Читать книгу La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis - Страница 11
ОглавлениеA mi madre se le iluminó la cara cuando oyó hablar de compañeras españolas. Se sentía totalmente perdida en una ciudad a la que solo conocía por las películas. Bueno, yo también me sentía así, con la desventaja de que yo no tenía su coraje para enfrentarme a las cosas y cada vez me veía más desorientada.
–¿Y a mí no me has encontrado un curro?
–¡Qué dices, Carlos, tú tienes que terminar la secundaria y, si no quieres seguir estudiando, aprender un oficio! ¿Te queda claro?
Mi hermano apretó los puños y temí que empezara una discusión, sin que le importara la presencia de Pierre, así que intervine con una pregunta que, en principio, me pareció un poco fuera de lugar, pero que contribuyó a que se liberara un poco la tensión que se podía casi tocar en el aire de aquella sala.
Le pregunté a Pierre por qué había una calle que se llamaba Cristino García.
–Bueno, ya está la niñata esta fijándose en tonterías, como siempre –dijo mi hermano mirándome con cierta acritud.
–No es ninguna tontería. Eso demuestra que tu hermana se interesa por las cosas.
Entonces nos contó que Cristino García fue un asturiano que había luchado en contra de la sublevación franquista, y que se exilió a Francia, donde luchó con la Resistencia en contra de la invasión alemana, y por el valor demostrado le concedieron el grado de Héroe Nacional de Francia.
–Claro que tuvo la mala idea de regresar a España para organizar un centro de resistencia contra la dictadura, y fue apresado y condenado a muerte, sentencia que se cumplió en febrero de 1946. Ese mismo año, aquí, en París, se le concedió la Cruz de Guerra.
–¡Vaya! Pues no tenía ni idea…
–O sea, que un héroe. Y seguro que para eso no tuvo que estudiar ni nada…
–Mira, Carlos, no está el horno para bollos. Tú no eres un héroe ni nada por el estilo, y aquí todo el mundo tiene que hacer lo que tiene que hacer, y lo tuyo es estudiar. Así que no hay más que hablar. Y no me repliques.
Carlos lo miró desafiante, pero ante la expresión de ira de mi padre, bajó la cabeza.
Con el tiempo me fui haciendo a aquella vivienda que en nada se parecía a la que abandonamos en la isla.
Siempre encontraba a gente en el vestíbulo, esperando al ascensor o, simplemente, hablando de sus cosas.
Al lado derecho de nuestro piso vivía un obrero de la fábrica de automóviles, y en el izquierdo un hombre que vendía chatarra –«antigüedades», decía él–. Los dos estaban casados y tenían dos o tres hijos pequeños. La verdad es que no puedo decir quiénes eran hijos de quién, porque aquello era todo el día un entra y sale.
Sobre nuestro piso vivían unas familias procedentes de Mali, algunos de cuyos hijos me los encontraría en el instituto. Sus vidas parecían muy activas y siempre estaban sonrientes, de buen humor.
Algunos muchachos de nuestro bloque se reunían en un solar en construcción que había frente a nuestro edificio. Ellos llegaban primero. Luego, como si se hubieran puesto de acuerdo, llegaban las chicas, a veces en grupo, otras solas, pero coincidiendo a la salida de los bloques vecinos.
De allí se iban a una plaza cercana, donde de vez en cuando celebraban una pequeña fiesta, con bebidas que sacaban ocultas de sus casas, o bien se ponían de acuerdo para ir al centro.
Yo los contemplaba oculta tras los visillos de la ventana que daba al balcón, con cierta envidia, hasta que, con el tiempo, conseguí hacerme amiga de algunas compañeras del instituto y poco a poco me fui integrando en su pandilla. La mayoría de ellas eran también inmigrantes, con lo que comprendían mejor mis estados de ánimo.
Aquella primera noche, y a pesar del cansancio, apenas pude dormir. Tenía demasiadas preguntas en mi cabeza. Echada sobre la cama, recorría mi habitación: el armario empotrado en una de cuyas hojas habían pegado un espejo, la pequeña mesa de estudio, las paredes desnudas y blancas que me daban una sensación de mayor soledad. Mañana mismo pondré algo en estas paredes. Ya se me ocurrirá: algún pañuelo, dibujaré algo…, no sé. En mi mesa de noche, junto a una pequeña lámpara, Nuestra Señora de París: un regalo de despedida de mis amigas. Ya sé que te extrañará este regalo, pero es que queríamos regalarte algo que te acercara a ese país donde vas a vivir ahora, así que le preguntamos al librero y nos recomendó este libro. Por lo menos es tan gordo como cualquier best-seller, bromeó Sofía. Esperamos que te guste.
Pues allí estaba, en mis manos, pero aún no había tenido el valor de abrirlo y leer su dedicatoria. Tenía que decidirme. Lo abrí. Quería enfrentarme de una vez a aquella despedida que se prolongaba y me hacía daño: A nuestra querida, queridísima amiga para que se acuerde de nosotras en ese fabuloso París donde estamos seguras de que será feliz y alcanzará lo que se proponga. Esperamos que regreses pronto. Siempre te recordaremos con mucho mucho cariño. Un beso muy fuerte. María, Carmen, Elia, Sofía, Marta, Isabel y Tere. Los «muchachos», Santi, Juan, Daniel y el resto también te piden que no los olvides.
Se me hizo un nudo en la garganta. Tragué saliva. No voy a llorar ahora, me dije. Pasé la página, no sé por qué me salté la introducción y me fui al primer capítulo. Intenté concentrarme en la lectura para ver si así por fin me llegaba el sueño.
Hace hoy trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diecinueve días que los parisinos se despertaron al ruido de todas las campanas repicando a todo repicar en el triple recinto de la Cité, de la Universidad y de la Ville.
De aquel 6 de enero de 1482 la historia no ha guardado ningún recuerdo. Nada destacable en aquel acontecimiento que desde muy temprano hizo voltear las campanas y que puso en movimiento a los burgueses de París; no se trataba de ningún ataque de borgoñeses o picardos, ni de ninguna reliquia paseada en procesión; tampoco de una manifestación de estudiantes en la Viña de Laas ni de la repentina presencia de Nuestro muy temido y respetado señor, el Rey, ni siquiera de una atractiva ejecución pública, en el patíbulo, de un grupo de ladrones o ladronas por la justicia de París...
Al llegar aquí me salté unas líneas, porque me llamó la atención lo que ponía en el párrafo siguiente:
Lo que aquel 6 de enero animaba de tal forma al pueblo de París, como dice el cronista Jehan de Troyes, era la coincidencia de la doble celebración, ya de tiempos inmemoriales, del día de Reyes y la fiesta de los locos.
¿Qué será eso de «la fiesta de los locos»? Bueno, aún queda mucho para que llegue, pensé, y el recuerdo de las pasadas Navidades, las primeras sin nuestro padre, una fecha en la que se hacen notar más las ausencias por más que intentemos disimularlo, pudo más que mi curiosidad por averiguar qué día era ese e hizo que cerrara el libro y me quedara con la vista fija en el techo, intentando pensar en otra cosa. Pero la lejanía, las despedidas, la tensión del viaje se confabularon para que se rompiese la poca fortaleza que aún me quedaba y lloré, tapándome la cara con la almohada. Así me llegó el sueño.