Читать книгу La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis - Страница 17
ОглавлениеEn ese momento oímos la puerta. Era nuestra madre, que llegaba del trabajo.
–¡Qué raro, los hermanos discutiendo! ¿Qué pasa ahora?
–Nada, vieja, que esta se cree que la única que habla bien es ella y pretende darme lecciones.
–Lecciones ¿de qué?, ¿de francés?... Pues a mí tampoco me vendría mal porque todavía no me entero de casi nada.
–De francés ni lo intento –contesté–. Imagino que con algunos de sus colegas tendrá que entendérselas de alguna manera, pero me refiero a cómo habla cuando está entre amigos españoles.
–Ah, pues mira, ahora que lo dices, tienes mucha razón porque yo a veces no sé ni lo que me dice. Es como si no me estuviera hablando en mi idioma.
–Lo que pasa es que tú no estás al loro. Y ¿cómo voy a hablar así cuando estoy con toda la peña? Ahí tengo que hablar en franchute porque si no… Bueno, hablar hablar, poco, aunque ya me sé alguna que otra palabrota… Además, de eso se trata… Y, bueno, encima defiendes a la pija esta.
–¡Yo no defiendo a nadie! Solo digo que al menos en casa podías hablar de otra forma y no como cuando estás con los amigos…
–Mira, no me seas agonía, que bastante he tenido con esta…
–¡Habrase visto!...
Mi madre lo miró con enfado y hasta pienso que contuvo sus ganas de darle una merecida bofetada. Luego, para evitar nuevos enfrentamientos, nos preguntó si habíamos almorzado.
–Ah, y a propósito de hablar, esta tarde tenemos que ir al Centro Social a la clase de francés.
Carlos aprovechó la ocasión para protestar por centésima vez por haber tenido que venir aquí dejando a los coleguitas del barrio, las fiestas, los partidos de fútbol…
–Y aquí uno sin enterarse de nada, colgado como una percha, y todo por culpa de…
–¡Por culpa de quién! No digas que de tu padre porque entonces sí que te doy una bofetada. Y si me la echas a mí, no tengo por qué darte explicaciones, pero voy a hacerlo. Si hemos venido aquí es porque tu padre lo estaba pasando muy mal para poder enviarnos algunos euros, y a mí se me ofrecía la oportunidad de trabajar, lo que no habría conseguido si nos hubiésemos quedado allí mano sobre mano. Además, ustedes tienen la ocasión de formarse, de aprender otro idioma, de trabajar y quién sabe…
–¡Quién sabe qué! ¿Si podemos regresar? ¿Cuándo será eso?; ¿dentro de cinco, de diez años…, nunca? ¡O es que crees que con esos sueldos de mierda…!
La mano de mi madre cayó con fuerza en el rostro de Carlos. Este se quedó un momento paralizado por la sorpresa. Luego apretó los puños y miró a nuestra madre con rabia. Ella le sostuvo la mirada y él, entonces, dio media vuelta y se fue a su habitación, que cerró de un portazo.
–¡Y, para que te enteres, no pienso ir esta tarde a ese centro de…!
Traté de tranquilizar a mi madre y que se sentara a almorzar.
–No te preocupes: ya sabes que Carlos tiene sus prontos, pero se le pasa. Esperaré un rato y luego entraré en la habitación a ver si lo convenzo.
–No, mejor voy yo. No quiero que vuelva a las andadas.
Dejó pasar cerca de una hora y entró. Cerró la puerta, por lo que yo apenas oía la conversación. Me fui acercando despacio.
–Si no haces un esfuerzo por aprender francés, ¿cómo vas a entenderte, como tú dices, con tus nuevos colegas?
Oí un ruido como de una silla al rodar y me aparté de la puerta. No quería que mi madre y mucho menos mi hermano supiesen que me había acercado a escucharlos.
Con toda aquella discusión, me había olvidado de contarle a mi madre lo de la próxima visita al museo.
–No, no tengo que pagar nada. Vamos con el instituto y nos acompañarán dos profesores.
Mi madre se alegró. Creyó ver en mi entusiasmo una señal de que me estaba adaptando a mi nueva vida.
Sí, yo estaba haciendo todo lo posible, pero no podía evitar momentos de angustia, de temor a que no se cumplieran mis expectativas, a no encajar en aquella sociedad que en algunos momentos se me mostraba hostil, sobre todo cuando íbamos al centro, lo que hacíamos muy pocas veces y siempre gracias a Pierre, que venía a buscarnos algún fin de semana, cuando ya hacía unos meses que nos habíamos instalado.
–Mira, Pierre, nosotros te lo agradecemos mucho, pero sabes que no podemos gastar, sobre todo ahora que estamos empezando, y tú sabes…
Mi padre lo decía con un sentimiento de vergüenza que no nos pasaba desapercibido. En esos momentos, mi hermano era incapaz de cualquier protesta; incluso hacía lo posible por quitar importancia a eso de ir al centro.
–Allí no hay más que monumentos, turistas de pasta sacando fotos como locos y pijos paseando en limusinas o comprando en tiendas en las que ya te cobran por entrar…
Alguna vez, Pierre llegaba a convencerlo y nos dejaba ir a mi hermano y a mí. Mi madre, a pesar de que mi padre insistía en que fuera también ella, prefería quedarse.
–A mí no se me ha perdido nada por allí –decía–. Además, la torre Eiffel esa o el arco de Triunfo y los Campos Elíseos ya estoy harta de verlos en la televisión y…, ya tendremos tiempo…
Yo notaba cierta reticencia cuando entrábamos en algún bar o íbamos a comprar un bocadillo y refrescos a alguno de los muchos kioscos que había por los jardines y parques de la ciudad. Pierre nos decía que fuésemos solos para irnos acostumbrando al idioma, pero no sé hasta qué punto eso era una buena idea. Nuestro aún pésimo francés, al que mezclábamos palabras en español y gestos que querían suplir nuestra ignorancia, les hacía torcer el gesto a más de uno o esbozar un sonrisa que más parecía de burla que de simpatía. Incluso llegué a oír frases que me parecían despectivas, más que nada por el tono, porque apenas lograba entender alguna que otra palabra suelta. Menos mal que, cuando nos veía muy apurados, Pierre venía a nuestro rescate. Probablemente nada de esto pasaba en realidad y era yo la que propiciaba mis interpretaciones con mi estado de ánimo.
A pesar de todo, hubo momentos verdaderamente emocionantes, como el paseo en paquebote o la entrada a Notre Dame. No sé si Carlos diría lo mismo si le preguntara, porque a veces parecía aburrirse. Cuando único le vi cierto entusiasmo fue cuando Pierre nos invitó a subir la torre Eiffel o cuando pasamos por el Moulin Rouge, que, como esperaba, le hizo preguntarle a Pierre cómo era la vida nocturna, sobre todo en aquel «puticlub».
–Ya lo sabrás cuando tengas edad y, sobre todo, dinero. Aquí donde me ves, lo conozco igual que tú ahora, por fuera.
–¡Venga ya! Seguro que alguna noche…
Pierre consideró que era mejor no seguir aquella conversación y, adelantándose, nos señaló la entrada del metro que debíamos coger.
–¡Vamos, que nos queda mucho camino de regreso!
Era suficiente para que mi hermano se enfurruñara y ya no hablase en lo que quedaba de camino.