Читать книгу ¿Por qué el diablo se convirtió en diablo? - Celina Plasencia - Страница 8

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ARCA I

Más allá de lo que mi memoria alcanza a recordar, entre tantos siglos recorridos de mi vida, de incontables experiencias, de lecciones difíciles, de acciones impulsivas y decisiones poco o casi nada acertadas, aquí estoy yo, Lorcan Danann Tara de Clare y Newgrange, como mis padres me dieron a conocer, hijo de Liam Danann de Clare y Moira Tara Danann de Newgrange, hermano de Aidan Danann Tara de Clare y Newgrange, y dueño de Indi, un extraordinario, leal y amoroso amigo de cuatro patas, de brillante y larga cabellera dorada, de las que ondean al caminar y que, con su eterna lengua siempre jadeante, sus incesantes juegos y su cola imparable, era un ser inolvidable, que me amaba más de lo que yo mismo creo que merecía entonces.

Transitábamos tempranos tiempos —más de veintidós siglos de distancia del presente ruidoso de la vida de hoy—, algunos pocos, antes de la era cristiana, esa gran línea del pensamiento que marcó la historia reciente de la raza humana.

¡Una de muchas líneas, debo destacar!

Eran tiempos desafiantes para la vida, mis padres no daban abasto con el trabajo de siembra, en las largas jornadas de hasta doce horas cada día, para aprovechar las temporadas que se podía, pues, en invierno, los frutos no eran los mismos y la caza de animales en esas zonas altas no abundaba tanto, apenas alcanzaban a capturar algunos tejones, zorros rojos, venados, liebres, hurones y alcatraces, ya que la pesca, aunque estábamos rodeados de mares, no se hallaba tan cerca e implicaba un proceso laborioso que tomaba demasiado tiempo para quienes ocupábamos lo que en esa época se conoce como Antrim, uno de los seis condados de Ulster, que constituyen lo que hoy es Irlanda del Norte.

Por los recuerdos que aún conservo de esa parte de mi historia, mis padres, mi hermano, y mi magnífico amigo cuadrúpedo Indi, podría decir que tenía una familia feliz, ¡más que la mayoría de los aldeanos y de los clanes de ese tiempo!

Teníamos comida, una buena reserva de agua, una casa de piedras resistente a las prolongadas lluvias que nos azotaban durante algunas temporadas, a las esporádicas nevadas o al granizo que caía en esta temporada fría, que no era algo fijo.

Mi hermano menor Aidan y yo teníamos espacios para jugar, y nuestro padre sacaba tiempo de sus agotadoras jornadas de siembra, de conservación de alimentos y del cuidado que tenía que darles a los animales que teníamos, de cortar la leña para abastecernos durante los inviernos fríos y los meses de lluvia, para compartir un poco con nosotros.

Él nos fabricaba algunos juguetes y nos enseñaba sus trucos para sembrar y para todo lo que sabía hacer.

Decía que debíamos prepararnos para que, cuando creciéramos, pudiéramos ayudar con el trabajo y para que, cuando él faltara algún día, supiéramos cómo sostener la casa y mantenernos con vida.

Teníamos unos árboles grandes en nuestras tierras, y mi padre nos hizo un gran columpio, ahí podíamos pasearnos, literalmente, ¡hasta el cielo! Ja, ja, ja, eran momentos divertidos que me gustaba recordar.

Allí pasábamos muchas tardes disfrutando, corriendo, abordando a las ovejas, persiguiendo a los perros y subiéndonos a volar por los aires, ¡en ese rústico, pero divertido columpio!

Al llegar el invierno, observábamos el espectáculo de la naturaleza, los brillantes relámpagos que iluminaban la planicie y las tormentosas lluvias, que podían durar por varias horas o días, mezcladas con esos robustos vientos oceánicos del Atlántico ¡que enfriaban todo a su paso!

En algunos de esos descampados, se encontraban asentadas pequeñas aldeas con muy pocos pobladores, en esos parajes accidentados, rodeados de montañas, impregnadas todas ellas de la magia de sus creencias y la mitología que heredaron de sus ancestros, y combinadas con la recurrente y protagónica compañía de espesas y misteriosas nieblas, y de la presencia de muchos extranjeros que adoptaban como suyos esos parajes de impresionante belleza y verdor.

Una región, desde luego, repleta de simbología sagrada, con sus monumentos del Neolítico, sus cuevas, las piedras históricas, las infinitas costas de ese hermoso azul indescriptible.

Todos, paisajes extraordinarios, como sacados de cuentos de hadas, a los que le agregaban el tinte de su propia cultura, dando lugar a esta singular y magnética forma de mestizaje.

En esas llanuras llegaban las tribus paganas y se daban lugar particulares rituales druídicos de la religión celta.

Con su famosa admiración hacia la planta «mágica» y sagrada del muérdago, que ellos creían que lo curaba todo, y hasta hacían suculentos banquetes bajo los árboles que lo sostenían.

Acerca de esos rituales de los druidas se contaban muchas historias que le atribuían un poder mágico especial, aunque, a veces, les confieso que podían inspirar mucho temor, debido a que, entre los poblados, se difundían testimonios ¡que podían quitarle el sueño a los más valientes!

Con toda esa atmósfera de magia y el misterio con el que se envolvían las cosas que giraban en torno a esos rituales, los aldeanos siempre tenían mucho de qué hablar, y ¡a lo que temer también!

Entre eso y el tránsito más o menos regular de vikingos, normandos, galeses e ingleses, que eran los vecinos naturales de esa parte de la isla, por estos asentamientos nunca faltaban las invenciones, las historias de combates, los encantamientos y, con ellos, los fraudes y las estafas que a menudo atrapaban a los incautos que confiaban en ellos.

Mientras esto sucedía en los poblados de las insipientes ciudades campestres, abajo, en las inmensas costas de azul profundo, mostrándose como grandes guardianes, se localizan ahí más muestras del trabajo hermoso e impactante de la naturaleza. Erguidas e increíblemente orgullosas, las más imponentes paredes rocosas de Irlanda, tan altas, que llegan a medir varios cientos de metros de altura.

En medio de tanta belleza, de la inmensidad y la diversidad que la naturaleza se ha esmerado en crear, allí, donde se juntan las brisas frías de las corrientes del Atlántico por el norte y del mar de Irlanda por el este, con sus vientos más que animados, estábamos nosotros, helándonos las caras y las manos desnudas, con esos respetables siete u ocho grados centígrados que, en la realidad, se sentían como si estuviéramos a unos cuantos ¡bajo cero!

En los espacios de esta, que es mi historia, en ese tiempo de vastos espacios de silencios, de una muy primitiva época, donde lo salvaje y lo extremo eran parte de lo normal, como atrapado en el tiempo de mis memorias, se encontraba un pequeño territorio.

Apartado en medio de una enorme nada y enmarcado entre un magnífico verdor que invadía todo, acompañado por la música que producían las decenas de pequeñas y grandes caídas de aguas frías entre esas inmensas rocas que atravesaban los bosques y el contraste con esa interminable llanura, en ese punto del paraíso en la Tierra, estaba lo que antiguamente se conocía como Eburonigg, en los linderos de lo que es conocido hoy como Antrim.

Allí, justo ahí, se hallaba mi hogar.

¿Por qué el diablo se convirtió en diablo?

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