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5 «KING CREOLE»
ОглавлениеDuchado, Francis se dirige a la calle. Su vida de chaval y de joven hasta que puso tierra de por medio se desarrolló en los barrios de Horta-Guinardó. Dos barrios unidos por un guion de decisión municipal pero que poco tenían que ver entre ellos. Horta tenía una inquebrantable alma de pueblo mientras que el Guinardó la tenía de ciudad dormitorio: peluquerías, talleres y puticlubs. En Horta estuvieron sus abuelos, sus tías maternas y sus primeros juegos por las calles del Vent, Martí i Alsina y Tajo. En el Guinardó, su casa, sus primeras novias, sus camaradas de la adolescencia. Allí conoció a Juanjo, un rocker catalán agitanado, alto y fondón. Su padre trabajaba en Jorba Preciados y en su comedor tenían un alta fidelidad. Con Juanjo montó su primera banda de rockabilly. Liz ya salía con Francis. Desde los catorce estaban juntos. Se cambió de cole para coincidir con ella. Era pelirroja, regordeta, de padres gallegos. Iban a cursos distintos. Por las tardes se besaban debajo del Puente del Dragón. Nunca se iban a separar. Por supuesto que no. Como Romeo y Julieta. Como Sid y Nancy.
¿Qué hacer?
¿Por dónde empezar?
Un traje. Un trabajo. Un todo lo demás.
Se acerca Francis al Quimet, tocando a plaza Eivissa. Mira a un lado y a otro. No reconoce a nadie y él es un completo desconocido para todos. ¿Qué esperabas, Don Importante? Quizás haya suerte con el que está en la barra, aunque parezca tener diez años menos de lo que debería. Mr. Frankie se sienta en la terracita, llega otro camarero a quien le pide un café. Sin bollería. Ha de perder peso. Le coge la tos. Entre sus proyectos, está el de dejar de fumar un minuto antes de que se le agujereen los pulmones. El café llega sin sobres de azúcar. Se levanta y va hasta la barra. Recoge los sobrecitos de azúcar.
—¿Sabes dónde podría encontrar un traje a buen precio?
—En Llobregós, detrás del mercado, había un par de tiendas que estaban bien. Una de ellas antes del verano estaba en liquidación. Como casi todo por aquí.
Mr. Frankie no tiene dinero para un traje por muy barato que sea, pero es una manera de entrarle.
—Hace un siglo venía mucho por aquí. Tienes una retirada a Toni. ¿Eres su hermano?
—Sí.
—Yo soy Francis, Mr. Frankie.
—Lo siento, no te recuerdo.
—Hace mucho. Serías muy chinorri. ¿Toni viene por aquí?
—No. Se casó. Vive en Esplugues. Tiene dos niños.
—¿Y de aquella peña qué sabes? Los del fútbol, el Nen, la Lluïsa...
—No sé. Todos esos eran mayores que yo. La mayoría se fue del barrio. Del Nen sí que me acuerdo. Se mató con la moto. Hace años, por eso.
—¿El Nen?
—Sí.
—No lo sabía, joder.
—¿Quieres algo más?
—No, no. Cóbrame ya y dale recuerdos a tu hermano.
Mr. Frankie paga y regresa a la terraza. El Nen muerto. El chaval no le recuerda. Y los que podían recordar han desaparecido bajo los efectos de la bomba H. En el fondo, mejor no encontrarse con nadie que aún siga en pie, con ganas de limpiarle los mocos. El café conserva algo de calor. ¿Qué te creías, big man? El Nen, joder. Pero si era inmortal como el puto John Milner. Roto el espinazo y quemándose al sol en la carretera. Nos han ido aniquilando a todos, piensa. Como si en vez de haber nacido en este barrio de curritos hubiéramos encontrado la tumba de Tutankamón. Joder. Joder. Joder. Los recuerdos le asaltan, se le meten apelotonados en el camarote de los Marx. Si hubiera podido parar y ver y pensar, pero fue todo tan rápido. No había ni un momento para hacerlo y disfrutar. Sufrir la pérdida o, al menos, alegrarte de las victorias. O pensar qué hacer a continuación. Dinero que entraba y salía rápido. Piernas de mujeres enlazadas a tu cuello. La cohorte del Rey Loco. Noches líquidas, madrugadas blancas. Resacas, ceniceros, botellas, huidas, colores y prisa, mucha prisa. Y todo tan poco y tan lejos desde que había empezado. El típico grupo de amigos encerrados en una sala de ensayo forrada con hueveras de cartón. Viéndose a todas horas todos los días. Dibujando guitarras en libros y cuadernos. Los nombres de tus bandas favoritas en pupitres y lavabos. Robando acordes de la tele, vomitando la frustración de estar fuera de todo: de ser inglés, de ser guapo, de ser rico, de tener coche, de no ser otro. Todo cenas recalentadas, dormitorios compartidos con hermanos pequeños, padres embrutecidos por el trabajo, el fútbol por la radio y la resignación, madres frustradas, divertidas, presas y carceleras de todo y para todos. Chicas que te rompían el corazón. Chicas a las que rompías el corazón. Y el rock’n’roll como una emisora que te conectaba con todos los distintos del mundo. Que te hacía, en cierta manera, trascendente, mítico, otra cosa. El rock’n’roll que te venía a salvar. Que te mostraba cuál era tu Misión. Que con el latido en el fondo de aquellas voces arrogantes y un pelín desesperadas te decían «Eres de los nuestros. No estás solo. No nos decepciones». No querías trabajar como tus padres. No querías vivir como tus padres. No querías amar u odiar como ellos. No querías sus sábados, sus programas de televisión, sus vacaciones en el camping. No querías nada de ellos. Había una conspiración en el barrio. En la ciudad. Nacida en habitaciones diminutas como la tuya, con tocadiscos baratos y paredes atestadas de pósteres de tipos pálidos con consignas de Muerte o Gloria. ¿Y qué? ¿Ahora qué? No pasó nada, no sucedió absolutamente nada y ni los camareros recuerdan que hubiera revolución alguna.
—Se te saluda, Mr. Frankie.
Francis reconoce enseguida aquella voz. Es Álex, Álex Dalmau. Se levanta para abrazarle. Francis piensa que su aspecto es el mismo pero castigado por veinte años que pudieran ser cuarenta. Recuerda a su padre, el tipo que se largó a vivir su historia adúltera al otro lado de la ciudad, según comentaba, escandalizada y envidiosa, Juana en casa. La mirada de Álex es ahora huidiza, nerviosa, como mal enfocada.
—Siéntate. ¿Quieres tomar algo?
—Me siento pero no quiero nada. Acabo de desayunar.
—¿Me has visto o...?
—El hermano de Toni me ha preguntado si te conocía. He estado a punto de decirle que no. Has cambiado mucho, tío.
—Viejo y gordo.
—¿Qué haces por aquí?
—He vuelto. Como Elvis. El barrio contra mí.
—Todo el mundo se va y tú vuelves.
—Mi padre está enfermo. He venido para cuidarle unos meses. Luego, me volveré a ir.
Francis vierte el azúcar en un café ahora ya sí, imbebible.
—¿Y tú qué tal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano?
—Mi madre murió y Epi está dentro. En Quatre Camins. Se metió en un buen lío, el muy imbécil.
—¿Y le queda mucho...?
—No sé. Mejor que se quede un tiempo más dentro porque para lo que hay fuera... ¿Y tú qué haces? ¿Ya no tocas? Un día te vi en la tele —dice Dalmau, con el poso de viejo rencor, más recordado que sentido.
—Hace mucho de eso.
—Sí, sí... Pensé: «En la tele, joder...».
—Todo el mundo acaba saliendo en la tele, Álex.
—Yo no, tío. Pero a ti te molaba eso.
Francis lo mira y le tienta admitirle, sin más, ese comentario. Pero no lo hace. Renuncia al café apartándolo de sí.
—El Nen murió.
—Me acabo de enterar.
—El Juanjo también.
—Hostia, Álex, ¿de qué?
—Cáncer de páncreas. En tres meses, muerto. Él, que era tan lento en todo.
—¿Cuándo?
—Un año, dos quizás.
Juanjo, también Juanjo: puto Tutankamón.
—¿Sabes? —La cabeza de Dalmau ya andaba en otra cosa—. Quiero decirte una cosa ahora que te tengo. Me jodió cuando me botaste del grupo. Sé que no era muy bueno, pero estaba ahí desde el principio. Todo aquello del barco pirata, en cuanto Coco y tú visteis pasta, se fue a la mierda.
Después de tantos años, ¿aún con eso? Mr. Frankie puede argumentar muchas cosas sobre la nula pericia musical de Dalmau. También puede callárselas, dejarlas pasar, pero ¿para qué, después de todo?
—Tío, tú y tu guitarra solo sonabais bien si os tiraban a la vez de un tercer piso.
—Hijo puta.
—Pero si es verdad y lo sabes. Anda, invítame a fumar, Jimmy Page.
—El viejo Francis, gorrero y faltón.
—El mismo.
Saca uno para cada uno y un Zippo. Flash.
—Necesito un traje. ¿Tienes uno?
—No será de tu talla.
—Puedo intentar no respirar.
—¿Para qué lo quieres?
Francis suspira mientras sopesa si seguir con la misma mentira que le ha dicho a su padre, buscar otra o decir la verdad. Opta por esto último.
—Álex, tengo dos hijos. Su madre no me deja verlos. Le debo una pasta y me ha denunciado. A la larga el objetivo es quitármelos definitivamente. Esta semana tengo que ir a juicio. Quiero ir un poco maqueado. Dar buena impresión, vamos.
—¿Cuánto tienes?
—El traje ha de ser de nada. Si es gratis, mejor. Una chaqueta al menos.
—Mañana una gente y yo vamos al Heron City. Vente. El Zippo es de allí. Si todo va bien, te saldrá gratis. Si va mal, te dejaré ropa limpia y planchada de mi hermano. Igual te va bien. Él también está ahora hipopótamo y el mes pasado le dejaron salir para casarse con la Tiffany. ¿Conociste tú a la Tiffany?