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Vagabundo

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No, nada mendigo, nada procuro, no exijo nada, apenas si merodeo como una estrella apagada y rastrera por los suelos de la ciudad vacía o como un falso profeta de una religión desquiciada. No me hace falta un baño, ni comida, ni agua, ni centavos, ni el resguardo de una cama estrecha de falsa madera. Todo está al alcance, afuera, si uno es hábil y discreto para obtenerlo. Esto lo aprendí de los perros y de algunos niños que vagan por aquí. La lluvia, aunque finísima y esporádica, sirve para limpiar el cuerpo y apaciguar la sed de las entrañas; en las calles, a cierta hora, hay más desperdicios que enamorados; dormir, se duerme en cualquier parte, incluso cuando despertamos. Y aunque me echen de las esquinas invisibles de las catedrales, de los recovecos de los edificios, de las superficies terrosas de las plazoletas y de la vista ciega de los desdichados y comedidos, nada malo hago, nada malo pienso, no estoy en contra ni a favor de nadie, a nadie robo nada. Solo intento el desamparo, la vida fuera, ninguna obligación ni pendencia; yo perdí el trabajo hace dos décadas, mi familia está repartida entre cuatro cementerios, me enamoré una sola vez, eso creo, y nada más deseo que no desear más nada, a no ser la poca luz de la próxima mañana y que este cuerpo mío, acuchillado y abrasado por el fuego de esos extraños jóvenes a quienes no dirigí ni siquiera una palabra, no siga ulcerándose tanto ni sangrándome demasiado.

De haberlo escrito antes

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