Читать книгу La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis - Страница 14
Оглавление–Precisamente, Berta, allí no tendrá más remedio que espabilarse.
En cuanto a mí, en el centro conocí a Ruth, hija de un emigrante español casado con una marsellesa, y que tenía un año menos que yo. Me pareció muy alegre y segura de sí misma.
–Ya verás qué bien lo vamos a pasar en el lycée –me dijo.
También conocí a Jamila, que procedía de Marrakech y a la que, como a Ruth, tendría de compañera en el instituto.
Pero, aunque me invitaban a salir con ellas después de las clases de francés, yo prefería quedarme en casa y repasar las lecciones. Era la única manera de sentirme más segura cuando empezara el instituto e incluso con mis nuevas amistades, a pesar de que ellas me ayudaban bastante.
Mi madre empezó a trabajar y no sé si su ausencia y el hecho de que mi hermano se quedara con sus amigos a la salida del centro fue la excusa para que un día Adel se ofreciera a acompañarme a mi casa.
En ese momento no supe qué contestarle. Me molestaba pensar que lo hacía solo por esa amabilidad de la que tanto hablaba mi madre.
Reaccioné y le dije que no tenía por qué molestarse, que estaba muy cerca y no iba a perderme.
–Ya lo sé. Pero me gustaría hacerlo. Considéralo como una prolongación de la clase.
Le contesté que no era muy bueno poniendo excusas. Él sonrió. Fue el comienzo.
Llegó septiembre. Los días se fueron haciendo más cortos y un aire fresco, anunciador del próximo otoño, empezó a dejarse sentir. Carlos parecía no enterarse y seguía vistiendo con camisetas y alpargatas. Más de una vez entró chorreando en casa, aunque eso no es extraño porque aquí puede llover en agosto.
Aquel fin de semana, el último antes del comienzo del curso, Adel nos propuso a mi hermano y a mí ir a un cine en que daban una película en 3D. Le habían regalado cinco entradas para una de las salas de cine que había en un centro comercial. Así que pueden venir dos amigos más, añadió.
Mi hermano quedó en decírselo a Eduardo y yo invité a Ruth. Más adelante me daría cuenta de lo equivocado de mi elección.
–Ya sé que Adel va por ti –me dijo–, es un chico estupendo; parece tan maduro… Además, pronto acabará sus estudios y seguro que no tarda nada en encontrar un buen trabajo y…
Su entusiasmo me sorprendió, pero no lo suficiente para pensar que eran otros sus intereses y ponerme en guardia, sobre todo cuando me dio la impresión de que Carlos le gustaba, lo que, en cierta forma, me tranquilizó.
La película era la típica de acción, por lo que tampoco hacía falta saber mucho francés. El diálogo era escaso y lo sustituía una abundancia de efectos especiales: coches que nos pasaban por encima a velocidades endiabladas, balas que parecían dirigidas a nuestras cabezas…
Eduardo y mi hermano flipaban con todo aquello y Carlos no se daba cuenta de las miradas de Ruth. A mí lo único que me compensaba era estar sentada junto a Adel, sentir el calor de su brazo cercano al mío, cruzar de vez en cuando una mirada cómplice.
Acabó la película. Estaba anocheciendo. Carlos y su amigo se ofrecieron para acompañar a Ruth a su casa.
–Adel, acompaña tú a mi hermana, pero cuidadito con lo que se hace, ¿eh? –bromeó y a mí no me gustó nada la broma, lo que le hice saber con una mirada que él luego calificaría de asesina.
Durante el camino yo no sabía qué decir y empecé a comentar la película. Al final le dije que no me había gustado nada, de lo que me arrepentí casi al instante. No quería parecer una desagradecida.
–No, si tienes toda la razón –me dijo al darse cuenta de mi apuro–, así que quiero compensarte… Te invito mañana a dar un paseo por el centro. Todavía no lo conoces y…
–Pero yo… –le interrumpí–. Quiero decir que yo no puedo. Solo tengo diez euros y eso no da ni para el tranvía y no voy a permitir que tú…
–¿Por qué no?
Al final quedamos en que yo, al menos, pondría esos diez euros.
Durante la cena no dije nada. No quería que mi hermano empezase con sus bromas y que mis padres imaginasen cosas que realmente no habían ocurrido.
Me llamó la atención que Carlos solo hablara de lo buena que le había parecido la película, de sus efectos especiales, de cómo el malo iba de sobrado pero era un chulito que al final tenía que pagarla… Lo de siempre.
Mis padres lo miraban y yo me di cuenta de que se estaban enterando de poco o de casi nada, y yo me preguntaba qué habría pasado con Ruth, cuando él, tan amigo de una broma para fastidiarme, no mencionó que yo había venido a casa sola con Adel.
Lo miré interrogándole, pero él hizo como que no se enteraba y siguió hablando de la dichosa película.
Aquella noche estuve un buen rato asomada a la ventana, a pesar de que ya se notaba algo de frío. Trataba de poner en orden mi cabeza. No sabía qué pensar. Todo estaba yendo demasiado deprisa, o al menos eso me parecía. Sin embargo, no podía evitar una sensación de bienestar que desde hacía tiempo no experimentaba. Me sentía más segura y el hecho de que el lunes tuviese que empezar en el instituto ya no me causaba la zozobra de días anteriores, a pesar de que reconocía que estaba aún muy verde en lo del idioma.
Sabía que al día siguiente mi hermano saldría después del almuerzo para ir a jugar al fútbol. Esperé a que se marchara. Mis padres también se estaban preparando para ir a lo que ellos llamaban la «casa de los españoles» y yo aproveché para decirles que había quedado con Ruth y con Jamila para dar una vuelta.
Adel me esperaba en la esquina de la calle. Fuimos caminando hasta la estación y cogimos el tranvía. Fue como entrar en otro mundo, en ese que ya conocía a través de las películas, del que tanto me hablaron mis amigas con una mezcla de entusiasmo y envidia.
De la estación cogimos varios metros que nos llevaron hasta el Sena. Es curioso cómo nos imaginamos los ríos de niños, como una cinta azul y quieta, que dibuja curvas a manera de serpiente en los valles. Una ilusión que conservamos, a pesar de ver que no es ese su color, que a veces corren turbulentos y otras se hacen cenagosos. De todas formas, el Sena no me decepcionó, como tampoco el comprobar que el cielo de París no era tan rosa como el que aparece en la viejísima canción de Edith Piaf, «el ruiseñor de París», como decía mi madre –una de sus fans incondicionales– que la llamaban.
–Además, Julia, La vie en rose es de esas canciones que no tienen tiempo.
–Pues para mí sí que lo tiene, aunque imagino que cuando sea tan mayor como tú me parecerá diferente –bromeé mientras mi madre me amenazaba sonriendo.
Nos dirigimos a los muelles y empezamos a caminar despacio. Como me había anunciado Adel, desde le Pont de l’Archevêche era de donde mejor se veía la iglesia de Notre Dame. Aparecía majestuosa, con toda su belleza llena de misterio, recortada en un cielo que aquel día, a pesar de la estación, estaba limpio y parecía cercano.
–Hasta el año pasado esto estaba lleno de los llamado «candados del amor», pero de la noche a la mañana desaparecieron –me dijo–. Yo, a pesar de lo que digan, lo veo mejor así.
Bromeando, le eché en cara su falta de romanticismo.
–No creo que un candado sea, precisamente, un objeto romántico…
Nos detuvimos. Otras parejas atravesaban el estrecho puente, cogidos de la mano, o se detenían, como nosotros, a contemplar el Sena, los árboles y la hermosa catedral; y más de una, sin importarles los testigos, se besaban mientras un sol de ocaso anaranjaba las paredes de Notre Dame. Me acordé de la novela que me habían regalado mis amigas y mi imaginación voló hacia la terraza en la que, entre las gárgolas, como otro ahuyentador más de brujas y demonios, el jorobado Quasimodo vigilaba la invasión de turistas pecadores.
Seguimos caminando y llegamos al Pont Neuf. El Sena, de un color verdoso, parecía quieto, a la espera de un nuevo paquebote que lo agitase.
Miré a Adel y vi en sus ojos oscuros una mezcla de infelicidad y orgullo. Me dijo que una vez había amado a alguien pero que tuvo que dejarla porque se sabía un estorbo. Sus palabras me pusieron en guardia. Me dieron la impresión de que con ellas me estaba intentado decir lo que más adelante iba a confirmar.
Me cogió las manos y las suyas me parecieron cálidas y suaves, lo que nada tenía que ver con la realidad de un muchacho acostumbrado a cargar fardos y a trabajar, los fines de semana, arreglando jardines de otros.
Tal vez el amor pueda hacer ver las cosas de otra manera y nos haga desconocer a la persona a la que hemos dedicado gran parte de nuestro tiempo en descubrir.
–Se hace tarde –le dije–, quiero llegar antes que mi hermano. No me gustaría que…
–No te preocupes. Aquí mismo hay una boca de metro.
En el camino de regreso, me habló de su padre. Él había llegado a Francia, siendo niño, con sus padres, en los años setenta.
–Fue muy difícil la vida aquí. Mi padre tuvo la ventaja de que, al ser pequeño, pudo aprender mejor el idioma, ir a una escuela y conseguir un trabajo de mecánico en una industria. Aquí se casó y, bueno, somos tres hermanos. Yo soy el mayor.
No sé si temía que yo le preguntara sobre ese amor del que me había hablado. La verdad es que, a pesar de que me hubiera gustado saber algo más, no me atreví a preguntarle.
Me acompañó hasta la esquina de mi casa. Estaba anocheciendo.
–Bueno, ya nos veremos –me dijo, antes de besarme.
Fue un beso rápido, apenas un roce en los labios. La noche se fue haciendo densa y un frío ya plenamente otoñal azotó mi cara. Corrí hasta el portal. Cuando miré hacia atrás, Adel ya se había ido.