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7 LA MODISTA

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Francis pulsa el timbre del piso de doña Imma. La vecina se ganó la vida como modista en un taller al lado del desaparecido cine Atlántico en las Ramblas. E hizo el mismo itinerario de fuga hacia las afueras que la mayoría de las familias de finales de los sesenta. Es viuda desde hace tanto tiempo que ha de forzarse a recordar que sí, que estuvo casada, que compartió casa y cama con un hombre bueno y trabajador que desde hace lustros duerme el sueño de los justos en Cerdanyola.

Passa, fill, passa...

Francis la sigue por un pasillo que reconoce idéntico al de casa de sus padres. Cambia el papel pintado, las fotos familiares, la Moreneta, bailarinas enamoradas de soldaditos cojos, pero poco más. La casa tiene aroma a guiso de pelota. Paco le avisó de que la mujer no pararía hasta que accediera a llevarse un tupper de lo que hubiera estado cocinando.

Llegan al comedor. Un armario atestado de todo lo posible contiene una televisión encendida sin sonido. El sofá de cinco plazas forrado con tela beige acoge un costurero y un amasijo de telas que asemejan un vestido embastado. La vieja le indica a Francis que entre en la habitación que era de su hija a ponerse chaqueta y pantalón. Así lo hace. Cree que la chaqueta no necesitará ningún arreglo. No así el pantalón. Ciñe bien a la cintura, pero le queda largo. No bastaría con doblarlo.

Puja a la cadira.

Ha dispuesto una silla delante del sofá. No están sus piernas para arrodillarse. Hablan en catalán. Eso a Francis le recuerda a su madre. Es agradable, en cierto modo. Francis le agradece el favor del arreglo. Ella se lo quita de encima con un manotazo probablemente de falsa modestia. La modista va disponiendo las agujas alrededor de uno de los bajos. Va preguntando cosas a las que Francis contesta con monosílabos, incómodo, sin saber muy bien por qué.

Què tal el teu pare?

Francis no la escucha. Parece como si optara por no contestar y la vieja pasa a hablar en castellano como si así fuera a obtener antes las respuestas.

—Tienes que intentar convencerle de que haga más cosas. Siempre anda solo. Pasa días y días sense sortir de casa.

—Es muy cabezota. Nunca ha sido de salir. Mi madre se quejaba de eso. De tenerla enterrada en vida.

Ja ho sé, ja ho sé. Per quan el necessites?

Si pogués ser per demà...

La vieja refunfuña para dar más lustre al favor que va a hacer a Francis como correa de transmisión hacia su padre. Suena el timbre. Mr. Frankie aprovecha que la mujer acude a abrir para cambiarse. De vuelta al comedor, doña Imma lleva un talonario de recibos y dos billetes de veinte euros. «La gent sempre ve a pagar en els moments més inoportuns». La señora Imma anda con el turno de tesorera de la escalera y guarda los billetes en una caja metálica de galletas Birba donde hay más talonarios, más dinero y un sello con su estuche de tinta roja. La vieja al girarse se encuentra con la mirada de Mr. Frankie y sabe que, quizás, no ha hecho lo correcto. El dinero es siempre goloso y ha escuchado lo de las drogas con el hijo de Paco, su vida turbia, un montón de cotilleos... Francis lee todo eso en su expresión. Ni puede ni quiere ocultar que le duele.

Cap allà a les set, dos quarts de vuit crec que podrà estar.

Gràcies. Em fa un gran favor. Enorme.

Em va dir el teu pare que demà tens una entrevista per una feina. A veure si tens sort.

.

T’ensenyaré unes fotos —es evidente que, después de la desconfianza de hace un instante, doña Imma trata de congraciarse con él— y así verás que no siempre fui una vieja pelleja. Tens un momentet?

No puc, senyora Imma. He quedat amb un dels meus fills i no vull arribar tard.

D’acord, d’acord. Va, vés, no vull que arribis tard!

Francis consulta la hora en su móvil. Espera acertar con el tiempo en los transbordos. Lo cierto es que tiene una cita, pero nadie le espera a ella. Mañana es el juicio. No tiene el dinero. Va a perder ese juicio a menos que —cree él de un modo a todas luces ingenuo— consiga convencerles de que no ha habido voluntariedad en no pagar aquellas pensiones. Y convencerles también de que, en cuanto pueda, abonará hasta el último euro de lo adeudado. En realidad su cita consiste en acudir a la puerta del instituto de Víctor, el mayor de sus hijos, antes de que este tome el autobús. Y tratar de hablarle, explicarle, ser escuchado.

Consigue llegar a plaza Castellana cinco minutos antes de las cinco y se coloca a una distancia discreta para poder tratar de distinguir en la salida de chavales del Instituto Joan Brossa a su hijo. Enseguida se da cuenta de que no es una buena idea: demasiados chavales en manadas irregulares. Cruza la plaza, atraviesa una gasolinera y se detiene en la parada de autobuses a la que Francis espera que acuda Víctor. Al menos así lo hacía hace unos meses, bastantes ya, cuando más de dos y de tres veces Francis acudía allí solo para verle, para granjear un poco de paz, comprobar que, de toda una madeja, quedaba al menos un hilo que le unía a algo.

El primer día que le abordó, el chaval fingió no saber quién era. El segundo no quiso detenerse. El siguiente le escuchó. Solo eso. No hubo más días porque llegó el verano. Espera Francis que el chaval siga yendo a ese instituto. Encontrarse y que al menos, hoy, quiera hablar con él.

Pasan los minutos. Francis disimula ojeando los titulares de periódicos y revistas en el quiosco que queda a apenas diez metros de la parada. Ahora cree vislumbrar a Víctor en un grupo de cinco jóvenes, tres chicas y un par de chicos. Está alto. Guapo. Bronceado. Ríe. Golpea la espalda del que va delante de él. Cruzan el mismo semáforo que ha cruzado Francis y se dirigen a la parada. Francis duda ahora qué hacer. Es consciente de su aspecto. Lleva encima lo mejor que tiene pero no es suficiente. La miseria es algo que se te adhiere al brillo mate de la piel enferma, a tu manera de andar y moverte, a la tonelada de tics adquiridos en la calle. El dolor de los postizos reclama su atención. Debería hacer algo con eso. Se le vuelven a llagar las encías.

Pero hoy sabe que va limpio, que sus ropas son discretas y están aseadas y planchadas, pero quizás no sea eso. Enfrentarse a su hijo es también enfrentarse a la imagen que de él haya ido cincelando su madre. Lo sórdido y miserable que habrá explicado ella sobre él.

¿Por qué haces esto, Francis?

¿Crees que avergonzándole delante de sus amigos o de su novia te lo ganarás?

¿Es que no lo ves?

Llega un bus. Teme que sea el de Víctor. Le aliviaría que lo fuera.

El autobús se detiene y a él solo se suben las chicas. Francis decide acercarse. En la parada de bus solo quedan los dos amigos y una señora sudamericana con una niña que sube y baja de los asientos. Francis llama por el nombre a su hijo. Este se gira. Se sorprende. Se enoja. Balbucea unas palabras a su amigo que Francis no escucha. En eso, llega el autobús que esperan.

—No pasa nada. Cógelo. Yo iré en el siguiente.

El compañero obedece.

—Gracias.

—¿Qué quieres?

—Nada. Verte. Hablar un rato.

Víctor ni le mira. Otea las calles, suspira, cualquier cosa antes que mirarle.

—Tu madre no tiene por qué enterarse.

—No voy a mentirle y menos por ti. No sé por qué me he quedado. El siguiente lo cojo.

Francis entiende el odio que percibe en aquella cara señalada por el acné. Lleva una camiseta lila que proclama en inglés que los héroes son difíciles de encontrar. Más difícil es ser tu padre, piensa Mr. Frankie. Los ojos y la nariz son de su madre pero las cejas y la boca son suyos, no cabe ninguna duda. Ha salido fibroso como lo fue él y, probablemente, el odio y el rencor sea muy parecido al que sintió Francis hacia sus padres, aunque las motivaciones fueran radicalmente opuestas. Víctor le odia por no estar, por no ser lo que él esperaba de un padre, la rotura de un idílico y televisivo entorno familiar. Francis odió a los suyos por estar siempre ahí, por ser coherentes y seguir el catecismo rojo y también el azul, por todo lo que hicieron y que era, precisamente, lo que se esperaba de un padre y una madre.

—Podríamos charlar un rato.

—¿De qué?

—Joder, Víctor, relájate un poco. Sé que la he cagado muchas veces pero dame un respiro, ¿no?

El chaval continúa en silencio, anhelante ante el próximo bus en lo que le parece una espera eterna. Francis tenía más o menos un discurso preparado, una serie de cosas que no quería dejar de decir pero que ahora no solo no consigue ordenarlas, sino ni siquiera recordarlas. Víctor saca su móvil y juguetea con él. Esto es lo que me importas... papá.

—Mientras pude, estuve, créeme que...

—Mira: no estuviste. Nunca. No recuerdo que estuvieras. Y no te agobies, porque fue mejor. Mi madre lo hizo por ti y por ella.

—Seguro que te han contado...

—No, no me han contado nada. Estate tranquilo. Mi hermano y yo no sabemos nada de ti. Ni nos importa.

Francis se bloquea. ¿Cómo seguir? Hacer como que no le ha escuchado y decirle lo del juicio de mañana, lo del dinero, lo de poder verse con más regularidad...

—Víctor, estoy poniendo en orden las cosas. En nada tengo una entrevista de trabajo. Si me cogen y gano dinero, me iré poniendo al día con las pensiones. Puedes decírselo a tu madre. Esta vez va de veras. Pero, al margen de eso, me gustaría veros cada cierto tiempo. Saber de vosotros, no sé. Al menos de ti.

Llega el autobús. El chaval saca el bono, guarda el móvil.

—Coño, Víctor...

—¿Sabes, papá? Sí que hay cosas de las que me acuerdo...

El autobús está ya a una veintena de metros de la parada.

—Una de ellas es la de prepararte unas cuantas rayas en el mármol de la cocina con tu furcia de turno y metértelas sin importarte si yo andaba por ahí o no. La otra es que cuando llamaba la mama a tu móvil y yo le echaba el ojo en el visor tenías ZORRA parpadeando. Pero, tranqui, no me pasa nada. No ando de traumas. Eso sí, a la próxima que te vea se lo digo.

El bus abre sus puertas y se traga a Víctor.

El autobús regurgita, se aleja.

Francis no imagina infierno peor que este, aquí y ahora.

Por un lado, desearía subirse al autobús y abofetearle; por otro, lanzarse bajo las ruedas del próximo coche y acabar con todo.

Dar la partida por perdida.

¿Qué puede cambiar las cosas? Conseguir tanto dinero que lo blanco se torne negro y el padre cabrón mute en padre especial y ausente. Eso va más o menos así. Lo ha visto otras veces por mucho rollo que le meta ese gilipollas.

¿Qué hubiera preferido, ese niñato?

¿Crecer con un zombi baboso como padre?

¿Con un tipo sin casa, un mierda abandonado por todos?

Qué distinto cuando Francis era Mr. Frankie.

Imbécil, tú no tienes por padre a un tipo cualquiera.

Conocí a gente, hice cosas, viví rápido, me consumí, fui osado mientras todos los demás se conformaron con la misma sopa recalentada, con oler en sus mujercitas las mismas bragas apestando a col de sus mamás.

Me aplaudieron. Me adularon. Me encaramé allá arriba, engreído, grande, invulnerable. Y allí los aplausos, el deseo es como una bomba que nadie ve cuándo estalla. Tardas meses o años en descubrir que la explosión ocurrió dentro de ti. Sin ruido. Y por eso mismo más devastadora.

Tu madre me eligió por ser diferente, por no ser como los otros, ¿lo entiendes...?

No un estudiante, no un botiguer, no un Mariano de taberna, no su padre.

¿Qué cambió? ¿Qué pasó?

Que no todos ganamos. De hecho solo ganan los que siempre ganan, pero eso tú aún no lo sabes.

Pasó que todo se fue a la mierda.

Que el placer se consume y subes la apuesta mientras un médico loco te va anestesiando con necrosis órgano a órgano todo el cuerpo. Se te queman las alas, el sexo, el amor propio, los vínculos con la gente que te importa, ciega tus ojos, te arroja al fondo del pasillo, donde esperan todas las pilas de miseria que puedas imaginar.

O quizás la respuesta es más sencilla.

Lo que pasó es que se acabó el dinero, Víctor.

Ya está: no le des más vueltas.

Es solo eso por lo que no me quieres, hijo.

Mis mismos errores, mi abandono, mi ausencia, el monstruo que te petrificó en ámbar, te atraería como un imán si hubiera triunfado, si tuviera dinero, si pudieras reivindicarme, exhibirme a la brillante luz del sol.

No te quedas a charlar conmigo porque no tengo pasta.

En el fondo eso es todo y déjate de tonterías, imbécil, cariño mío.

Yo fui Johnny Thunders

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