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3 DON DAMIÁN Y MARISOL

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Don Damián resopla el principio de un estertor que Marisol ha tenido la deferencia de acompañar con unos gemidos gatunos, ecos de otros que un día fueron espontáneos. La locomotora se detiene en la estación, descarrila hacia un lado y farfulla algo que pudiera ser agradecimiento, exaltación o una oración al demonio que creó a Marisol.

No importa, en serio, no importa.

Los gatos o los cerdos tienen espinas en la polla, piensa la mujer.

A las gatas y las cerdas les dolerá aquello como una mala cosa.

En algo hemos ganado nosotras, ¿no?

No importa, en serio, no importa.

Un poco de paz a orillas de jornadas tranquilas.

Disfrútalos, idiota.

Tampoco ha sido un mal día porque cuando hay siesta, como hoy, no suele haber noche.

Tú sabes gestionar eso. Sabes hacerlo, Angelina Jolie.

No, para nada un mal día. No como esas otras veces en que este viejo te recuerda al otro. Entonces sí, se te cruza todo, te pones borde, cierras las piernas y, si no lo entiende, que se lo explique algún otro, que tú no lo vas a hacer. Pero hoy no ha sido una mala función. Probablemente ni una función del todo. ¿Pero qué más da ya, petita? En el fondo es mucho peor follar por desamor, por apatía o por miedo que hacerlo porque afuera llueve. Porque refresca luego. Porque vuelve a llover.

Está bien.

Eso sí, hoy nada de menú extra ni migas que recoger del mantel, don Damián, que hay algo de prisa. Debería levantarme ya, piensa Marisol, si quiero intentar lo de Lady Claire, la cubana echadora de cartas. Pero sigue con los ojos cerrados, sudada, perezosa sin moverse. Un mechón de pelo le cae sobre la cara. Se lo aparta con un resoplido. Pero de repente, como tantas otras veces, la descarga eléctrica, el miedo.

Amoah.

Ojos abiertos: estás viva, levántate, escapa.

Amoah.

Odia que aún le siga pasando. Sin aviso. En cualquier momento y situación. Después del terror. Del no querer salir de casa, de ir deprisa a los sitios, acompañada, girándose por cualquier razón. Después de todo lo que ha pasado aún le sigue sucediendo esto. Le humilla tener el miedo saltando como un muñeco de resorte dentro suyo, detonando en su cabeza como un pistoletazo mientras duerme.

Amoah: hijo de perra, vete, déjame en paz.

Ella se lo explicó todo al viejo en los primeros polvos y, acurrucada, entre sus brazos y su barrigota, le lloró el pánico que sentía. Su jefe se puso la capa de héroe y puso la seguridad del bingo a su disposición.

Ella pagaría el precio.

No importaba, en serio, no le importaba pagar.

Al menos, no importó hasta hace poco.

Porque siempre aparece el Problema que te remueve las entrañas y te recuerda que no naciste para conformarte sino para meterte en Problemas como ese Problema. En su defensa, hay que decir que don Damián ya llevaba el Problema dentro. Las cartas, pues, llegaron desde el primer momento complicadas, malditas, hechizadas.

El Problema se llama Xavi y es la mano derecha de don Damián.

Una historia más vieja que el mundo.

Una historia que —como se dice y se repite Marisol— siempre acaba mal. Pero estas historias son como lo de morirse. Todo el mundo sabe que le tocará morir pero, en el fondo, cree que con él Dios hará una excepción.

Pero no importa, en serio, no importa.

Todo se acabará antes de empezar.

Seguro.

Ella abortará el Problema.

Sabe cómo hacerlo.

Ha de hacerlo.

Solo un poquito más y lo mata.

Al Problema.

Al moverse se percata de que el condón se le quedó dentro. Marisol lo saca como si solemnemente pescara un pez ya muerto pero aún reluciente. El semen de don Damián es como el de todos y yo me voy al lavabo, se dice la mujer. Cierra la puerta tras de sí. Levanta la tapa del inodoro. Se sienta. Pregunta:

—¿Tiene tabaco, don Damián?

—Encima de la mesa. Y no me llames don Damián.

—Es la costumbre.

—Pues desacostúmbrate, por favor.

—Vale...

Llega el chorro fuerte, con brío. Ha de llamar a la cubana. Le gustaría tener tiempo para dejarse caer por allí y que le echara las cartas. Igual puede antes de entrar en el turno de las siete de la tarde. Desde ayer tiene una nube en la cabeza que necesita disipar. Tiene tiempo si se saca de encima a don Damián. Lleva cuatro meses trabajando en ese bingo. Solo en el primero no fue amante del jefe. Allí hace un poco de todo. Canta los números, reparte, recoge cartones, sirve copas y hasta ha estado en la entrada repartiendo monederos y paraguas de regalo. Le gusta estar de cara al público. Sabe coquetear lo justo con los hombres y ganarse la complicidad de sus mujeres. No siempre tuvo tanta seguridad en sí misma. Procura no olvidarlo.

Tira de la cadena. Se mira en el espejo pero evita hacerlo a los ojos. Sin embargo se perdona. Debe hacerlo. Es una superviviente. Es lista. Está muchísimo mejor que hace apenas unos meses. Con dinero. Con más poder que nunca sobre su entorno.

¿Por qué se empeña en fastidiarlo todo?

Niña tonta.

Marisol ha querido a algunos hombres, ha deseado a bastantes y ha follado, probablemente, a demasiados, aunque eso es opinable según el día y el humor.

También se enamoró una primera vez.

Hace uno o dos siglos.

¿Por qué piensa ahora en él...? ¿Por qué piensa en él al mismo tiempo que está pensando en Xavi? Uno le recuerda al otro, es obvio. Esa suerte de potros que ni llevan ni descansan. Desnuda frente al espejo, mirándose las tetas operadas, el coño rasurado, los brazos, las rodillas que nunca le gustarán. ¿Cuántos años tenías cuando amabas sin esperanza a aquella especie de hermano? ¿Diez?, ¿doce?

—¿A qué hora entras?

Don Damián lo sabe de sobra. Lo pregunta por decir algo mientras se abrocha una de sus emblemáticas camisas color whisky con caballos blancos. Quizás también lo pregunte por recordar quién pone los horarios y quién decide.

—A las siete.

—¿Vamos a tomar algo a la Leo y luego llegamos juntos?

—No, ve tú. Yo tengo que hacer una cosa antes.

—¿Qué cosa?

—Una cosa.

—Te llevo a hacer esa cosa.

—Quiero ir sola.

—¿Adónde?

Marisol no contesta. Si le dice que se pasará por Lady Claire o bien, como siempre, se burlará de ella o insistirá en acompañarla para saber qué quiere preguntar, qué desea conocer de su futuro. Y es tonto, lo sabe, pero esa cosa negra en la cabeza y el recuerdo de Francis hace que necesite tranquilizarse, tener alguna pista, algunas palabras que desbrocen el futuro. Y escuchar cosas que, a buen seguro, no agradarán a don Damián, un tipo que pasa de la bonhomía al arrebato en cuanto husmea hombre, mentira, confusión.

—No te voy a contestar. Es algo mío. Privado.

—No es bueno que andes sola.

—No me va a pasar nada. Si ese cabrón no ha dado ya señales de vida, no lo hará ahora. La sangre te hierve cuando te hierve.

—¿Por qué no me lo quieres decir?

—¡Joder, porque no me da la gana!

—Pues sola no vas a ningún sitio.

—Mire, se lo..., te lo voy a decir, pero será la última vez que te digo algo cuando no te lo quiero decir. ¿De acuerdo? ¿Quieres saberlo? Voy al médico. Al ginecólogo. Y a eso quiero ir sola.

La mentira tumba con violencia a don Damián, que muda el semblante, se le caen los brazos peludos y algo cortos antes de lanzarlos hacia Marisol, que se deja abrazar, desnuda y astuta. Perdón, perdón, perdón. Perdonado, perdonado, perdonado. Ella se va vistiendo —bragas y sujetador, blusa y falda—. Él la mira, relamiéndose los bigotes pero sin fuelle para intentarlo una segunda vez.

—Me dejarás que te acompañe a coger un taxi, ¿no?

—Vale, pero espérame en la calle, que me pone nerviosa tenerte por aquí.

Él obedece. Sale del piso. Espera el ascensor mientras ella se maquilla. Se calza. Ya tiene tantas cosas aquí como en su piso. Don Damián insiste en que lo deje y se traslade aquí, pero Marisol se resiste. Quiere tener su espacio. Su lugar al que volver cuando se putea con su jefe. Esas cuatro paredes alquiladas con su esfuerzo, y el de dos chicas más, en las que podrá encerrarse cuando lo de Damián se le haga insoportable.

Marisol marca el número de Lady Claire.

La cubana puede recibirla en media hora.

A veces, el mundo rema a tu favor.

La gata de don Damián aparece por una de las puertas. La mucama ha olvidado ponerle comida. Marisol va hasta la cocina, busca el pienso y lo vierte en el bol hasta los bordes. Maullidos de agradecimiento.

¿Amigas, minina? Amigas.

Suena el timbre.

Damián El Impaciente.

Yo fui Johnny Thunders

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