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Y
LETRA

Yo

Yo

Al decir “yo soy”, es probable que una ligera sonrisa nos cruce el rostro, como un rastro de satisfacción, de conformidad o de autocomplacencia. Si se dice “tú eres”, todo se vuelve meridiana claridad y, tal vez, al mismo tiempo, ofensa, injuria, degradación. También es posible escuchar “nosotros somos” y entonces un tendal de hojas y frutos se desmorona desde lo más alto hacia la tierra seca, donde suelen percibirse los alaridos de los ausentes. Por ello la lectura. Sucede que yo soy y no soy algunos de los personajes que encuentro al leer. No se trata de mi apego o desapego a la identidad de ellos, de lo entrañable o lo detestable de algún carácter o de un rasgo o perfil que me acerque o me aleje de tal o cual composición literaria. Es más bien una vida –o una porción de la misma, o un fragmento de varias de ellas– lo que provoca una alteración en la mía, durante un tiempo impreciso que nada tiene que ver con la duración de la lectura, sino con su azarosa intensidad; y no es la nitidez de la historia en sí, sino algo que –con cierto pudor e imprecisión– podríamos llamar su atmósfera. Sobran ejemplos de esto, ahora mismo, en los libros que estoy leyendo, en los que he leído, en aquellos que otros han leído. Supongamos: un hombre con labio leporino atraviesa Sudáfrica en llamas. No tengo labio leporino, no conozco Sudáfrica ni siento el ardor del fuego. ¿Qué importancia tiene? No lo soy, pero podría serlo. Y ese “podría” lo cambia todo, lo puede todo. “Podría” no es poder: es temblor, es incógnita, es casi, es quizá. No se dice que soy en efecto ese hombre, sino que tal vez pudiera serlo, en algún pequeño fragmento o totalmente. O bien un niño prodigio canta, recita y es amado. No soy ese niño, no soy prodigio, no canto ni recito ni soy amado como él. ¿Debo serlo para conmoverme? ¿Debo ser exactamente lo escrito, lo representado? Ese niño deja de ser niño, deja de cantar con voz afinada, deja de recitar, deja de ser amado. No, no soy yo. Y, sin embargo, otra vez podría serlo en un instante de su travesía y de mi lectura, en un pequeño gesto de reconocimiento, en una mirada perdida y tal vez reencontrada. O también, aquel hombre en la Segunda Guerra Mundial, en medio de una trinchera, ese olor nauseabundo, el imposible regreso a casa, la mujer que espera, la muerte que también espera. ¿Quién soy, qué soy? ¿El olor, el agobio, el hogar, la muerte, el hombre, la mujer o el gesto de la espera? Una vez más: no lo soy, pero quién sabe si no podría serlo. Porque, cuando leo, yo no soy nadie ni nada, o bien dejo de ser algo o alguien aunque, quién sabe, mientras dura la lectura, quizá “podría llegar a serlo”.

De haberlo escrito antes

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