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CAPÍTULO 2 Maracaibo
ОглавлениеLo veo que viene caminando hacia mí a lo largo del pasillo; lo estoy viendo entre las barras de la cuna. Su cara me es familiar y estoy feliz de verlo. Se me hace agua la boca cuando veo lo que trae en la mano… ¡Uhm!, ¡mi favorito…Toddy! Un tetero de Toddy, la leche achocolatada por excelencia en Venezuela.
Viene silbando pero, en lo que está cerca, deja de silbar y empieza a cantar “Muñequita linda”. Tiene una hermosa sonrisa, llena de dientes blancos. La canción me es conocida, me gusta. Estoy acostada, boca arriba; no me puedo parar o no es necesario. A lo mejor ni sé hacerlo. Estoy feliz de verlo, de la manera como solo un bebé puede estarlo. Es un nuevo día. Él se ve recién bañado, fresco y huele a ese olor tan familiar para mí. Todo me es conocido —tiene que haberlo sido—. Me está trayendo el primer tetero del día y es mi favorito.
Mi papá tiene puesta su bata de seda color vino tinto y sus pantuflas. ¡Parece un rey! Su cara es de puro amor cuando me mira y me entrega el tetero. Yo lo tomo con mis dos manos mientras él me dice cariñosamente: “Buenos días”. Me contempla durante un rato; luego se da la vuelta y empieza a caminar alejándose de mí.
Este es el primer recuerdo del que tengo conciencia y es con mi papá, a quien tanto quise. Siempre me sentí amada y protegida por él. Para ese entonces debo haber sido una bebita, porque no solo estaba en la cuna, sino que no me podía parar.
Amoroso y protector con sus hijos, fue un padre extraordinario, con valores, principios y educación. Un padre para el cual sus hijas eran lo más valioso que tenía. Los varones también, pero nosotras éramos especiales.
Él fue la razón por la que confié siempre en los hombres; nunca pensé que nada malo pudiera venir de ellos; esperaba que todos fueran como papi.
Tengo muchos recuerdos de mis primeros años de vida. Me llegan a la memoria como destellos, pero todos tienen la misma esencia, siempre rodeados de la familia y los amigos.
Maracaibo es la región petrolera por excelencia de Venezuela. Es la segunda ciudad más importante después de Caracas, y los maracuchos somos regionalistas. Estamos orgullosos de lo que somos y del lugar de donde venimos.
A Maracaibo se debe el nombre de nuestro país: Venezuela. Américo Vespucio lo llamó “Pequeña Venecia” al ver los palafitos en el agua del lago de Maracaibo. Los palafitos son las casas de los indígenas de la región —los guajiros—, construidas sobre el agua.
Maracaibo es especialmente caliente durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Es como Houston en los días de verano.
Entre mis recuerdos más vívidos están las mañanas en las que mi mamá pronosticaba el tiempo como toda una meteoróloga y nos informaba: “Hoy va a estar bien caliente”, mirando por la ventana mientras desayunábamos. Dentro de mí me preguntaba: “¿Cuál será la diferencia, si todos los días son calientes?”.
Pero sí, sí había diferencia. Cuando mi mamá veía que ni una sola hoja de árbol se movía, eso quería decir que, además del calor, no tendríamos brisa y, aunque costara creerlo, el viento, así fuera poco, nos ayudaba alguito ante tanto calor.
Para mi mamá aquella temperatura era terrible. Después de todo, ella es de Altamira de Cáceres, en Barinas, un pueblo que está ubicado donde empieza la cordillera andina, que se extiende desde Venezuela a través de Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y Chile.
¿Y cómo terminó mi mamá en Maracaibo? ¡Cosas del amor!
Mami, quien para aquel entonces ya vivía en Caracas con su familia, había acompañado a una amiga a una boda en Maracaibo. Sin embargo, había huelga de taxistas durante esos días. Mi mamá y su amiga salían del hotel a ver cómo se podrían trasladar. Papi estaba en una reunión en ese mismo hotel, ya iba de salida y estaba esperando a que el valet le entregara el auto. Allí estaban mi mamá y su amiga Amarilis viendo a ver cómo podrían transportarse con semejante calor. Papi, quien además de caballero era todo un galán, se ofreció a llevarlas.
—Chicas, ¿adónde quieren ir? Con esta huelga no van a llegar muy lejos.
Fue tan galante que se ofreció incluso hasta a esperar por ellas si fuera necesario. ¿Plan con maña? Él contaba que, cuando vio a mi mamá, quedó prendado de su belleza y solo esperaba que no le dijera que no.
Mami se regresaría a Caracas un martes trece. Papi le dijo: “Es martes trece. Ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes”, pero mamá se subió al avión de regreso, no sin antes darle, muy agradecida por su caballerosidad, su teléfono y dirección en Caracas.
Así comenzó aquella hermosa historia de amor que llevó a mi papá a manejar toda la noche, de Maracaibo a Caracas, para visitar sorpresivamente a mi mamá y comenzar a cortejarla. Y así fue: a la mañana siguiente, papi tocaba a la puerta de casa de mami, declarando que ya la extrañaba.
En aquella época, entre finales de los sesenta y comienzos de los setenta, íbamos al colegio todo el día. Teníamos turno de mañana, regresábamos a la casa para almorzar y volvíamos al colegio durante el resto de la tarde.
Nuestros días favoritos eran cuando mamá no podía buscarnos a la escuela para el receso del almuerzo y quien nos recogía era mi tío David. El tío David era el hermano mayor de papá, un soltero empedernido que adoraba a sus sobrinos y, de paso, nos consentía a morir.
Claro, cada vez que lo mandaban a buscarnos era con la misma instrucción de mami: “David, por favor, no lleves a los muchachos a comer helados antes del almuerzo, ¡mira que después no comen!”.
Y por supuesto que, al ver al tío, todos corríamos felices en dirección a su auto porque sabíamos que iríamos directo… ¿a qué? ¡A comer helados!
—¡Sííí! —decía María Eugenia.
—¡Yupi! —decía yo.
—Heladooooossss —gritábamos todos. Y mis hermanos varones:
—¡Loco, ya se va a poner brava mami!
¡Aquello era estar en el Paraíso!
Mi tío siempre tenía cucharas de madera en sus bolsillos. Él decía que el helado sabía mejor así.
—Ya saben, niños: ¡no comimos helados! ¿OK?
Ese era el trato nuestro: él nos consentía y nosotros nos dejábamos consentir en una complicidad única entre los sobrinos y el tío favorito.
Tan pronto llegábamos a casa, mi mamá nos veía con aquella mirada inquisitiva, tratando de que nuestros ojos nos delataran y por supuesto que quedábamos todos al descubierto.
—¡David! ¡Otra vez! Te dije que nada de helados. ¡Ahora estos niños no van a comer!
—¡Pero yo tengo hambre, yo sí como! —decía el tío.
Yo era la más pequeña de todos. La más pequeña de “los tuyos, los míos y los nuestros”. Mis padres, ambos, eran divorciados, tenían hijos de sus respectivos matrimonios anteriores y juntos nos tuvieron a mi hermana María Eugenia y a mí. Éramos para el momento una familia supermoderna. En aquellos tiempos no muchos estaban divorciados y vueltos a casar. Éramos la Familia moderna de la época y La pandilla Brady antes de que ellos existieran.
Sentía que vivía en medio de gigantes, siempre rodeada de gente mucho más grande que yo. Mi hermana me lleva dos años, pero yo la veía inmensa, y mis hermanos por parte de madre y por parte de padre eran todos adolescentes.
La casa siempre estaba llena de familia y amigos. Amigos de mis papás y de mis hermanos. Y creo que, por ser la chiquita, todos querían abrazarme y besarme. Pasaba de brazo en brazo. Me apretaban y besaban. ¡A veces pienso que debo haber sido de lo más graciosa e irresistible, ja, ja, ja!
Repartía besos hasta que me cansaba y les decía:
—Se me acabaron los besos.
—¡No! Debes tener más por algún lado —me respondían.
—¡Tendré que fabricarlos!
—Ve y haz más.
Yo corría a una esquina donde no me vieran y allí, como una gran costurera, hacía como que cosía besos nuevos. Me imaginaba que tenían forma de corazón y eran rojos. Luego regresaba al grupo con la gran noticia:
—¡Ya están listos los besos!
La mejor parte era la hora de las comidas, especialmente la hora de la cena, que era cuando teníamos más tiempo. Para el momento del almuerzo siempre estábamos corriendo, porque teníamos que regresar al colegio y papi debía regresar al trabajo. A pesar de eso, había tiempo para hacer una pequeña siesta.
Era una época feliz en la que vivíamos relajados.
A la hora de la cena nos divertíamos a morir. La mesa estaba llena de niños, de adolescentes y de nuestros padres.
Mi mamá, quien ha sido una gran madre, solo nos dejaba tomar soda a la hora del almuerzo, y solo una. Pero para la cena nos daba alguna bebida nutritiva entre las que estaban la chicha (bebida de arroz), la avena, el Toddy (bebida achocolatada venezolana) o un batido de fruta.
El problema era cuando la bebida de la noche era nuestra favorita: ¡chicha o Toddy! Nos ponían la jarra llena en el medio de la mesa. Mis hermanos varones miraban la jarra como fieras a su presa. Mi hermana Laura, siempre tan elegante y delgada, no ponía mucha atención. Pero ella siempre era la juez y la que rompía los empates. Y bueno, estábamos nosotras dos, las chiquitas, que de verdad no entendíamos muy bien esas peleas, pero nos divertían inmensamente.
Los varones querían servirse la jarra completa. Y como dice el dicho: “El que parte y comparte se lleva la mejor parte”. Así, mi hermano Perucho informaba que él sería el que iba a servir.
—Yo les sirvo a todos.
—No, no, no; yo lo hago —decía David, mi hermano.
Ellos son de la misma edad, así que había una lucha de poderes sana allí.
—El que lo dijo primero es el que sirve —decía Laura.
En una ocasión, Perucho empezó a servir y solo llenó la mitad del vaso a todos, pero, cuando llegó al suyo, se sirvió hasta que se derramó.
Todos estábamos protestando cuando de repente mi mamá intervino:
—¡Qué modales son esos! Eso no se hace. ¡En esta mesa no permito eso!
Perucho, dándoselas de niño obediente, preguntó:
—¿Y cómo es, mami?
—Sirve dos dedos por debajo del borde del vaso.
Una noche era día de chicha. Yo podía verles las caras a los varones. Parecían caballos listos para salir a la carrera. Estaban que saltaban a la jarra. David se ganó el honor de servir y dijo:
—Son dos dedos por debajo del borde, recuérdalo.
Perucho decretó que sus dedos serían la medida. Mi hermano bello tiene los dedos más gorditos que he visto en una persona y él lo sabía. Por eso, fue el voluntario de la noche. Sin embargo, nadie se estaba quejando. Todos seguíamos el juego. Hasta que llegó la hora de servir su vaso. ¡En ese momento no puso sus dedos como medida, no! Perucho dijo:
—María Eugenia, ¡dame tu mano!
Mi hermana era, de todos, la que tenía los dedos más delgados de la mesa.
—¡Vos serás vivo! —comentó David.
Y saltamos todos a reírnos. Esas eran nuestras peleas.
Crecimos acostumbrados a compartir con los estadounidenses. En Maracaibo había muchos campos petroleros con familias enteras provenientes de Estados Unidos que vivían allí. Ese era el pasatiempo favorito de mis hermanos, que estaban en plena adolescencia: ir a los campos a conocer chicas.
La casa se la pasaba llena de amigos de mis hermanos. Venían a bailar, a jugar juegos de mesa, a hablar, a reírse ¡y hasta a jugar a la Ouija!
Así era mi hogar. Cuando, años más tarde, las dos más pequeñas éramos adolescentes, nuestra casa estaba siempre llena, parecía un club; es más, la llamaban “el Club Montiel”. Y la política de papi era open house, puerta abierta. Mi padre prefería que estuviéramos en la casa y saber dónde y qué estábamos haciendo antes que no saber. Él era un papá divertido y acogedor. Se hacía amigo de nuestros amigos; ellos lo adoraban y les encantaba estar en su compañía.
Yo era tan pequeña que podía meterme entre las piernas de papi cuando él caminaba en las mañanas antes del desayuno. No sé cómo lograba caminar el pobre, pero lo hacía. Era uno de mis momentos favoritos del día. Una de las razones por las cuales odié crecer fue no poder seguir caminando entre sus piernas.
¡Eran los años setenta y mi hermana mayor se vestía al último grito de la moda!
Pero el día más divertido fue el día en que se graduó de bachillerato. ¡Todos los que llegaban eran recibidos con un balde de agua! ¡Solo en Maracaibo!
¡Dios mío! ¡Nunca había visto tantas mujeres furiosas, con las pestañas artificiales guindando sobre los cachetes y los postizos de pelo colgando! Pero todos, después del susto, se divirtieron como enanos hasta bien tarde. Muy al estilo venezolano, fue una de esas fiestas que se prolongaban hasta el amanecer.
Yo solo tenía cinco años cuando mi hermana se graduó. La admiraba por su belleza, elegancia y alegría. Siempre tenía las ocurrencias más graciosas, como cuando nos tocaba las orejas para ver si estábamos mintiendo: si estaban calientes, definitivamente era mentira lo que habíamos dicho. Nos daba horror ser descubiertos porque las reglas de papi eran: “Al decir la verdad, nunca estarán en problemas”.
Mi hermana mayor, Laura, se graduó y se fue a la universidad. Para mí aquello significó un gran vacío, la extrañaba muchísimo. Para ella todo era excitante y motivo para celebrar.
Nunca olvidaré, gracias a mi hermana, el día que el hombre llegó a la Luna. Laura corría por toda la casa y gritaba:
—¡El hombre llegó a la Luna! ¡Vengan, vengan! ¡Vengan a verlo! ¡El hombre llegó a la Luna! Papi, ¡ven a ver! ¡El hombre llegó a la Luna!
Seguía corriendo por la casa haciendo que todos fuéramos hacia el televisor a ver las imágenes. Yo corrí. Hacía todo lo que ella decía. Llegué al televisor a mirar aquello que estaba pasando y que según ella era tan importante. Pero estaba muy pequeña para entender bien lo que significaba.
Con el tiempo entendí que, pese a ser tan pequeña, tenía suficiente conciencia como para recordar que había sido testigo de los primeros pasos del hombre en la Luna. Gracias a la magia de la televisión, había formado parte de un acontecimiento histórico que se convertiría en uno de mis recuerdos más memorables.
Ese recuerdo cobró mucho más valor aún cuando, en 1994, como ancla de noticias de Telemundo en Houston, fui invitada a una cena conmemorativa de los veinticinco años de la llegada del hombre a la Luna, en el Astrodome. ¡Allí conocí en persona a Neil Armstrong! Mi pasado se convirtió en presente y llegué a la Luna en el momento en que nos dimos las manos.
Sin saberlo, he estado caminando sobre muchos primeros pasos de la humanidad.