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Autohonestidad: dime de qué te escondes y te diré quién eres

Recuerdo a mi maestro chamán llamado Tenoch. Lo conocí en el sureste de México. Sinceramente al principio me pareció que entablaba conversación con un total desquiciado. Arrebatado en ocasiones, demasiado calmo en otras. A veces parecía que no escuchaba y otras cuantas veces parecía que era mudo. Era un enigma total para mí. Impredecible, infranqueable, impulsivo, emocional y demasiado intuitivo. Eso era capaz de percibir.

A veces me sorprendía con una carcajada que de plano me asustaba y otras veces hablaba tan bajo que me tenía que esforzar para escuchar. Tenoch no perdía el tiempo, aprovechaba cualquier oportunidad para desestabilizar el status quo del momento. Sinceramente, en un principio me resultaba incómodo, pero a medida que pasaba el tiempo me resultó una sensación intrigante y adictiva.

Recuerdo en una ocasión que me citó «temprano» (antes de las 6 a. m.) porque tenía algo muy importante que decirme. Se me hizo algo extraño y más que todo me preguntaba de qué se podía tratar. Me movía la curiosidad y un poco el morbo, y accedí sin problemas a que nos reuniéramos a la hora pactada.

Ese día se me hizo un poco difícil levantarme, ya que un día anterior me había dormido tarde (más bien ese mismo día), pero movido por la curiosidad me dispuse a ir a nuestro punto acordado de reunión. Recuerdo que mi movilidad en aquella ciudad la realizaba totalmente a pie. Caminaba a todas partes, lo cual implicaba un esfuerzo extra; además, aunado a la desvelada que venía cargando, implicaba voluntad aplicada en un esfuerzo extra para algo que desconocía, pero suponía importante.

Al llegar (aún estaba oscuro), no pronunció ninguna palabra, solo me tomó del hombro y dirigió mi mirada hacia el oriente. Me quedé viendo, no observando, y pensaba muchas cosas, algo así como: «¿Qué va a pasar? ¿Qué me va a decir?».

Pasaron unos minutos y comenzó a amanecer. Tenoch estaba absorto observando y esbozaba una gran sonrisa. Yo no entendía qué estaba pasando y me seguía preguntando «¿Qué me va a decir? Sí, muy bonito y todo, pero ¿qué tiene que ver con lo importante que tenía que decirme? Ya, que me diga algo».

Después de unos minutos de ver el amanecer, me dijo: «Muchas gracias, eso es lo que tenía que decirte, nos vemos luego». Hasta ese momento me di cuenta de que no había observado nada, de que no había escuchado nada. ¿De qué sirve tener ojos si no se puede ver? ¿De qué sirve tener oídos si no se puede escuchar? Realmente no estaba presente.

Creo que no existe nada más honesto y humilde que la capacidad de guardar silencio, porque primeramente nos reconocemos ignorantes y desde el silencio podemos escuchar lo que está frente a nosotros y en nosotros. Silencio es atención en el aquí y en el ahora. Es tener las riendas de nuestros pensamientos, ya sea para tomarlos o para dejarlos pasar.

La autohonestidad que me comentaba Tenoch radica en dejar de generarnos ruido nosotros mismos (intencionalmente, pero muchas veces inconscientemente) para no escuchar lo importante. El ruido nos protege, es como un escudo para no escuchar, para no escucharnos, para no estar. Es el guardián de lo importante, del aprendizaje y del crecimiento personal. Es ese ruido distractor que solo se encuentra en nosotros mismos.

A veces nos creemos honestos y humildes con nosotros mismos, pero solo en aquellas actitudes obvias o fácilmente visibles, pero existen otras que nos son incómodas, que requieren esfuerzo y trabajo, pero nos escondemos. Reconocemos aquellas actitudes, ataduras y laberintos mentales (propios y ajenos) que sabemos que podemos sortear, pero pasamos de largo donde sabemos que realmente existe un trabajo por hacer. Muchas veces solo trabajamos lo facilito, lo obvio.

La honestidad va de la mano de la libertad. Una verdadera honestidad con nosotros mismos nos brinda la libertad propia y nos abre la puerta al camino de la auténtica elección y autodeterminación. Es abrir nuestras alas. La mejor autohonestidad no es la intelectual y la autocomplaciente, sino la que nos hace levantarnos y hacer algo por nosotros mismos y por los demás.

Tenoch me comentaba: «No basta con saber que el amanecer es hermoso, con escucharlo, con leerlo. Hay que vivirlo. Hay que levantarse temprano y observar el amanecer, hay que moverse».

Déjate libre

Uno de mis primeros acercamientos al budismo me resultó increíble e iluminador. Me encontraba en las puertas del templo y me llenaba mucho la curiosidad. El budismo, desde que tengo memoria, me había llamado la atención. Me parecía algo diferente, inusual con respecto a las creencias de Occidente y eso me atrapaba.

Aunque el budismo en cierta forma no era nuevo para mí, sí lo era el estar con monjes tibetanos y con śarīras (reliquias budistas) en sus manos. Me llamaba mucho la atención que eran esas reliquias de las que tanto se hablaba y que tenían «poderes» muy peculiares, como bendiciones y ahuyentar espíritus malignos, entre otras peculiaridades. Solo diré que las reliquias budistas son objetos cristalinos o perlas que son encontrados en los restos cremados o incinerados de maestros espirituales budistas.

Recuerdo que, al ingresar al templo, vi a todos sentados en el suelo y rodeando aquella reliquia. Al lado derecho de ella se encontraba un maestro budista. Yo decía no ser incrédulo, que me encontraba abierto, pero la verdad es que existía una resistencia racional inconsciente a las reliquias y en general a todo lo nuevo que me resultara inexplicable racionalmente. Tenía ruido, no había silencio en mí.

Casi inmediatamente después de entrar me puse a observar todo lo que veía desde un punto «imparcial», eso me decía a mí mismo. Ahora puedo decir que era desde un punto de vista juicioso y con resistencia a lo desconocido, tratando de explicarlo desde lo que conocía, sabía o entendía.

El maestro budista me observó y me hizo una seña con la mano para que pasara con él. Recuerdo que me dio algo de gracia dentro de mí, pero sin dudar pasé, algo así como «por la experiencia».

Cuando llegué con él, me dio la instrucción de que me hincara, lo cual me pareció algo extraño. Me indicó que cerrara los ojos y recuerdo que me dijo «Calla la mente y siente tu corazón». Recuerdo que me concentré en mi corazón, en los latidos. En ese momento, el monje puso un objeto frío sobre mi coronilla y sentí un gran escalofrío por todo mi cuerpo. Algo muy intenso y muy peculiar. Me puso la piel de gallina.

Primero sentí muy fría mi cabeza e inmediatamente después una corriente eléctrica bajó por mi columna. La sensación fue muy intensa, pero para nada desagradable. Era como si me hubieran conectado a la corriente eléctrica. Me asusté, pues no lo esperaba para nada. Me encontré feliz de experimentar algo imprevisto y, la verdad, me sentía muy bien y contento después de haberlo hecho.

Enseguida abrí los ojos y pude ver al maestro frente a mí con una carcajada por mi reacción (yo creo que también por mi cara), y me dijo al oído: «El maestro es el silencio, déjate libre».

Libertad es responsabilidad

En el siglo XXI, la libertad es un derecho universal y de todos los seres humanos, de carácter innegable, o al menos eso pregonamos como sociedad en una perspectiva mundial, porque no siempre así lo es en la realidad. En este tenor, hasta se libran guerras en su nombre y es un estandarte de justicia y orden. Pero la libertad en un sentido personal, no como cualidad o característica extrínseca y explícita del individuo, sino más como una capacidad personal interior y tácita que nos permite elegir, no pareciera ser un derecho dado.

Comentaba anteriormente que nuestra capacidad de elegir siempre nos brindará esa libertad que corresponde al individuo, la cual no nos pueden coartar. Libertad como esa capacidad de autodeterminarnos es un asunto que no mucho tiene que ver con afuera, sino más con adentro de nosotros mismos. Es que, como mencionaba, libertad y la capacidad de autodeterminarnos parecen estar supeditadas a nuestro autoconocimiento y autoconsciencia.

Entonces bajo este tenor, la libertad pareciera no ser un derecho ganado y tampoco una facultad que por arte de magia se puede ejercer. La libertad es más un proceso que se trabaja en uno mismo y se gana con esfuerzo.

Ser libre, pues, es responder por nuestros actos y por nuestras decisiones. Elegir y responder por nuestras elecciones. Hacernos cargo de nosotros mismos y emanciparnos de la domesticación social y personal de nuestras creencias.

Libertad pareciera que es la responsabilidad de vaciar o no vaciar nuestros constructos sociales, nuestras creencias, vaciar o no nuestro vaso de conocimiento al servicio de nosotros mismos, y no solo eso, sino atenernos a nuestras decisiones y responder por ellas con sencillez, humildad e introspección.

Sí, realmente las guerras más frías y crueles se llevan a cabo en nombre de la libertad. Esas guerras y luchas se encuentran en cada uno de nosotros, ya que muchas veces buscamos emanciparnos de nuestras creencias cómodas y ad hoc, pero sin un trabajo de autoconocimiento y responsabilidad.

Romper y desactivar los modelos mentales que abrazan, alimentan y articulan nuestras creencias no constructivas o con sesgos de pensamiento inerciales o metageneracionales es un trabajo de todos los días. No es un objetivo, es un camino.

El irracional

Hay una frase que me mueve y que me ha ayudado a cambiar la forma de ver las cosas en repetidas ocasiones. Se trata de aquella que alguna vez fue dicha por el escritor irlandés George Bernard Shaw: «El hombre racional se adapta al mundo que lo rodea, el hombre irracional se obstina en intentar que sea el mundo el que se adapte a él. Por tanto, todo progreso se debe al hombre irracional».

Para mí es una frase que pudiera aplicarse a muchos aspectos de la vida, y en cada uno de ellos pareciera estar vigente. Y es que, ¿cómo poder cambiar o evolucionar algo si vemos más de lo mismo? Parece que nos cegamos a querer encajar el mundo y sus ideas, así como todo su proceso, al conocimiento y desarrollo existente. Desde este punto de vista, la innovación en el desarrollo que se apalanca en la imaginación y en la creatividad se ve mutilada; pareciera que es darse un tiro en cada pie, ya que tendemos a juzgar el pasado con los criterios del presente, y al futuro con los criterios del pasado.

En nuestro desarrollo personal, como punto de partida, es necesario saber quiénes somos; trabajar en autodescubrirnos no como una meta sino como una vía a seguir en nuestra vida y como un farol que nos podrá iluminar en nuestro camino. Desde este punto de partida personal, el racional nos brinda una gran ayuda para entendernos y decodificarnos, para buscar caminos, resolver problemas y buscar respuestas, aunque pareciera que también podría tornarse en una ceguera o visión limitada que buscaría entender todo por esa pequeña abertura en la puerta, puerta que ya por sí misma es un tanto angosta. Pareciera que el racional busca adaptar para poder entender, para poder manejar lo que conoce. Eso en muchas ocasiones pudiera mutilar lo observado y desnaturalizarlo para que encaje en nuestro molde de conocimientos y entendimiento.

¿Qué sería de la historia de la humanidad sin aquellos locos en los que nadie creía hasta que lograron grandes cosas? Se murieron con la suya, dirían. Y sí, pareciera que como es importante dudar al conocer, también es importante creer en nosotros mismos, aunque a veces parezca irracional lo que creemos. No se trata de encajar ideas en moldes preconcebidos, se trata de crear realidades que solo son posibles desde diferentes puntos de vista y con nuevos moldes o modelos mentales.

Muchas ideas y creencias en la historia de la humanidad han sido normalizadas y aceptadas como ciertas, verdaderas, cuando hoy en día nos parecen incluso ridículas y algunas inhumanas. Pareciera que todo es parte de un sistema que se autorregula, un sistema de exposición y aceptación, en el cual no está mal el encajar, pero está mejor no siempre hacerlo.

Muchas veces erróneamente llamamos inteligencia a la capacidad de adaptación. Y sí, pudiera serlo desde un sentido muy primitivo y animal, pero como seres en búsqueda del desarrollo de la consciencia, muchas veces la inteligencia se confunde con el conformismo de no moverse, de ser cómplice y limitarnos solo a no hacer cosas con las que no estamos de acuerdo. Muchas veces inteligencia se traduce como la falta de lealtad a nosotros mismos, a nuestros principios, a nuestra falta de congruencia a lo que pensamos y sentimos, muchas veces por cobardía y apatía. Otras cuantas veces, nuestra autocorrupción se disfraza personal y socialmente de esa tan aceptada inteligencia.

Muchas veces premiamos socialmente lo que decimos; somos inteligentes por esa capacidad de utilizar la situación y las circunstancias a nuestro favor, pero muchas veces eso pasa por encima de las personas, nuestros ideales y de nosotros mismos. Si es terrible e impermisible que alguien o algo pase por encima de nosotros, muchísimo más lo será el ser incongruentes e inconsistentes, y por si fuera poco, hasta pasar por encima de nosotros mismos.

Los ideales, principios y valores que tenemos no son nada y quedan reducidos a un muy mal chiste si los flexibilizamos y adaptamos a lo cómodo y siempre solo a lo que nos sirve para justificar nuestra falta de osadía y determinación en lo que somos y queremos. Es darnos la espalda a nosotros mismos y dejar de respaldar lo que somos. Muy triste.

Pareciera que la misma irracionalidad, que suele ser como la oveja negra en el rebaño, es muchas veces también la voluntad de sostener ideales, principios, valores y hasta sueños en mentes y espíritus diferentes y grandes que no se adaptan a la normalidad porque buscan algo más de lo que hay. Esas mentes y esos espíritus se mueven a sí mismos y mueven la evolución humana. Esos exiliados que parece que no son lo suficientemente inteligentes para adaptarse al mundo, que parece que no tienen la suficiente empatía e inteligencia emocional para encajar en lo socialmente y correctamente aceptado y establecido, esos locos que creen en sí mismos y son disruptivos ante las ideas preconcebidas e impuestas de forma inercial y hereditaria, esos emancipados de las ideas cotidianas y de la zona de confort personal y social, esos locos e inadaptados muchas veces son esos espíritus que encontraron la libertad racional para seguir lo que creen y lo que son por amor a ellos mismos y a la humanidad.

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