tuvo como maestro a San Alberto Magno, y con él continuó luego a Colonia. Enseñó en París y fue también maestro en la corte pontificia. Murió en el monasterio de Fossanova, en 1274.Tomás de Aquino, De Magistro, San José de Costa Rica, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1987, p. 46.
42 Ibíd., p. 47.Ibíd., p. 48.
43 Ibíd., p. 49.
44 Ibíd., p. 50.
45 El amor de benevolencia fue definido por Cicerón como “un sumo consentimiento en las cosas divinas y humanas con amor y benevolencia” Citado en Gonzalo Soto, Filosofía y cultura, Medellín, Universidad Pontifica Bolivariana, 2006, p. 23.
46 Ibíd., p. 29.
47 Ibíd., p. 25.Ibíd.
48 Óscar Mas Herrera, “Prólogo” a Tomás de Aquino, De Magistro, San José, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1987, p. 39.
J. Le Goff, Óp. cit., p. 138.