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Homilías de gozo
Tercer sermón

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Quien se jacta de sus platas

gana amigos entre las ratas


Salmo clemenciano


Queridos hermanos míos, yo Juanelí Ortuño, nieto de Clemencia Osejo, confieso ante ustedes que no conocí a mis padres, pero tuve conmigo, gracias a la bendición de Santata, a mi Abuela la Profeta. He sido como un matorral solitario. Mi madre cometió el error de no fijarse bien en la cara del hombre que me engendró y cuando yo tenía tan solo un año me dejó con mi Abuela y se fue a Hollywood, con el único propósito de convertirse en una famosa actriz. Pero algo le pasó de camino y tuvo que quedarse en la capital. Ahí la contrataron en un lugar llamado Naiclú. Ahí, queridísimos hermanos, en los buenos tiempos la gente le aplaudía y dicen que muchos querían estar con ella y he aquí que ella, hermanos, era casi una diva que hacía tener sueños celestiales a los fans que la seguían.

Pero no estoy predicando ante ustedes para hablarles de esos asuntos personales. Les predico, amados hermanos, para contarles la vida y obra de la Profeta Clemencia Osejo, mi Abuela. Yo me crie con esta vieja rascapulgas, mujer de agallas y así espuelas, que me enseñó a vivir y a sobrevivir en este mundo. Nadie, ni el mismo Nerón o Edipo han tenido la fortuna de compartir su vida con una mujer tan humilde y orgullosa.

En verdad les confieso, hermanos, que durante mi vida he conocido muchas aflicciones. Y aquí está con nosotros Jacharrata, hermanos, que anduvo conmigo en aquel entonces y no me deja mentir. ¿Verdad, hermano? A usted le consta que no terminamos la secundaria, que yo llegué hasta tercero y usted hasta cuarto. Usted es testigo de que yo tuve que salir de la escuela, hermanos, porque al director una tarde se le metió entre ceja y ceja expulsarme del colegio. ¡Maldito! Algún día le caerá la maldición del Cocodrilo y nunca más, nunca más, hermanos, volverá a tener gozos celestiales. En todo caso, hermanos, el de arriba no escoge a los que tienen títulos universitarios. No, hermanos, los que tienen títulos creen que lo saben todo y no se dan cuenta que los verdaderos misterios del universo están ocultos y no se dan cuenta, hermanos, que los intelectuales están perdidos como el niño que buscaba la Llorona. Santata, en verdad, escoge a los más tontos, y los hace astutos escribiendo verdades en su corazón. Elegidos como yo no necesitamos leer libros sagrados. Porque, aunque digan por ahí que los libros sagrados vienen del Rey de las alturas, en realidad son escritos por los hombres. Son letra muerta, hermanos. Letra que mata. Los elegidos sabemos que en el mudo lo que hay son canturas porque las canciones, hermanos, son los cantos para Santata y las canturas son los cantos para los hombres. Hay por lo tanto cantores y cantantes o canturantes (los de las cosas de los hombres). Y hay una razón más, amados míos, la palabra canción, es sonido sagrado, porque deriva de Can que significa Rey o sea Santata y de Sión, monte donde el Todopoderoso habló, y por lo tanto estamos, hermanos, ante el monte del sonido sagrado. Lo ven, hermanos, canción significa canto santo para el que está en lo alto. Lo ven. Hasta la definición es musical. Estas cosas, hermanos míos, yo las sé, sin haber leído muchos libros porque Santata las escribió en mi corazón y me ha encomendado decírselas para que todos tengan luz y vivan eternamente, porque estas cosas no las saben los hombres de la ciencia, porque los hombres de la ciencia, al igual que los cantantes, en vez de sabiduría lo que producen es sabiduras, hermanos, sabiduras terrenales. Benditos sean los grandes senos de mi Abuela, hermanos. Benditos sean, Benditos sean, Beeeenditos seeean, hermanos. Repitan conmigo: Benditos sean, Beeeenditos seeean.

Y he aquí que ocurrió, por aquellos días, que una noche Abuela la Profeta, se levantó dando gritos, corrió por el zaguán a la cocina, llenó una palangana de agua y así, con el camisón de dormir puesto, se bañó desde la cabeza a los pies. Algunos de los huéspedes se levantaron y corrieron asustados pensando que se trataba de algún pervertido que había querido abusar de la vieja. Pero Abuela, empapada y aún con la palangana en sus manos, los calmó diciendo: «Tranquilos, ¿nunca han visto una vieja en cueros?»

Y he aquí, hermanos, que luego nos contó que cuando estaba en lo más profundo de su sueño tuvo una pesadilla. Soñó que se le presentaba el cura de Santalucía echando fuego por su virilidad y que la perseguía para quemarle el brazo, y entonces ella, hermanos, salió huyendo por los montes como una gallina a punto de ser alcanzada por coyotes. Y el cura, qué barbaridad, le gritaba que él lo único que deseaba era confesarla, que no huyera. Pero la anciana huía porque he aquí, queridísimos hermanos míos, que la intención de aquel hombre era quemarla viva. Y sucedió que el cura logró alcanzarla, apuntó su virilidad al brazo de la anciana y lanzó una llamarada que la cubrió por completo. Entonces la salida de la Santa Profeta fue buscar agua para apagarse. Y cuando despertó, un chorro de agua fría le bajaba por la espalda como un alivio sagrado. No se rían, por favor, hermanos, esto es muy serio y de mi Abuela no se burla nadie. La pobre vieja solo trataba de salvar la vida, pero los huéspedes no entendieron el gesto milagroso de este hecho. Ellos, herejes y no iniciados en las cosas del más allá, regresaron a sus cuartos muertos de risa y haciendo comentarios sobre la anciana, la virilidad ardiente del cura y la palangana de la media noche refrescando el ansia de la viuda.

Y fue tal el ridículo en que quedó frente a todos los que ahí estaban, que esa misma noche Abuela tomó una decisión que iba a ser trascendental en mi vida. Decidió que se iría definitivamente a vivir al Bajo de los Guindos, donde vivían cuatro de sus hijas. Decidió que iba a abandonar de una vez por todas aquel lugar a donde a veces llegaban hombres exhibicionistas que andaban desnudos por la casa y que a veces, hermanos, de por sí ni pagaban bien las curaciones de ollecarne que ella les hacía.

Queridos hermanos, reunidos aquí esta tarde, traten de memorizar lo que estoy diciendo, pues he aquí que mi mensaje es más profundo que cien viudas quemándose las ganas, es más profundo que un desfile de muchachos marchando al pelotón de fusilamiento. Aquella decisión de Abuela debe ser interpretada como un llamado a la transformación. Es ese llamado que hoy necesitan los pecadores. El llamado que todos los pobres de espíritu han estado esperando desde hace muchos siglos.

—¿Y cuándo nos vamos, Abuela? –le pregunté ansioso.

—En cuanto venda este mierdero, m’hijo –sentenció la vieja, y sus palabras fueron como un sermón en el Olimpo.

Entonces, hermanos, he aquí que mandó poner un rótulo al frente para anunciar la venta. Todavía no tengo muy claro qué tipo de negocio era el que tenía Abuela. Lo que sé es que se lo había dejado el finado Francisco Ortuño. Ahí ella hospedaba peregrinos a los que vendía sus famosas ollecarnes y preparaba curaciones con las yerbas que solo ella conocía.

A la semana siguiente apareció Misael Mendoza, un viejo con mucha plata pero tacaño como ningún otro. Dicen que no se bañaba para no gastar agua ni jabón y menos guardar la plata en un banco por miedo a que se la fueran a quitar. Los únicos que sabían dónde guardaba los billetes eran unos ratoncillos que quién sabe cómo se metían a la casa. Y he aquí, hermanos, que los malditos roedores de vez en cuando le quitaban billetes y he aquí que el viejo se ponía de los diablos. Juró que mataría a los ratones, ratas, perros, gallinas y caballos, si era el caso, con tal de evitar que aquello continuara. Y sucedió que les ordenó a sus hijos que buscaran bien los animales para matarlos y mientras estaban en la cacería casera, nunca supieron cómo, uno de los ratones se robó otro billete.

Y esto, hermanos, fue lo que provocó que don Misael decidiera invertir su dinero. Y claro, dándose cuenta de lo tonta que era mi Abuela, según él, inmediatamente la vino a buscar y le ofreció la mitad del precio que Abuela le propuso. Y la vieja, ni lerda ni zurda, inmediatamente, con una sonrisa de cana a cana, cerró el trato, escupió una cuecha de tabaco al suelo y dijo: «Pues entonces jale donde el licenciado don Jesús Calvo y arreglamos los papeles».

Me hubiera gustado que todos ustedes, hermanos, hubieran visto la cara del viejo. Se le apagó el cigarro, sudó unas gotas gruesas que olían a canfín. No le quedó más remedio que escupir también, pues no podía echarse para atrás ante la decisión tomada y menos frente a una mujer. Tal vez ahora eso de la palabra no es tan importante, pero en verdad, hermanos, en aquel tiempo hubiera sido un verdadero ridículo si no cierra el trato. La palabra en aquel entonces era la palabra.

«Este viejo idiota piensa que porque una es vieja y tonta pa’ los tratos me iba a poder echar. Mírela, Juanelito –me dijo Abuela, y ponía el dedo gordo así entre el índice y el pulgar–. Más sabe el buey cuando lo han enyugado mucho que aquel que apenas acaban de caparlo. Esa casa tiene las paredes tan podridas que ya no vale nada».

Y Clemencia Osejo, hermanos, viuda de Francisco Ortuño, se carcajeó de la idiotez de Misael Mendoza.

Aconteció, hermanos, que Abuela la Profeta, alistó maletas, guardó bien sus vestidos carmelos con todo y escapularios y rosarios. No olvidó los frascos con las milagrosas sustancias, las cartas de Tarot, los ungüentos antirreumáticos, la güija y los demás tiliches. Envolvió el dinero en un pañuelo y se lo acomodó en el buche, justo en medio de sus benditos senos. Según ella, hermanos, ahí estaba más seguro que en cualquier banco del mundo. Y ocurrió, hermanos, que salimos para el Bajo de los Guindos, un barriecillo a las afueras de la ciudad, el barrio que iría a recibir a la Santa Profeta y a este Elegido que les habla. El terreno había sido de mi bisabuelo y ahí mis tías habían construido tres casas.

Allá en el centro de la ciudad había quedado, hermanos míos, la casona, sin las ollecarnes y los mejunjes de Abuela, con unos cuantos peregrinos aún hospedados y los cuartuchos cayéndose de viejos. Todo quedó triste, con un vacío de nostalgia, sin gozo, como si aquello fuera un presagio de las cosas que habrán de ocurrirle al mundo, muy pronto, hermanos, muy pronto.

Los peregrinos recibieron como un balde de agua fría la noticia del viaje. Muchos, hermanos míos, no aguantaron las lágrimas y en medio de una gran conmoción, una lluvia de abrazos y manos levantadas nos despidieron del poblado de Santalucía. Y sucedió que también Pulgaloca y Jacharrata vinieron a despedirnos. ¿Se acuerda, hermano Jacharrata, cómo lloramos? ¡Qué momento aquel más triste, hermanos! Y he aquí que Abuela hizo una predicción, que la cito para que vean hermanos, que no estoy bateando, que la vieja tenía al que todo lo puede en el corazón. Predijo, ese día, que muy pronto Jacharrata y yo nos iríamos a encontrar de nuevo. Claro que ella entonces los llamaba por sus nombres de paganos. ¿Se acuerda, Jacharrata? Y ya vieron ustedes, amadísimos míos, como más adelante nos encontramos para que se cumpliera la profecía.

En un camión que servía de taxi carga cupieron nuestras pocas cosas y media hora después, hermanos, ya estábamos en el Bajo de los Guindos. Los familiares nos estaban esperando. Ahí estaba la tía Toña parada en la puerta con su gran panza y su delantal pintado de achiote. Junto a ella, hermanos, estaba su hija, la hermosa Rita, la trompuda prima que había salido totalmente contraria a su otra hermana, sor Carmelita, la tonta que desde hacía dos años se había ido al convento de los pies pelados o algo así.

Estaba también esperándonos la estéril tía, Ana Imelda, la única casada de toda la familia, que pudo pescar a don Fermín Conejo, un tipo bizco y de mal aliento, pero con una gran virtud, tenía una yunta de bueyes con carreta incluida, y mi tía, la interesada, se casó con él, porque dónde iba a encontrar alguien con vehículo propio. Y sucedió que también salió a recibirnos la tía María Julia, la que aspiraba a ser Miss Universo y se volvió loca cuando descubrió que una gorda y con dos hijos, por más tonta que sea, no tenía posibilidades de alcanzar ese título. Ella es la madre de José Alberto, un muchacho taciturno de la misma edad mía al que desde niño todos los familiares solíamos decirle Caraco, por lento y por baboso, pero que con el tiempo se convertiría en un tipo inteligente y audaz y andaría conmigo, fiel a las enseñanzas de Abuela. El único, hermanos, que nunca me ha fallado. De vez en cuando, hermanos, Caraco viene aquí y me acompaña. Él es uno de los pocos clemencianos de corazón que hay en la familia. El otro hijo de María Julia es Jenarillo, un año menor que Caraco, pero con ínfulas de pícaro incontrolable. Casi desde el principio me cayó mal y he aquí que no me equivoqué. Le decíamos el Piraña, por hijueputa que era. Perdón, hermanos, por usar esta palabra, pero créanme, no hay otra más apropiada. Soy un hombre santificado y no puedo pecar, pero debo decir la verdad, aunque parezca grosera.

Y allá, amadísimos hermanos, al fondo asomándose por una ventana estaba Mariana, con los mismos pantalones cortos y deshilachados de siempre. Ella era la más joven. Cuando salió a recibirnos ya se le evidenciaba su andar de medio lado. La pobre se esforzaba tanto por caminar sexi y llamar la atención que empezó a sacar la cadera hacia la derecha y exageró tanto que después se le olvidó caminar normalmente. Su estilo de andar le valió el nombre, entre los muchachos del pueblo, de la cangreja alborotada. No se rían así de ella, hermanos, que es mi tía. Bueno, no importa, de todas maneras, es cierto, parecía una ridícula cangreja.

Y entonces hubo abrazos, besos, lágrimas y muchos confites que llevó Abuela la Profeta para repartir a todos. Y a pesar de este gesto bondadoso, hermanos, mis tías empezaron a discutirle a Abuela las razones por las cuales había vendido tan de repente la casa. Y he aquí que empezaron a murmurar cosas. Decían que estaba falta de un tornillo, que haber vendido el negocio y regresar de ese modo era una evidente estupidez. Que ahí a ese barrio de malas pulgas los peregrinos no iban a llegar, que ese pueblo daba mal aspecto y que entonces la gente mal hablada iba a pensar que ella era una bruja de Leviatán y no una curandera de Santata. Decían que la edad la estaba afectando y que su imaginación no estaba bien. Que allá en el centro estaba cerca el hospital por si acaso y que, además –señaló Mariana– dónde se iban a quedar ella de ahora en adelante cada vez que quisiera ir a la discoteca.

Y así fue, amadísimos hermanos, como la pobre vieja se sintió igual que con sus huéspedes y tampoco tuvo sosiego. Y he aquí que volvió a tener la pesadilla del fuego y otra vez la encontraron en el patio de pilas tirándose palanganadas de agua y soñando que el cura la perseguía con su virilidad ardiendo.

Y he aquí que aconteció por aquel entonces que mi Abuela mandó al carajo a sus hijas, y decidió pasarse a vivir a una bodega para almacenar leña que estaba junto a la casa donde vivían Ana Imelda y Fermín Conejo. Decidió también no volverle a dirigir la palabra a nadie. Y sucedió que Abuela quiso que yo la acompañara. Mandó organizar dos cuartos y una cocina en el lugarsucho aquel.

Queridos hermanos, la actitud de la Profeta nos debe hacer reflexionar. ¿Qué significado tiene ese gesto de desprendimiento? He aquí una actitud que cada uno de ustedes debe ensayar en sus vidas. La Abuela pudo haber vivido cómodamente en cualquiera de las tres casas. Con Toña, la mayor; con Imelda y su pioresnada esposo o con las otras dos hijas. Pero no, ella prefirió vivir casi en una especie de tugurio, repitamos esto, en una especie de tugurio, en una especie de tugurio. ¿Comprenden, hermanos, lo que esto significa? ¿Han comprendido el profundo mensaje de este gesto? En una especie de tugurio, es también una especie de augurio que se desprende de la palabra misma y significa, hermanos, que la bendición de Santata que hace ricos a los pobres estaba con nosotros. Y estas cosas yo las sé y son de verdad porque el de arriba no escoge inteligentes para darles el conocimiento, sino a los que parecemos más tontos y que somos los que al final logramos descifrar las cosas.

En este momento de gran inspiración, hermanos míos, es justo y necesario alabar a la Profeta como solo ella se lo merece. Viva Clemencia Osejo. A los que están sentados allá, por favor ponerse de pie. Vamos a gritar todos. ¡Viva la Profeta Osejo! Eso muy bien. Vamos de nuevo. ¡Viva la Profeta Osejo! Más fuerte. Eso, muy bien. Aplaudan con ganas, hermanos. Aplaudan, hermanos y ustedes también hermanas. ¿Qué pasa? Vamos. Y en medio de los cantos y las oraciones, es recomendable, un chiquitibún a la bin bon bán. ¿Qué pasa con ustedes, allá atrás, todavía no he tocado sus corazones? ¿Por qué permanecen ahí mirando y cuchichiándose los unos a los otros? Vamos chiquitibún... eso, muy bien.

¿Y qué pasa con ustedes por aquí? Ay de los que no crean, hermanos. Más les vale que esta noche cuando lleguen a sus casas desgranen en el piso tres mazorcas de maíz, preferiblemente morado, se hinquen en los granos y reflexionen sobre mis palabras hasta que cante un gallo. Solo el sacrificio hará que por fin su entendimiento se abra y descubra que lo que yo digo es verdad.

Los tiempos están cerca. Están ahí al otro lado de la tapia, escondidos como un tigre. Listos para lanzársenos como un ataque de lombrices. Llegarán en cualquier momento. Mas en esta agrupación de la luz estamos seguros. Aquí nos hermanamos, nos amamos, nos entregamos los unos a las otras y los otros a los unos. Hagan sus donativos, hermanos. Miren que los tiempos andan por ahí sin mecate en el hocico. El de arriba nos pide poco, para lo mucho que nos da, hermanos. Es solamente el diez por ciento. Nada más. Es una cochinada comparado con lo que el que todo lo puede nos ha dado. Mírese ese corazón, usted está vivo, hermano. Si usted no da el diez por ciento usted le está robando a Santata, hermano. Hermanos, den a Santata y a mi Abuela la Profeta, lo que es de Él y de Ella. Den sin restricciones y sin miedo, y algún día se les multiplicará siete veces siete. ¡Viva la Profeta Osejo! ¡Viva la Profeta Osejo! Más fuerte. Eso, muy bien. Aplaudan con ganas, hermanos. Aplaudan. Y demos con ganas, que los que dan recibirán siete veces siete.

El libro de los gozos

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