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PRESENTACIÓN UNA VIDA DE CUALQUIERA: RIQUEZA TESTIMONIAL
Оглавление“Al declinar la existencia es indispensable tratar de reunir la mayor parte de las sensaciones que han atravesado nuestro organismo. Pocos conseguirán realizar así una obra maestra (Rousseau, Stendhal, Proust), pero todos serían capaces de preservar de tal manera algo que sin este pequeño esfuerzo se perdería para siempre. Llevar un diario o escribir a una cierta edad las propias memorias debería ser una obligación ‘impuesta por el Estado’; el material que de tal forma se habría reunido después de tres o cuatro generaciones tendría un valor inestimable […] no hay memorias que no encierren en sí mismas valores sociales y pintorescos de gran importancia”. Estas palabras, escritas por el estupendo narrador italiano Guiseppe Tomasi di Lampedusa en la Introducción a sus Recuerdos de infancia, sirven con mucha propiedad para resumir algunos de los mejores valores del libro de Carmen Rosa de Barth, Una vida de cualquiera.
Gracias al esfuerzo de la autora por dejar testimonio de los momentos y circunstancias más decisivos de su vida, algunas cosas de la historia del país no se han “perdido para siempre”. Al rescatar buena parte de su crónica, colateralmente lo ha hecho de una franja de la experiencia nacional y regional en las primeras décadas del siglo XX, de manera específica lo que fue la vida de los ingenieros extranjeros que arrimaron el hombro a la modernización de Colombia en materia vial, minera, petrolera, aeroportuaria, etc. Por supuesto, no es la primera vez que se habla de ellos, que se les reconoce lo que hicieron, tanto en estudios socioeconómicos como en obras biográficas, pero todo lo que se acopie de material inédito tiene un valor incuestionable. La recuperación de todo anecdotario de esas existencias vividas bajo los signos del riesgo, el azar y la provisionalidad, de la envidia y los olvidos, y, sobre todo, de una ingratitud de rasgos atávicos, amplía el conocimiento de nuestro propio pasado, nos completa.
Como muchos libros de memorias escritos cuando sus autores tienen ya una edad avanzada, estas páginas de Carmen Rosa de Barth retozan en un territorio donde no interesa tanto el género literario al que suelen adscribirse otros proyectos, como la fidelidad evocadora de la palabra, donde la pulsión autobiográfica se impone a cualquier camisa de fuerza literaria, donde, en una palabra, el anhelo del testimonio hace valer su linaje primario sobre la ficción y la preocupación por una composición sólida cede ante un recordar espontáneo.
Como resultado de ese viaje de la memoria que desovilla una vida, equilibrando el interés documental con el estético, se logra en la fragmentariedad agrupada establecer lo que fue un destino personal y, de contera, los valores que lo alimentaron y la atmósfera general de unos años. Mucho de esto lo consigue Carmen Rosa de Barth en su libro Una vida de cualquiera. Todo libro de memorias naturalmente aspira a la totalidad. Ninguno lo consigue, por supuesto. Y no solo por las limitaciones universales y particulares que constriñen a todo autor, sino porque no tendría valor, amén del tedio que significaría la reconstrucción exhaustiva del anecdotario de una existencia: de lo que se trata es de ofrecer la intensidad significativa de esta –sus epifanías y desgarramientos determinantes– a través de una obligada selección, es decir, de una construcción.
Y son la sinceridad y limpieza evocadoras que animan el libro la savia que provoca su lectura interesada, ante todo en su primera parte. No quiere esto decir que la segunda haga agua, que no ofrezca sabrosos bocados al apetito lector. No. Sin tratarse de un gran libro, sostiene de principio a fin un similar nivel de escritura –exceptuando ese momento en que no reprime el impulso de sermonear a la juventud de hoy–. Solo que el ritmo pausado de la primera favorece su degustación en mucho mayor medida que el desenvolvimiento acelerado y nervioso de la segunda. No se trata, aclaramos, de una separación formal, sino de un diferente tratamiento del material impuesto porque su resonancia en la memoria de la autora no es el mismo: niñez y juventud quieren volver con todas las paladeadas lentitudes de lo que es ensueño o paraíso perdido; la vida adulta parece querer escabullirse pronto entre las líneas de la página. Sobre la dicha recordada, se camina; sobre el dolor y las bregas, se cabalga raudo.
La infancia en El Zancudo (Titiribí, Antioquia) y la prolongada cantata de amor, donde se cuenta el nacimiento de ese idilio pastoril entre dos niños y su final realización adulta luego de años de espera, desencuentros y dificultades, como en cualquier novela convencional de amor que se respete, es la parte que mejor entrega, tanto lo que fue el signo de ese amor como las conductas generales y los valores que las alimentaban, el horizonte de vida de ciertos hombres y capas sociales de una época. Todo ello surgiendo en la luz indirecta que le proporciona esa historia de amor en un lugar y un tiempo con nombres propios, porque en ningún momento la autora se ha propuesto pintar el fresco de una época. Lo que le quema las manos es el tejido de lo que fue su vida hasta el comienzo de la vejez, lo demás es accesorio, derivado o circunstancial.
El idilio pastoril es precipitado por el matrimonio en el acezante torbellino desgastador de las imposiciones de la responsabilidad adulta. El rosario de traslados del esposo-ingeniero (si se lee el libro se verá que no es indiferente la unión que hacemos de estos dos sustantivos) a lugares apartados y selváticos, no siempre con aceptación de la esposa, y su secuela de separaciones; la convivencia familiar en medio de la precariedad de los campamentos y de su inveterado aislamiento de los centros urbanos desarrollados; en suma, una vida difícil, en ocasiones tocada por una fortuna modesta, y en otras, por su reverso, herida por la cuota normal de pena de toda vida humana (léase muerte, enfermedad, sufrimiento moral), concluyen por hacer del agua pura de ese amor de infancia una verdadera, rota, chamuscada, fragmentada pero enhiesta “bandera de Palonegro”.
Pero esa fidelidad a la “prosa de la vida” favorece en fuerza y credibilidad la extensa secuencia del romance y la infancia, y afirma la condición testimonial de estas memorias, con las cuales Carmen Rosa de Barth ha cumplido con esa “obligación” ideal propuesta por Lampedusa para todo ciudadano entrado en años. Memorias que, dentro de su inevitable fragmentariedad, dadas las limitaciones de toda vida humana y la obligada selección del total de material biográfico, encierran “en sí mismas valores sociales y pintorescos de gran importancia”.
Jairo Morales Henao
Tomado de Lecturas, Biblioteca Pública Piloto, 1995