Читать книгу La Chica Y El Elefante De Hannibal - Charley Brindley - Страница 16

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No sé cuánto tiempo estuve sentada en la tierra llorando, pero finalmente me levanté. Me sentía mareada cuando quité las hojas y ramitas de los tres ovillos de hilo y los puse en la cesta. Cuando dejé la cesta al lado de la puerta, no oí nada desde dentro. Llamé y esperé una respuesta, pero nada. Golpeé la puerta e intenté abrirla, pero no cedió.

—Tin Tin Ban Sunia —susurré a través de una grieta en la madera. Nadie respondió.

Después, me alejé por el sendero. Cuando llegué a la tienda de Bostar, mis lágrimas estaban secas. Me sentía mal. No solo me dolían el estómago y el costado, sino que me sentía herida por dentro. No era un sentimiento que pudiera entender. Me perturbó, como si hubiera hecho algo malo al no ayudar a la chica. Solo quería ir a Obolus y acurrucarme en ese lugar suave entre su barbilla y su pecho donde había dormido la noche anterior.

Le puse una sonrisa a Bostar porque parecía feliz de verme, y dijo que le gustaba mi vestido. Era un hombre grande, como el de Stonebreak Hill. Le di el cuadrado de tela del día anterior, que había atado en mi cinturón, y le vi repartir los panes. Seguramente no era como el hombre que había golpeado tan fuerte a Tin Tin Ban Sunia.

—¿Tú…? —me interrumpí, al darme cuenta de que mi voz me había fallado. Tragué saliva y empecé de nuevo—. ¿Tienes algún esclavo, Bostar?

Arrugó su frente y estudió mi cara antes de responder.

—No, mi niña. No puedo permitirme esclavos.

—Necesitamos ocho panes hoy.

Lo observé por un momento mientras apilaba el pan en la tela. Luego tomé dos monedas y las joyas que Yzebel me había dado y se las entregué.

—¿Cuánto cuesta un esclavo? —pregunté.

Bostar eligió la pequeña cadena de oro para examinarla.

—Un esclavo costaría un puñado de estos. —Sujetó la pequeña cadena por el extremo.

—Oh. —Puse el resto de las joyas en mi bolso.

—Espera aquí un momento.

Entró.

Tiré de las esquinas de la tela para atarlas, pero él salió con más panes.

—Esta cadena de oro es demasiado para ocho panes. Te doy tres más para que quedemos en paz.

—Hum —dije—. Yzebel tenía razón.

—¿Sobre qué? —Apiló los panes adicionales en la tela.

Yzebel me había dicho que Bostar era un buen hombre, un comerciante justo. ¿Cómo sabía de los hombres? ¿Cómo aprende una chica la diferencia entre las personas, los buenos y los malos?

—¿Ves dónde está el sol, Bostar?

Miró al cielo.

—Rozando las copas de los árboles.

—Yzebel me dijo que volviera a sus mesas antes de que toque las copas de los árboles.

—Entonces deberías apurarte, pequeña. —Me ató el paquete en la espalda; se había soltado cuando quité la tela del pan—. ¿Te veré mañana? —preguntó.

—Puede que me veas todos los días durante mucho tiempo. —Lo miré.

—Bien. Eso significa que los dioses no están disgustados conmigo —hizo una pausa, me miró y añadió—: aún.

Lo miré fijamente, preguntándome a qué dioses les rezaba y por qué. El hombre en Elephant Row había dicho que los dioses del inframundo me habían hecho revelar a los elefantes contra sus cuidadores. Quizás esos mismos dioses estaban durmiendo cuando ese hombre lastimó a Tin Tin Ban Sunia.

—No lo pienses tanto, pequeña. Solo es un poco de humor de panadero.

—¿Bostar? —pregunté.

—¿Sí?

—Hay un hombre en Stonebreak Hill, que vive en una choza en los árboles. Es grande como tú, pero cubierto de pelo. ¿Lo conoces?

Bostar levantó las cuatro esquinas de la tela para atarlas juntas sobre el pan.

—¿El que vende hilo?

Asentí con la cabeza.

—He oído hablar de él.

—Tiene una esclava a la que trata muy mal.

—Sí, dicen que trafica con esclavos.

—Creo que ella es un poco más joven que yo, y muy dulce, aunque no habla nuestro idioma.

—Muchos de los esclavos traídos a Cartago vienen de lugares lejanos donde hablan lenguas extrañas.

—Estuve allí arriba con ella hoy, y él la golpeó con el puño.

Las manos de Bostar se detuvieron, encima del bulto.

—Todo lo que ella había hecho era hacer solo tres ovillos de hilo para él. A él no le pareció suficiente, así que la golpeó en la cara.

Bostar sacudió la cabeza.

—Tan cruel —dijo—. Nunca hay ninguna razón para golpear a un niño.

No le dije que a mí me pateó en el costado.

Cuando le quité el paquete, Bostar me puso la mano en el hombro.

—Los mercaderes del mal finalmente serán redimidos.

No entendí lo que eso significaba.

Bostar debió de ver la mirada confusa en mi cara, porque sonrió y dijo:

—No te preocupes, niña. Y recuerda, las cosas siempre se solucionan.

—Lo recordaré, Bostar. Adiós.

—Adiós —dijo cuando me fui—. Cuídate.

La Chica Y El Elefante De Hannibal

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