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8 GIFFORD EL GATO 1986

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Ona ya habrá salido de casa. Estará viniendo hacia aquí. No hay, pues, nada que hacer. Cuando ella le llamó con un poco más de urgencia que la usual, Mr. Frankie decidió que ya se habían arriesgado demasiado dejándose ver en bares del centro y la citó allí, en el Caribou, un chiringo en la playa de El Prat de Llobregat, a media hora escasa de Barcelona. Pero ahora se arrepiente. Tenía que haber aprovechado esa llamada y decirle: «No, ya lo hablamos. Au revoir».

El mar está espectacular con la luna allá arriba como foco perfecto que lo absorbe todo: música, olas, el viento que llega desde el otro lado, conformando un escenario pintado en un sueño bueno, de los que Mr. Frankie ya no tiene. Como una hermosa película sin argumento, en plano fijo y proyección privada. Noche irreal y maravillosa. Para nada el lugar ni el momento para romper ni abandonar a nadie, pero Francis sabe que lo de Ona debe ser hoy, de golpe seco, sin explicaciones.

Suena música suave interpretada por tipos con clase, míticos, con trajes planchados, saxos relucientes, brazos arrasados por agujas y demonios. Quien sea que está con los vinilos anda fino aquella noche.

Ya hace tiempo que Francis quiere acabar con aquella historia. Pero la jodienda con ella es tan buena que siempre les queda el último epílogo. Pero hoy, sí, the end. Él seguirá con Laia, y Ona, con su marido, al que Francis se empeñó en no decir nunca su nombre y acabó consiguiendo no saber nunca cuál es el verdadero. Y aunque ambos sospecharán que ese final será también en falso, debe darse. Al menos por unos meses. Al menos intentarlo. Que no se diga que no trataron de evitar el desastre.

Si Ona tarda un poco más, Mr. Frankie se levantará, dejará su chupito de Jim Beam sobre la mesa y se meterá en el lavabo que hay detrás del chiringo para fijarse un tiro pequeño. Y al salir, el mundo será ese túnel de algodón conocido en el que casi todo le dará ya igual. Pero quiere aguantarse. No quiere que se le vaya de las manos la necesidad de meterse. Por el momento controla, que es el eslogan favorito de los yonquis cuando ya están enganchados, piensa Francis. Pero casi da igual también eso. Él es diferente a cualquier otro. Y eso hace que todo encaje en el último minuto. Es una estrella y lo será mucho más. Fijo. Es un puto cohete. Un superhéroe venido de un planeta a años luz de la tierra. Con superpoderes que le evitarán engancharse, reponerse de todos los golpes, de todas las caídas en ese mundo de azoteas, mánagers y supercanciones.

Ziggy plays guitar!

Un chispazo, un tiro en la cabeza, ese rayo en la cara. Bowie le señala el camino: esa canción y se mete. Si Ona llega, pasará de hacérselo, en ese tipo de apuestas que desde niño se hace consigo mismo. Escalones de tres en tres. Si el próximo coche es rojo. Si la próxima chica con la que me cruzo es rubia. Cosas así. Apostando por todo. Apostando para seguir apostando.

Ona es un caballo guapo y generoso, de crin caoba y mirada limpia pero siempre un poco triste. Laia, una chavala malcriada, también guapa pero tormentosa, de mal beber y peor encelar. Pero Laia tenía otros atractivos. Era la hermana pequeña de Uri, el capo del sello Kama Sutra, que iba a grabar las maquetas de la actual banda de Mr. Frankie. Kama Sutra era un sello emergente, subsidiario de una major, en el que les aseguraron que un productor internacional los iba a producir. Pero por el momento aquel asunto sigue en el aire —demasiado tiempo ya a juicio de Mr. Frankie—. Y a todo esto, Laia es la chica de Francis y Francis se estaba follando a otras. Entre ellas, a Ona.

Ronettes, Moonglows y seguro que luego Belmonts.

Trajes cantarines.

Voces escalando escaleras de incendios.

Quiere besar el culo de ese tipo que pincha.

¿Conseguirá Ona llegar hasta el Caribou con su desastroso Seat Ibiza blanco? Quién sabe. El problema de quedar en ese local es que si alguien los ve, no cabrán excusas. Aquel chiringuito, una suerte de bar pesadilla cincuentero a lo David Lynch que se había marcado su dueño, un pájaro medio loco, era un escenario. Uno va al Caribou casi con cita concertada. Dejándose caer como desde una rampa, con el jeroglífico descifrado en la cara. Nadie se encuentra porqué sí en el Caribou. Las parejas no pueden ser indiferentes en el Caribou. O te comes un corazón o te lo comen a ti. En el Caribou.

A aquel lugar se llega por una carretera sinuosa al lado de las pistas del aeropuerto de El Prat. Cada cincuenta o cien metros hay un chiringo de madera, con mesas y unos bafles de espaldas a un viento que a veces se abre y agita desde las olas como un abanico. La carretera apenas está iluminada y los faros de tu propio vehículo descubren el suelo al instante de pisarlo. Es una boca de lobo llena de luciérnagas gigantes que a veces son aviones, a veces coches de borrachos, Harleys y algunas nadie sabe qué, a buen seguro, naves espaciales repletas de marcianos invasores.

Francis está con el culo del Jim Beam, apurando paciencia y un Lucky en una de las mesas ancladas en la arena con el mar delante. Se emplaza a escribir algo que rime para meter una letra suya en algunas de las nuevas canciones pero no se le ocurre nada. Siempre ha sido torpe ante un papel en blanco. La cabeza se le va de una cosa a otra. Letras de canciones de dos frases, títulos apuntados aquí y allá. Poco más. Todo copiado, escuchado a otros.

Dos minutos y me meto, piensa. Los zapatos se le están poniendo perdidos de arena. Y estos son sus favoritos. Casi iguales a unos que le vio a Johnny Marr en un vídeo. El pantalón y la cazadora remachada negra y una camisa rocker de imitación de época importada de Japón que Laia le ha regalado. También es suya la Vespa que le ha dejado para ir, en teoría, a la terraza del Karma, en la plaza Real, a hablar con un tipo de no se sabe muy bien qué ni a qué hora. Francis aprovechó la siesta postresaca de su novia para llevarse la moto y ahorrarse concretar mucho más la supuesta cita. Dejándola coja no podría seguirle hasta allí.

Tipos duros, memos, niñatos y dulces Marilyns con uñas de gata sacados de un muestrario de moda de 1955 van llenando el local. Algún Hell por ahí que Francis sigue con el rabillo del ojo. Él no deja de ser alguien que juega a ser malo. Y alguno de esos Centuriones tienen en su haber muertos, atracos con recortadas en bancos, palizas salvajes en ajustes por nada. Un hombre con patillas mal aliñadas y una cazadora que reza no sabe qué Convención de Veteranos del Vietnam le pide una silla. Él le dice que espera a alguien. Pues vale, pues gracias. Fin del tiempo concedido a Ona y a su necesidad de droga. Se fijará una pequeñita. Pero de repente tiene delante al chaval aquel que trabaja para la tele autonómica. Tinet no sé qué más. Con él sí que puede ir de tipo de duro.

T’he estat telefonant.

A quin número?

Al que vas deixar a la productora.

—Apunta el nuevo.

Francis se lo da.

—Quieren una prueba.

—¿Una prueba de qué?

—Están pensando en un programa semanal en el que una banda vaya tocando en directo entre entrevista y reportaje.

—Hacemos rock’n’roll, ¿lo saben? Porque ahora todo son rumbitas y retrasados con el pelo crepado.

Tinet se ríe. Es el típico acomplejado por los matones del cole. Ahora curra —piensa Mr. Frankie— en un programita televisivo que le permite canjear algo con esos mismos matones y alzarse unos centímetros sobre sus zapatos. Se ha dejado patillas y colgado un pendiente. Pero eso no evita que siga teniendo cara de hostia a mano abierta.

Nos hemos cambiado el nombre, ¿sabes? Ahora nos llamamos Chien Andalusia.

¿Perro Andaluz?

No. Chien Andalusia.

—Mola.

I tinc un altre baixista. Millor. Més fill de puta.

—Ah, vale, genial. I què esteu fent ara? —Tinet se resiste a dejar de hablar con Francis.

—Grabamos para Kama Sutra. Casi con toda seguridad lo producirá Hugh Cornwell, de los Stranglers, —miente Mr. Frankie. A veces era Joe Strummer, otras Cornwell y una vez se le fue la chapa y dijo Willy DeVille.

¡Joder, eso estaría genial!

—Sí.

El silencio empieza a ser incómodo. Tampoco quiere que Ona llegue y la cosa dé a muchas presentaciones. Si grababan el programa, Laia estará por ahí y la perspicacia de Tinet no asegura grandes alegrías.

Nos vemos, ¿vale?

Tinet asiente, ya menos nervioso. Enseguida se marcha al otro extremo del local. En ese momento haces de luz se acercan rajando la noche cerrada. En la entrada se detiene un taxi y detrás el Ibiza blanco de Ona. La mismísima reina de Inglaterra aparca, se apea del coche, paga al taxista el hacerle de guía, que da la vuelta allí mismo, casi con demasiada prisa para, en nada, perderse en la noche. Los listones de madera de la entrada crujen bajo los pies de Ona. Va vestida con su estupenda pinta de malas noticias.

Se recoge la falda, se sienta y pide a Francis que haga por ella el trabajo de levantar una mano y pedirle la excelencia de Julià, algo más que un camarero: sorbete de limón y chorrete de bourbon. Mr. Frankie obedece. Gifford, el gato del chiringuito, anda por ahí persiguiendo sombras.

—Menuda luna.

—Sí.

Llega el sorbete borracho en su vaso. Francis no la ha besado al llegar. Ha venido guapa. Con esa blusa negra y blanca que enseña el inicio de sus tetas y esos zapatos altos que ya se había quitado. Los dedos de los pies de Ona hurgan en la arena. A ratos podrían estar buscando cangrejos, a ratos petróleo.

—Deja de mirarme las tetas.

—No las miro. Además también son un poco mías, ¿no?

Ella aguanta el helado en la boca. La lengua lo acaricia. Francis prefiere que no lo haga.

—Muy bueno lo del taxi. Eres una mujer de recursos.

—He tenido suerte. Iba delante de mí.

—Mentira.

—¿Vamos a la orilla?

—Has venido muy inquieta para haber llegado tan tarde.

Ona ya se ha puesto en pie. Vuelve el rostro en dirección al mar. Una racha de viento hace que cierre los ojos, que su vestido se despliegue como la vela de un náufrago. Francis la mira y siente deseos de dedicarle la vida entera a aquella diosa de piernas poderosas y orgasmos ruidosos, tan hábil encontrando taxis en carreteras solitarias como en tramitar formularios del INEM, el trabajo que le permite vivir con holgura y tranquilidad. Una petarda maquillada para ir a un Festival Betty Boop se cruza con Ona y es obvio que no pertenecen ni tan siquiera a especies cercanas. Ona con el vaso en una mano y los zapatos colgando de la otra echa a andar hacia la orilla, sabedora de que Francis la va a seguir o quizás indiferente a que lo haga. Gifford anda loco. Mr. Frankie mira a derecha e izquierda. El escáner indica que no hay nadie conocido. El tío de TV3 tampoco. Suspira, apura su Jim Beam y sigue a Ona a la oscuridad, en dirección a los patines que, frente a las olas, parecen tortugas petrificadas por una terrible aunque incierta nostalgia. Se sientan.

—¿Qué pasa?

—Te lo suelto ya.

—¿Qué?

—Estoy de dos meses y medio.

Francis acusa el golpe, saca un cigarro, ofrece otro a Ona que lo acepta y a la lumbre de su Zippo, Francis le pregunta qué va a hacer.

—Perderlo supongo.

Su polla siempre metiéndole en problemas. Se le viene a la cabeza la futura escena de Laia, la grabación a tomar por culo, el montón de mierda que suponía cargar con todo aquello, con una tía a la que solo querías cuando querías follártela.

—Siempre lo he tenido claro y ahora, yo qué sé. No es fácil.

Mr. Frankie deja pasar el tiempo pero la pregunta está ahí, de tal modo que no es ni necesario formularla:

—Francis, te lo estoy diciendo porque es tuyo. Con él hace meses que no me acuesto.

—Joder.

—Sí, mira, soy así. Follar con él pensando en ti no es uno de mis deportes favoritos. Supongo que tú puedes, pero a mí me cuesta.

Callan. Las olas siguen llegando, ruidosas, casi una ronquera que llega a ser relajante. Gifford se acerca hasta ellos. Arquea su lomo como si hubiera visto muerto a Don Gato.

—¿Adónde irás a...?

—No sé, no sé...

—Ahora se puede...

—Déjalo, ¿quieres?

Ona se tapa la cara con las manos. Suenan los Psychedelic Furs. Mal asunto si empiezan con los siniestros, piensa Francis, aunque enseguida se riñe y se dice que en vez de pensar eso, debería estar por ella. Fijar la atención y escucharla. Por una vez, decir algo sensato en el momento correcto.

—Es que, con independencia del crío, esto no tiene sentido. Estar casada con él cuando mi cabeza siempre está contigo. En qué haces o cuándo te volveré a ver. Y le quiero. Es un buen tío. Y estoy bien con él o al menos lo estaba.

—Bueno, ya lo hablamos la última vez, ¿no? Ha estado bien, Ona, pero la historia era la que era y ya está, ¿no? Tú tienes tu vida y yo la mía.

—Sí, por supuesto.

No, no era eso lo que Ona quería escuchar. Francis lo sabe pero ahora es más imperativo que hace un cuarto de hora decirle que se ha acabado todo, que no quiere volver a verla ya que además de ser ella un problema tiene otro dentro. En un mundo paralelo, quién sabe, podían haber sido el uno para el otro y haber traído aquella noche a los Imperials de coros, pero ahora no está por la labor de acarrear niños, maridos celosos y novias vengativas con hermanos grabadores de discos de éxito, producidos por tíos grandes de verdad.

—No sé, tenías tu vida antes de que llegase. Sigue con lo mismo. Si quieres perderlo, te ayudo con pasta. Me hago cargo de eso. Y si quieres tenerlo, yo que sé, dile que es suyo.

—No me has oído, ¿no?

¿Qué coño le pasa al puto gato?

—Sí, sí, pero puedes arreglarlo fácil si...

—Si acudo rápido a casita y me bajo las bragas aún más rapidito. ¿Es eso lo que me estás diciendo? Si no lo quiero perder hago eso y ya está, ¿no?

—Joder...

—¿Joder qué, Francis?

—Tía, te acostabas con los dos hasta hace nada. Haz lo que quieras. ¿Quieres tener el crío? De puta madre. Te paso pasta pero yo no quiero saber nada de eso porque lo nuestro ha sido lo que ha sido, follar, y ya está.

—Crees que lo sabes todo, ¿no? ¿Te has preguntado alguna vez si existe vida más allá de ti, Francis?

Los ojos de Ona retienen sus lágrimas. Ella no va a permitirse llorar delante de él. Y aunque lo hiciera, sabe que Francis hará como si no las viera. En esas que los dos oyen algo a sus espaldas, el gato hace un quiebro, se mete debajo de la parte posterior del patín y algo que no pueden ver sino solo notar, intuir, algo grande y rápido, salta sobre el regazo de Ona, toca las piernas de Francis y desaparece. En la falda de la chica, quedan unas marcas de patas inconfundibles y en su blusa una pringosa baba de roedor. El resorte defensivo los ha puesto en pie. Ya no se volverán a sentar.

—¿Es lo que creo que era?

—Sería otro gato.

—Era una rata.

Para Francis, a quien le aterran las ratas, aquello ha sido un buen susto, pero Ona sigue ahí, tratando de limpiarse la blusa, más contrariada que asustada. Él no puede más que admirarse de aquella mujer fuerte, adulta. Ojalá tenga suerte. Pero, eso sí, que no se olvide jamás de él y de lo bien que se la follaba.

—En fin, creo que es un buen final. En baba de ratas y con el consejo de que me folle a mi marido apenas llegue a casa. Igual se la chupo antes. ¿Qué te parece, Francis, eso mejoraría el plan?

—Ona, escucha...

Pero Ona ya va en dirección al chiringuito, al coche, a la oscuridad. Francis se queda allí parado. Decide evitar la imagen peliculera del chico solo y borracho en el drive-in y vuelve tras ella. Quiere que aquello acabe, pero no de ese modo. La chica se acerca a la barra, deja su vaso y se dirige al aparcamiento. Se cruza con la moto aparcada y la reconoce. Se calza ya fuera de la arena y con un puntapié tira la moto de Laia al suelo. Francis lo ve desde lejos y echa a correr tras ella.

Le da alcance cuando la chica ya está dentro del Ibiza. Francis está furioso. Golpea con los puños el cristal. Ona pone en marcha el coche, lanza una mirada que Francis no sabe si traducir como desprecio o compasión. Gira sobre las ruedas y se va. Francis levanta su moto. El retrovisor está destrozado al haber recibido todo el peso de la caída. No sabe muy bien qué hacer pero se sube a la moto y va tras Ona. Quiere explicarse. Embroncarse. Demostrarle algo, bajarle los humos, sacarla del coche, hacérselo en la misma carretera, pedirle perdón, todo a la vez.

Acelera. Ella lo ve venir por el retrovisor y también acelera. La tiene a unos cincuenta metros, quizás algo más. Llegan las curvas. La pierde de vista. El faro de la Vespa ametralla como un tartamudo a causa del golpe. Va casi a ciegas guiándose por los faros del Ibiza. Después de las curvas se acercarán a las pistas desiertas del aeropuerto y la carretera estará mejor iluminada.

Y en eso que un coche aparece de ningún sitio.

Uno grande, un monstruo freak de época. ¿Un Dodge, un viejo Ford?

Ocupa los dos carriles, el universo entero.

Ona se asusta y de un volantazo deja la calzada, se come el arcén, el socavón que la lleva hasta impactar violentamente contra los árboles. El coche no se detiene. Francis, sin luces, puede ser una presa fácil ante el zigzag del auto en dirección contraria, así que se acerca hasta la cuneta y pone el pie en el asfalto. Cuando aquella bestia lo sobrepasa, corre hasta donde está el Ibiza. Baja el terraplén. Una rama fuerte y baja ha atravesado el parabrisas delantero y ha reventado la cara a Ona como una mariposa contra un cristal.

Francis sabe que no debe quedarse ahí. Cuando llegue a El Prat, desde una cabina, llamará a la Guardia Urbana, a una ambulancia. Luego, volverá con Laia, se acurrucará a su lado y rogará que todo haya sido una pesadilla, que nada haya sucedido, que las ratas no existan y que Julià guarde su lengua en sorbete y Jim Beam.

Quizás mañana llame a Ona.

Idiota: Ona está muerta.

La has matado tú.

Con tu hijo dentro.

Los dos. Muertos.

Laia estará buscándole por el Karma y el Jamboree.

Goodnight ladies, ladies goodnight.

Yo fui Johnny Thunders

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