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II.3 LA PERTINENCIA SEMIÓTICA

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El Micro Robert define la lentitud como una “falta de rapidez, de vivacidad”; dicho de otro modo, a una descripción “imparcial” sustituye una evaluación y una moralización implícita. ¿Cómo dar cuenta de esa deriva? Independientemente de sus eventuales complementos de determinación, la lentitud generalmente es despreciada.*

La cuestión reside en la diversidad de los microuniversos y del asombro que suscitan cuando se ponen en contacto unos con otros; esa es la cuestión que se plantea Montesquieu en Las cartas persas: “¿Cómo uno puede ser persa?”, es decir, ¿singular, extravagante incluso? Sin embargo, la cuestión requiere ser precisada: es indudable que los hombres difieren culturalmente de hecho, pero ¿cómo establecerlo por derecho, sin alegar simplemente su legítimo derecho o su fantasía? Si las estructuras solo admiten lo necesario y desconocen lo posible, la empresa de fundación está mal orientada.

Los funtivos de una dimensión o de una sub-dimensión varían en razón inversa uno de otro. Si consideramos el tempo, por ejemplo sus dos funtivos, la rapidez y la lentitud lo hacen de esa manera. En nuestro universo de discurso, fascinado por la instantaneidad, no siempre la velocidad es unánimemente buscada, sino más bien el espasmo de la aceleración: la ascendencia de la rapidez y la decadencia de la lentitud se imponen con más fuerza. Pero, por conmutación, existe la posibilidad de convocar, en nombre de la “mira”, la ascendencia de la lentitud y la decadencia de la rapidez, lo que podemos representar del modo siguiente:


En esta configuración, la lentitud es creciente y la rapidez decreciente, y esta última, si tuviera que ser definida, sería considerada como “falta de lentitud, de serenidad”. La realización de la decadencia interviene como condición que controla la realización de la ascendencia, y eso en un doble sentido: el repunte se ejerce si la atenuación ha tenido lugar, así como el redoblamiento interviene si la aminoración se ha completado. Comprendemos ahora por qué el Micro-Robert, en lugar de dedicarse a definir la lentitud, efectúa el proceso. La pertinencia semiótica se define, así, por dos rasgos: (i) la euforia; (ii) el acrecentamiento. En términos stendhalianos, eso equivale a preguntarse por la dimensión o la sub-dimensión que contiene para ese sujeto una “promesa de felicidad”.

Dada la precipitación actual de las prácticas, de eso que Valéry, con sentido profético, denominaba ya en un texto de 1925, “la intoxicación por la prisa”, la lentitud existencial está hoy —¿y para siempre?— virtualizada:

… Pero, para mí, el ocio interior se pierde. Estamos perdiendo esa paz esencial de las profundidades del ser, esa ausencia inestimable durante la cual los elementos más delicados se refrescan y se reconfortan (…). Nada de preocupaciones, nada de porvenir, nada de presión interior; por el contrario, una suerte de reposo en estado puro los devuelve a su grado de libertad propio (…). La fatiga y la confusión mental son a veces de tal magnitud que uno añora ingenuamente la vida de los tahitianos, los paraísos de simplicidad y de pereza, las vidas de forma lenta e inexacta, que nosotros jamás hemos conocido…26

Si la adhesión de Valéry no deja de plantear algunas reservas, si no carece de un toque de ironía, podemos leer en el poema en prosa de Baudelaire, titulado “Invitación al viaje”, un fervor indudable: “Sí, en esa atmósfera sería bueno vivir allá lejos, donde las horas más lentas contienen más pensamientos, donde los relojes anuncian la felicidad con más profunda y más significativa solemnidad”.27 La lentificación en el plano de la expresión es la clave de la superlatividad beatificante, valor supremo, según Baudelaire.

Proponemos denominar conversión el paso de la negatividad a la positividad; el término está más próximo de la acepción religiosa corriente que de la que le atribuye Semiótica 1. La conversión constata las consecuencias de la conmutación de la dirección cuando, por ejemplo, la lentitud, no aceptando ser considerada como una rapidez insuficiente, invierte la perspectiva y se burla de la rapidez, acusándola de precipitación, incapaz de ofrecer al “alma” esa felicidad superior de la que habla Rousseau en el “Quinto Paseo” de los Ensueños de un paseante solitario, en términos muy semejantes a los de Valéry.

Esa intrincación concordante de los datos valenciales, de la concesión, del recurso cruzado al mejoramiento y a la peyoración, en fin, de la “mira” omnipresente de la superlatividad, se deja leer en este bello análisis de G. Bachelard:

Entonces, todo es positivo. Lo lento no es lo rápido refrenado; lo lento imaginario también quiere su exceso. Lo lento es imaginado en una exageración de la lentitud, y el ser imaginante goza no de la lentitud sino de la exageración de la lentificación. Observen cómo brillan sus ojos, lean en su rostro la alegría fulgurante de imaginar la lentitud, la alegría de ralentizar el tiempo, de imponer al tiempo un porvenir de dulzura, de silencio, de quietud. Lo lento recibe así, a su manera, el signo de lo demasiado, el sello mismo de lo imaginario.28

Si la doxa rechaza el exceso, la concesión no toma en cuenta ese rechazo, pasa de largo y opta por afirmar “concesivamente” la bondad y la deseabilidad del exceso. Nos encontramos en presencia de una figura de discurso que no es ajena a la hipérbole, pero que tampoco se reduce a ella; la designaremos, a falta de mejor término, como lo superlativo-concesivo.

Una anécdota debida a Mahler muestra el alcance discursivo insigne de la concesión: “Cuando advierto que un adagio no ha producido ningún efecto sobre el público, lo reformulo la vez siguiente no más rápida sino más lentamente”.29 Según el punto de vista implicativo imputado al público, lo bastante rechaza lo demasiado, mientras que para la penetrante visión de Mahler lo demasiado rechaza lo bastante, denunciándolo como insuficiente. En el metalenguaje que preconizamos, observamos que las categorías operan “a la vista”: Mahler estima que la doxa, representada aquí por el público, espera una atenuación de la lentitud, pero él adopta la opción inversa: redoblar la lentitud y exceder “concesivamente” el exceso mismo. Volveremos sobre esto en el capítulo siguiente, pero los dos últimos textos citados, en virtud de su convergencia, confirman la hipótesis de que el discurso, en su progresión, trata de reconocer la dirección de crecimiento elegida, a partir de los “más” y de los “menos” que han ocurrido y que han sido capitalizados, aun cuando la dirección sea decadente. En nuestro universo de discurso, se apunta al acrecentamiento del tempo y de la tonicidad; sin embargo, el pensamiento hindú, que tiende, según se sabe, hacia la “extinción completa”, valora por encima de todo lo concesivo-superlativo de atonía como programa de base, y la aminoración, es decir, cada vez más de menos, como programa de uso. Cassirer resume en los siguientes términos su análisis del budismo: “La llama de la vida se extingue ante la pura mirada del conocimiento. ‘La rueda se quiebra, la seca corriente del tiempo ya no fluye; la rueda rota ya no gira: es el fin del sufrimiento’”.30

Esa convocación de lo superlativo-concesivo no es privilegio, ni mucho menos, de los más grandes artistas. La semiótica corriente —cualquiera que sea la isotopía en la que se efectúa el proceso: la explotación profana o la santidad— lo solicita igualmente. Si consideramos el motivo ético del perdón y nos planteamos por un instante la cuestión: ¿cuál es el objeto del perdón, lo perdonable o lo imperdonable? Sin reflexionar, puesto que en este punto la reflexión es inútil, cualquiera responderá espontáneamente: el perdón verdadero tiene por objeto lo imperdonable en la medida en que lo perdonable conlleva ya el perdón; y a partir del enunciado lapidario: perdonar lo imperdonable, resulta fácil catalizar una estructura concesiva y exclamativa: “a pesar de que el acto que has cometido es absolutamente imperdonable, ¡yo te perdono!” Creemos que la modalidad del sujeto, en la medida en que este hace un esfuerzo, en que “tira” de sí mismo, y la concesión del proceso están en connivencia. Inmerso en el espacio tensivo, el motivo del perdón, como cualquier otro motivo, observa el reparto de las valencias tónicas:


Dejando de lado la jerga académica, el sentido común va directo al grano y considera que, en este asunto como en muchos otros, hay “perdón” y “perdón”, y que los méritos del “sublime” perdón de lo imperdonable no tiene comparación con el “mediocre” perdón de lo perdonable. La imposibilidad se convierte en medida del valor modal del perdón. Y podríamos multiplicar los ejemplos.

Los géneros discursivos eminentes, especialmente el mito y la leyenda, así como la conversación ordinaria, están “imantados” por lo increíble, por lo maravilloso, por lo sorprendente, por lo prodigioso. El enunciado básico se construye menos a partir de la relación enunciva entre un tema y un predicado que a partir de la relación enunciativa entre un enunciador, convencido del carácter increíble, “sobrenatural” del evento que refiere y la legítima propensión a la duda que supone en el enunciatario al que se dirige: “No me lo vas a creer, y yo en tu lugar reaccionaría de la misma manera, pero te juro que es verdad”. Para el enunciatario, no se trata de validar una afirmación, sino más bien de acoger como tal una exclamación, es decir, la marca de un sobrevenir irrecusable. Con frecuencia, se trata de reducir el intervalo tensivo que se produce entre lo creíble y lo increíble por medio de prácticas rituales, como por ejemplo, jurar por la vida de la madre o de los hijos, por medio de la exhibición de pruebas aceptadas como indiscutibles, y también acudiendo a testigos diversos. La concesión dramatiza la veridicción, ya que el enunciatario es invitado a ratificar la presentación concesiva que el enunciador establece: “A pesar de que las apariencias se pongan contra mí, digo la verdad”. Ese es el problema lancinante de Rousseau en sus escritos autobiográficos.

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