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II

Nuestra nueva casa estaba en la segunda planta de un edificio de bloques de seis pisos, que ocupaba una manzana, con un jardín trasero comunal. La planta baja estaba recubierta de ladrillos rojos y el acceso a los pisos se hacía a través de un vestíbulo al que daban una escalera y un ascensor. Las paredes del vestíbulo y las de la escalera estaban pintadas de amarillo, lo que les daba un aspecto algo más alegre. Eran pisos pequeños, de solo dos habitaciones. Una de ellas, la que estaba destinada a mi hermano y a mí, había sido dividida en dos por un tabique de chapa de madera pintada de blanco, al que se le había abierto una puerta interior, de tal manera que, para pasar a mi habitación, tenía que atravesar la de mi hermano. Yo lo prefería así, porque él solía quedarse hasta muy tarde viendo la televisión o con el ordenador, con la excusa de algún trabajo; aunque ahora, al no tener línea telefónica, tendría que contentarse con los juegos que había bajado al PC de su portátil. Además, teníamos la ventaja de que las dos habitaciones tenían ventana hacia el jardín trasero. Realmente lo mejor que tenía el piso era un balcón saliente que cogía toda la fachada. La cocina era muy pequeña; apenas cabíamos dos personas. En el salón comedor se estaba bien, ya que era el espacio mayor de la casa y con los escasos muebles que tenía daba la impresión de ser más grande. También era muy pequeño el cuarto de baño, en el que no había bañera, sino un plato de ducha. Eran los llamados «pisos sociales», construidos por el Gobierno para los trabajadores.

Una de las cosas que me gustaron fue que la calle a la que daba nuestro piso era amplia y soleada y estaba cerca de otra cuyo nombre español me llamó la atención: Cristino García.

Ante los temores de mi madre, que había oído hablar de la conflictividad del barrio, Pierre nos informó de que tuvimos suerte de que nuestro padre hubiera encontrado un piso en aquella zona.

–Más al norte, la situación es más complicada, Berta. Ya sabes, bloques enormes y deteriorados; fachadas llenas de grafitis y basura, olor a orines en los portales y en los ascensores, que rara vez funcionan, ruidos, suciedad… y todo lo demás. De todas formas las cosas han mejorado algo de cinco años para acá. Claro que ya se sabe, los «medios» solo vienen por aquí cuando hay problemas, algún episodio de violencia, alguna redada, sin importarles el porqué de todo esto. Pero aquí no todo son bandas de encapuchados que delinquen, también hay buenos chicos y…

–Lo que quieres decir es que estamos en un barrio «chungo» –interrumpió mi hermano.

Yo lo miré y, por unos segundos, lo imaginé integrado en una de esas bandas de encapuchados, rompiendo papeleras, haciendo pintadas, bebiendo… Volví a la realidad y me sentí injusta con él. Carlos es un buen chico…

–Sí, ya he visto que es un barrio pintoresco con una gran mezcla de colores de piel –dijo mi padre intentando quitar importancia a lo que contaba Pierre–. Además, amigo, se te olvidó decirles que este es un barrio en el que hay muchos españoles…

Pero parecía que Pierre quería dejar las cosas claras en ese primer encuentro.

–Sí, es cierto, aquí hay muchos españoles, e incluso existe un Centro Social para inmigrantes, muy cerca de aquí, donde los fines de semana se reúnen muchos compatriotas, pero también argelinos, negros de diversos lugares de África, magrebíes, sudamericanos; inmigrantes con papeles o sin ellos, aunque los primeros no creas que tienen muchos más derechos que los segundos. Solo están a salvo de una posible expulsión, aunque eso, si todo se complica, no te lo podría asegurar. Creo que nunca nos van a considerar «ciudadanos franceses».

–Y ¿qué pasará con nosotros? –interrumpió mi padre–. Yo llevo ya cerca de un año aquí y no he conseguido nada mejor que trabajar en una cadena de montaje, y eso gracias a ti.

–Bueno, no te quejes. Tu situación al menos ha mejorado, sobre todo después de que has conseguido tú solito otro empleo como vigilante. Recuerda que hasta hace solo unos día vivías de realquilado en un cuchitril… Además, ya has aprendido algo de francés y el color de tu piel no destaca entre el resto de los «ciudadanos», lo que, aunque te parezca poco, es una ventaja.

–Pues sí que…

–Venga, hombre, no hay que dramatizar. Mírame a mí.

–Pero tú, al fin y al cabo, has nacido aquí.

–¿Y qué? No creas que esto me diferencia demasiado del resto. Yo siempre seré un hijo de inmigrantes, un ciudadano de segunda. Pero vayamos a lo práctico. José, tú sabes ya lo que hay. Tus hijos pueden ir al Centro Social que ya conoces. Allí les enseñarán francés para que tengan menos dificultades en el instituto. Tienen tiempo. Hicieron bien en venir a mediados de agosto… Además, tengo una buena noticia; bueno, espero que lo sea: le he conseguido un trabajo a tu mujer. Sí, Berta; sé que no es nada del otro mundo, pero por algo hay que empezar.

Mi madre lo miró expectante.

–Te he buscado trabajo en una empresa de limpieza de oficinas. Claro que tendrás que madrugar, porque está a una hora de aquí en metro, pero es lo único…

–No tienes que disculparte ni mucho menos. No sabes lo agradecida que te estoy.

–José, ya sabes, tienes que enseñarle algunas frases en francés, para que se vaya defendiendo. Aunque va a encontrarse con bastantes compañeras españolas, siempre es conveniente que se vaya soltando en francés, sobre todo para entenderse con los jefes. Y, ahora que lo pienso, también podría ir al centro con los muchachos.

La muchacha del ajenjo

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