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ОглавлениеINTRODUCCIÓN
El huerto biológico, salud del cuerpo y del espíritu
¿Por qué cultivar un huerto?
El cultivo del huerto familiar ha sido durante mucho tiempo una costumbre muy extendida en todos los países de Europa. Todos los campesinos tenían un huerto donde producían las hortalizas necesarias para su familia. También los obreros —casi todos de origen rural— han sentido de forma natural la necesidad de tener un pequeño huerto, de aquí las numerosas asociaciones de huertos de obreros. Una buena parte de la juventud actual parece haber decidido que es más sencillo comprar las hortalizas en el supermercado local, pero desde hace algunos años asistimos a un considerable aumento del interés por la horticultura familiar. Incluso los norteamericanos, que antes se reían de nuestros minúsculos huertecitos cuando visitaban Francia, se dedican ahora a cultivar sus propias hortalizas.
Al principio, muchos de los ciudadanos del campo cultivaban su huerto por economía. Pero los horticultores aficionados han descubierto rápidamente todo lo que la horticultura podía reportarles. En primer lugar, sin duda, la certeza de tener hortalizas frescas y sanas, algo muy difícil de encontrar en el comercio. Y también la seguridad de practicar la actividad más sana que pueda haber: sana para el cuerpo, al cual hace trabajar de manera natural y armoniosa, a su propio ritmo; y sana para el espíritu, pues el hortelano vive con las plantas, aprendiendo a conocer y respetar sus ritmos, a amar la tierra y a nuestros humildes e irreemplazables servidores, los microorganismos del suelo y las plantas de las cuales obtenemos nuestro alimento.
Nos damos cuenta también de la magnitud de nuestra ignorancia y de la necesidad de obedecer las leyes de la naturaleza. También aprendemos a respetar nuestros alimentos, ya que sabemos cuántos cuidados y esfuerzos cuesta hacer crecer una simple lechuga o una humilde zanahoria.
Finalmente volvemos a encontrar ese contacto con la tierra que en mayor o menor grado han perdido todos los ciudadanos. La horticultura familiar es la manera de seguir siendo un poco campesino aunque se ejerza otro oficio, y nosotros necesitamos, para nuestro equilibrio, ser campesinos.
Pero hay huertos... y huertos.
¿Por qué cultivar el huerto biológicamente?
La horticultura familiar no se ha escapado de la influencia de la química y de la industria. Los industriales inundan el mercado con múltiples productos milagrosos que permiten, según parece, tener hortalizas más grandes, más hermosas, que crecen más rápido y con menos esfuerzo. Algunos llegan incluso a afirmar que éstas son más sabrosas. ¿Quién puede resistirse a tantas ventajas juntas?
Abonos completos adaptados a cada cultivo, herbicidas totales o selectivos, productos químicos capaces de destruir todos los parásitos, todo el arsenal de la agricultura moderna está a disposición del aficionado que, al igual que los agricultores, no se priva de utilizarlos. Sin embargo hay una diferencia esencial: los agricultores son conscientes del dinero que les cuestan estos productos y de los peligros que corren al manipular algunos de ellos, pero el horticultor aficionado no ve más que una cosa: tener hermosas hortalizas lo más rápidamente posible y deshacerse de los parásitos con el mínimo esfuerzo. Por esto los fabricantes han elaborado para ellos productos antiparasitarios «totales», que destruyen en una sola aplicación todos los parásitos posibles. El aficionado no presta mucha atención a las dosis de empleo ni a la composición. Se pone un buen «chorro», más bien más que menos, para estar así seguros de que no se escapará ningún insecto.
El resultado es que las hortalizas producidas por los aficionados que utilizan los métodos «modernos», están a menudo más contaminadas que las que encontramos en el mercado.
Cada cual, es verdad, tiene el derecho de envenenarse, siempre y cuando no envenene al mismo tiempo a su vecino. La legislación le confiere incluso el derecho de envenenar «a fuego lento» a los miembros de su familia con los productos cargados de plaguicidas que habrá recolectado en su huerto. Debe sin embargo advertirse, a los que verían en ello un medio cómodo de desembarazarse de un abuelo que tarda demasiado en dejar su herencia, que los efectos son muy lentos y a menudo no aparecen hasta la segunda o tercera generación.
Cultivar el huerto de esta forma es también aprender a matar, a forzar la naturaleza y a infringir sus leyes. Esta horticultura es también nociva para el cuerpo y el espíritu, mientras que las otras —la horticultura «biológica» o «natural»— es benéfica.
Puntualicemos una cosa más: la horticultura biológica no nos condena a obtener cosechas escasas y hortalizas raquíticas. Si sabemos practicarla, nos proporcionará cosechas más abundantes y hortalizas más hermosas que con el uso de todos los productos químicos imaginables.