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Capítulo Uno

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Sobre un árbol muerto fui a la deriva por las oscuras aguas, en aquella noche tranquila, esforzándome por escuchar el menor sonido. Pero el silencio me envolvía como un manto grueso y húmedo.

¿Por qué estoy en el río? ¿Solo me han tirado a mí?

El río se movía como una serpiente despierta. Me puse un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y miré a mi alrededor en la acechante oscuridad.

Un sonido como de trueno distante se convirtió en un murmullo.

¿Qué es ese ruido?

El tronco al que me había subido durante la noche giraba a cámara lenta, flotando hacia la orilla fangosa. Pensé que finalmente escaparía del agua helada, pero entonces el río descendía y se aceleraba, arrastrándome hacia la rápida corriente. Lo que vi en la tenue luz del amanecer me aterrorizó.

—¡Rápidos! —Grité.

Los enormes peñascos se alzaban como brillantes dientes negros. Me tiré del tronco, intentando escapar, pero el furioso río parecía decidido a engullirme.

Una enorme roca sobresalía frente a mí. Grité, tratando de agarrarme a cualquier cosa para salvarme. Me retorcí, pero mi cabeza se golpeó contra la piedra, enviando destellos de dolor por todo mi cráneo.

Cuando abrí los ojos, otro tronco me inmovilizaba contra la roca. Algo verde y viscoso cubría la corteza podrida, y dos ramas puntiagudas sobresalían como huesos rotos de un brazo. Mientras me esforzaba por apartarlo, un dolor agudo me salió de la cabeza hacia los hombros.

La corriente atronadora me tiraba de las piernas y me arrastró a los rápidos. Intenté agarrarme al tronco pero no lo conseguí.

Me estrellé contra las rocas y me hundí bajo el agua blanca espumosa hasta que caí en una piscina profunda.

Cuando salí a la superficie, luchando por respirar, el tronco viscoso apareció a mi lado. Me agarré a él, dejando que el remolino me arrastrara en lentos círculos.

Cada movimiento me causaba un dolor insoportable desde la parte posterior de la cabeza hasta la sien. Mientras me sujetaba con una mano y flotaba en el agua, las nubes y los árboles giraban bajo el sol de la mañana.

Los pájaros trinaban en las palmeras, y una suave brisa traía el olor terroso de la tierra firme y plantas en flor.

¿Por qué estoy en el río?

Me dolía la cabeza cuando intentaba concentrarme. Todo lo que recordaba eran dos hombres lanzándome desde un puente.

¿Qué les ha pasado a las demás?

Agotada por la lucha contra el río, me quedé sin energía. La voluntad de continuar… tampoco estaba. Así que respiré hondo y me solté. Mientras me hundía en las frías profundidades, sentí alivio mientras el mundo giraba en espiral y desaparecía en la oscuridad.

De repente, algo que se movía en el agua me sobresaltó. Algo me agarró por la cintura. Traté de soltarme y luché, pensando que una serpiente de agua me atrapaba. La serpiente me levantó por encima de la superficie. Intenté gritar pero solo pude toser y atragantarme con el agua que había tragado.

La serpiente me apretó más, tratando de estrujarme. Me resistí, pero era demasiado fuerte. Me levantó hasta que acabé mirando fijamente un gran ojo rodeado de piel gris arrugada. Asustada por esa imagen terrorífica, no pude hacer más que temblar ante el apretón de semejante criatura.

La bestia parpadeó y, agarrándome del vientre húmedo, me alejó un poco. Dos largos cuernos salían de su boca y se curvaban a ambos lados.

Empujé con todas mis fuerzas.

—¡Suéltame!

Mi chillido sorprendió a una bandada de golondrinas de las palmeras. Sus alas batieron el aire provocando un alboroto sordo.

El ruido debió asustar al animal, porque me soltó y barritó tan fuerte que me sacudió las entrañas. En el momento en que me soltó, me agarré a lo que no era una serpiente, sino una larga trompa retorcida. La rodeé con los brazos, sujetándome con fuerza. No quería que el monstruo me comiera, pero tampoco quería caer sobre uno de esos cuernos.

Grité mientras la bestia barritaba, chapoteando y zarandeándose hacia la orilla del río, tratando de sacudirme. Me agarré fuerte cuando levantó la trompa hacia el cielo, bramando como si algo le hubiera pegado un mordisco.

Puede ser que, presa del pánico, le mordiera la trompa, pero era imposible haberle causado tanto dolor como para justificar esa reacción. La criatura tropezó con la arena y cayó sobre la maleza hasta estamparse de culo contra un enorme algarrobo. El árbol se tambaleó hasta las ramas más altas, temblando tan fuerte que una gran parte del tronco muerto se soltó y cayó, golpeando la cabeza del animal.

Se revolvió. Cerró los ojos y entonces se derrumbó, cayendo al suelo en medio de una nube de polvo, hojas y ramas. Su cabeza golpeó una roca, y su trompa, enroscada en mi mano, quedó apoyada en la parte superior de su enorme cara.

Me senté, tratando de recuperar el aliento mientras me quitaba el pelo mojado de los ojos. Eché un vistazo a la figura inmóvil de aquella bestia gris.

¿Lo he matado?

Unas risas sonaron a mi espalda, y me volví para ver a seis soldados. Llevaban gruesas corazas de cuero talladas con escenas de batalla, junto con protectores de metal ornamentado en las muñecas y espinillas.

—¿Habéis visto alguna vez algo así?

Un hombre de barba roja me señaló con su dedo torcido. Llevaba un casco brillante, con pelo largo de animal que sobresalía de la parte superior y caía recto por la espalda. Cada uno llevaba una lanza y una espada en su cinturón.

Otro soldado arrojó su escudo a la arena, riendo tan fuerte que apenas podía hablar.

—¡Obolus, el poderoso elefante de guerra, derribado por una chiquilla! —Le dio una palmada en el hombro a su compañero—. Y una media niña debilucha, además. Dudo que tenga doce veranos siquiera.

Anchas tiras de cuero con adornos plateados colgaban de los cinturones de los soldados, formando faldas protectoras sobre sus túnicas cortas.

—El bravo Obolus —dijo el primer hombre—, tan valiente en la batalla que pisotea a cien hombres de una vez, pero una niña terrible le agarra la trompa y se muere de miedo.

Esto provocó más risas.

Quería huir, pero me rodearon.


—¡Esta noche nos damos un banquete! —gritó un hombre corpulento con el pelo negro y grasiento. Colocó su casco en la punta de su lanza y lo agitó en el aire—. De pata de bestia asada y guiso de orejas de elefante.

—Oh, sí. Dos orejas muy grandes —dijo el hombre de barba roja.

Sacó su daga e hizo un movimiento cortante por el aire. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillos y torcidos, y uno de ellos estaba roto, dejando un raigón puntiagudo. Sus ojos pequeños y brillantes y su nariz torcida le hacían parecer bizco.

Vino hacia mí, haciendo un gesto para que los demás lo siguieran. Una sensación de frío me recorrió la columna vertebral como una uña de hielo.

¿Qué me van a hacer?

Yo solo llevaba puesto un pequeño taparrabos, todavía mojado por el río.

¿Dónde estoy?

Cuando intenté concentrarme, un dolor me atravesó la cabeza. Mientras buscaba una forma de escapar, los hombres me rodearon, estrechando el círculo cada vez más.

—Esto podría ser un asunto muy serio —Barba Roja miró a sus amigos, aparentemente esperando asegurarse de que tenía su atención—. Recemos para que nuestra próxima batalla no sea contra una legión de chicas medio desnudas. —Los hombres se rieron—. Porque entonces, nuestros elefantes de guerra nos pisotearán hasta la muerte en la estampida para escapar de tan horrible combate.

Justo cuando agarró su cuchillo en modo de ataque, un hombre alto con un bastón atravesó el círculo de los hombres. El color de su túnica era un inusual rojo-violeta, y su turbante estaba adornado con un emblema dorado en el frente. Una daga enjoyada se balanceaba en su cinturón de cuero trenzado. Era mucho mayor que los soldados, pero su postura era recta y firme.

Los soldados permanecieron en silencio cuando él caminó delante de ellos. Dieron un par de pasos hacia atrás mientras observaban atentamente al hombre alto. Barba Roja enfundó el cuchillo en su vaina.

El viejo sacudió la cabeza y miró a la bestia y luego a mí.

—Un mal presagio —murmuró—. Eso es seguro. Muchos perecerán en sacrificio por esta señal de la diosa Tanit.

Los soldados susurraban entre ellos, y pude ver por su expresión que las palabras de aquel hombre tenían un gran peso.

Me aparté del animal y me alejé para observar su enorme cuerpo. Aun tumbado de lado, se elevaba por encima de mi cabeza.

Un «elefante»… ¿así lo llaman?

Una mano me tocó el hombro y me alejé de un salto. Cuando me volví, un joven que no había visto antes me extendió su capa. No era un soldado, así que pensé que debía haber llegado con el hombre del turbante. Tomé la capa y me la envolví, temblando de frío y de miedo a los soldados.

La capa me hizo entrar en calor, pero sentí mil dolores diferentes por todos los cortes y magulladuras. La espalda, la cabeza… todo me dolía, y el agotamiento me debilitaba las piernas.

El hombre del turbante levantó su cara al cielo y comenzó un canto de duelo. Los soldados rezaron, sujetando sus lanzas con los codos y juntando las manos delante de ellos. Mientras los demás murmuraban hacia el cielo, el soldado de barba roja bajó la cabeza para mirarme. Un animal hambriento no me habría asustado más.

—Vete ahora —susurró el joven.

Di un paso atrás, trastabillando mis pies y casi tropezando.

—¿Dónde? —pregunté.

A diferencia de los soldados, que tenían barbas frondosas, él estaba bien afeitado y hablaba con voz suave. Tenía los ojos marrones, de color almendrado y miel, con mirada receptiva. No llevaba arma ni armadura, pero tenía un fajín alrededor de la cintura de su túnica blanca. El fajín estaba hecho de la misma tela inusual que la túnica del hombre alto.

Me puso la mano en la espalda, apartándome de los soldados, guiándome hacia el borde del bosque.

—Corre por ese camino hacia el campamento y pregunta por una mujer llamada Yzebel. Ella te conseguirá algo de comer. Ve rápido antes de que venga Hannibal y vea a uno de sus elefantes tirado en el suelo.

A pesar del dolor, corrí por el camino que llevaba al bosque. Agradecí el calor de su capa y supe que debía agradecérselo. Estaba salpicada de verde frondoso y tonos de bronceado. Se extendía casi hasta el suelo, cubriéndome desde los hombros hasta los tobillos.

Me detuve y miré hacia atrás, pero el joven se había ido.

El gran bulto que tenía detrás de la cabeza me dolía más que nunca. Cuando lo toqué, el dolor se me disparó en la frente y en los ojos, y me mareé.

Si tan solo pudiera acostarme y dormir un poco.

Una zona de hierba, como una suave cama verde, se extendía bajo un roble cercano. Cuando di un paso hacia la hierba oí ruidos a lo lejos. Un perro ladraba y el sonido del metal resonaba en el bosque.

El campamento debe estar cerca.

Caminé hacia el ruido, demasiado cansada para correr más.

Cerca del camino, un chico recogía leña. Llevaba una túnica marrón y tenía su abundante melena atada con una cuerda de cuero. Me hizo una mueca de desprecio y me pregunté por qué. Uno de los palos se le cayó del brazo. Lo cogió del suelo y lo levantó sobre el hombro, como para arrojármelo. Mantuve los ojos en él y cogí una piedra dentada del tamaño de mi puño, levantándola en desafío. Después de sobrevivir al río, al elefante con sus largos cuernos, y a los aterradores soldados, no iba a ser intimidada por un niño. Era más alto que yo, pero yo tenía la piedra.

Balanceó su palo, golpeó un árbol cercano, y luego se dio la vuelta, llevando su carga de madera por el camino. Cuando se perdió de vista, seguí el mismo camino que él, con la piedra en la mano.

Cerca del final del sendero, una ligera brisa trajo el delicioso aroma de comida, haciendo que me dieran calambres en el estómago, vacío.

El sendero salía del bosque de pinos, rodeaba una gran tienda gris, y bajaba por una suave pendiente hacia el campamento principal. Muchas tiendas y cabañas de madera salpicaban una serie de colinas bajas, que se extendían por el paisaje como una pequeña ciudad.

Seguí el aroma de la comida hasta la tienda gris, donde una mujer estaba de pie junto al fuego al sol de la mañana. Cortaba las verduras y las echaba en una olla que hervía a fuego lento. Varias mesas con bancos de madera rodeaban el hogar.

Cogió un nabo y me echó un vistazo. Sus ojos de miel y almendra se concentraron en mí.

—¿De dónde sacaste esa capa?

Miré hacia abajo, arrastrando los pies por la tierra. No sabía qué decir.

La mujer vino hacia mí, con el cuchillo en la mano. Di un paso atrás.

—Esa es la capa de Tendao. ¿De dónde la has sacado?

Me enrollé más en la capa, y entonces recordé al joven.

—Me dijo que le pidiera a una mujer que me diera algo de comer. ¿Conoces a Yzebel?

—Soy Yzebel. ¿Por qué te pones la capa de Tendao y preguntas por mí?

Se acercó y agarró la capa. Miré el cuchillo en la mano de la mujer, y luego su cara. Tenía la mandíbula apretada, y su frente se arrugaba, deformando su hermoso rostro.

Mantuve la capa cerrada, pero Yzebel era demasiado fuerte para mí. La abrió de un tirón. El cambio repentino que vi en ella me sorprendió. Sus severos rasgos se transformaron tan completamente, que parecía que otra persona había ocupado su lugar. La irritación y la ira se suavizaron rápidamente en compasión y ternura.

—¡Gran Madre Elisa! —Yzebel miró fijamente mi cuerpo magullado—. ¿Qué te ha pasado?

La Chica Y El Elefante De Hannibal

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