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II.6 DECLINACIÓN DE LAS SUB-DIMENSIONES

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Es preciso articular ahora, sobre una base formal común, las dos sub-dimensiones intensivas, el tempo y la tonicidad, al igual que las dos sub-dimensiones extensivas, la temporalidad y la espacialidad. Al no ser exclusiva de ninguna de esas sub-dimensiones, la base formal evita privilegiar alguna de ellas a costa de las demás. Las variaciones y las vicisitudes de todo tipo que afectan al sentido provienen de su inmersión en lo “moviente” (Bergson), en lo inestable e impredecible, en la foria, para decirlo con una sola palabra. Los sempiternos lugares comunes y los géneros convertidos en rituales contienen, a veces hasta detienen esa efervescencia. Proponemos llamar foremas a esas magnitudes encargadas de mostrar la foria sin falsearla —es decir, sin inmovilizarla— que condensa, desde cierto punto de vista, cada una de las cuatro sub-dimensiones mencionadas. Para calificar discursivamente un hacer que ocurre en algunas de las sub-dimensiones, es importante reconocer tres “cosas”: su dirección, el intervalo recorrido y su impulso. Antes de proseguir, quisiéramos indicar que, por azar, hemos encontrado una tripartición similar en Binswanger: “La forma espacial que hasta ahora hemos abordado ha sido caracterizada mediante la dirección, la posición y el movimiento”.33 Esa convergencia no es sorprendente, sobre todo cuando se reconoce la deuda que Merleau-Ponty tiene con los psicólogos, entre los que se cuenta Binswanger. Pero, para nosotros, no se trata de espacializar —inductivamente— la significación, sino más bien de semiotizar el espacio.

Como todo inventario, esa tripartición es ciega. En primer lugar, la dirección y la posición son presuponientes, y el impulso, presupuesto. Hemos adoptado el término de forema para indicar que los presuponientes son deudores de su presupuesto. La primacía del impulso concuerda con otros dos datos: por una parte, el predominio del padecer sobre el actuar; por otra, la rección que postulamos de la intensidad sobre la extensidad. En segundo lugar, pero desde otra perspectiva, la dirección aventaja a la posición y al impulso cuando el actuar se libera de la autoridad del padecer con el propósito de satisfacerlo, de colmarlo. Abordamos con esto la cuestión del sujeto, pero con la condición de pensar las vivencias del sujeto en términos de deformación, de acomodación, de respuesta, inmediata o diferida, a las solicitaciones del no-yo.

Desde el punto de vista epistemológico stricto sensu, la valencia es identificada como la “intersección” de un forema y de una subdimensión. Dicho sea de paso, si, como lo indica Hjelmslev en los Prolegómenos, las “buenas” definiciones son “divisiones”, ello se debe a que las magnitudes semióticas del plano del contenido son complejas, complejidad que es inherente, según el caso, a una intersección o a un desarrollo. Las características a priori de las valencias son precisamente aquellas que les permiten circular y “comunicarse” unas con otras, medirse unas a otras dentro del discurso y, con ello, asegurar el ir y venir indispensable entre lo local y lo global. Esa doble lógica de la complejidad y de la “intersección”, conducida metódicamente, produce, en todas las acepciones del término, doce parejas de valencias, en las que intervienen los tres foremas y las cuatro sub-dimensiones:


Describiremos brevemente las valencias obtenidas en cada una de las sub-dimensiones. Para el tempo, la dirección tiene como dilema la pareja: ¿aceleración o lentificación? Frecuentemente se escucha decir que nuestra época conoce una aceleración sin precedentes debido al auge de las tecnologías, pero si bien el hecho es innegable, su explicación parece frágil, ya que el paso del arte del Renacimiento al arte del barroco, de acuerdo con los análisis de Wölfflin, también se caracterizó por una aceleración notable con tecnologías constantes; esta observación es igualmente válida para algunos períodos de la música. Con respecto a la posición, las diferencias de tempo, las asincronías, generan retrasos y adelantamientos desde el punto de vista objetal; desde el punto de vista subjetal, crean precursores y rezagados nostálgicos, lo cual proporciona a los historiadores algunas de sus categorías. Por último, con respecto al impulso, la aceleración como proceso supone cierta vivacidad de parte del actante, una energía que supera aprehensiones, resistencias y obstáculos.

Pasemos a la tonicidad, término tomado de la prosodia en el plano de la expresión, y de la retórica tropológica en el plano del contenido. El dilema fundamental se plantea entre tonificación y atonización —tales denominaciones han sido tomadas de Bachelard—; a la primera corresponde la acentuación, la atribución del invalorable “acento de sentido” (Cassirer); a la segunda, corresponde su debilitamiento. Dejamos de lado la cuestión de la ambivalencia y de la reversibilidad del crecimiento y del decrecimiento; las cantidades negativas son también susceptibles de crecimiento y de disminución: ¿no es cierto acaso que una disminución de la tonicidad se traduce “mecánicamente” por un aumento de la atonía? De modo que la positividad se refiere tanto al crecimiento como al decrecimiento: por ejemplo, en el pensamiento religioso hindú, lo que tiene sentido, por el “principio del nirvana”, es el crecimiento de la atonía. Para un occidental, en busca siempre de “entretenimientos”, eso constituye una vacancia, un “vacío” insoportable, mientras que para el universo hindú de discurso es un “clímax” deseable, en la medida en que, para quienes los viven, los estados contemplativos son estados de plenitud. En lo que se refiere a la posición, la tonalización y la atonización generan, en virtud de los más y de los menos que fatalmente suscitan, distancias diferenciales orientadas; cuando el punto de vista, es decir, el discurso, selecciona lo más de más, hablamos de superioridad y, cuando prevalece lo más de menos, hablamos de inferioridad. Por último, con respecto al impulso, la tonalización exige como garantía, como fondo de reserva que autoriza la continuidad del hacer y su anticipación, la tonicidad, al igual que la atonización remite a la atonía, concebida como un “agujero negro” en cuyo interior la energía se pierde y se consume.

Desde el punto de vista tensivo, la temporalidad es una categoría “como otra cualquiera”, es decir, es analizable. De ahí que sea necesario tomar frente a ella una doble distancia: (i) primero, de la consigna de los años sesenta, que afirmaba que “las estructuras eran acrónicas” y que la temporalidad era solo un ornamento, una concesión al antropomorfismo siempre resurgente; (ii) segundo, de cierta tradición filosófica, basada en San Agustín, que aseguraba: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, sé lo que es; pero si alguien me lo pregunta y trato de explicarlo, no sé qué es”.34

Nuestra aproximación es más razonable: mientras no se demuestre rigurosamente que la temporalidad constituye una excepción, una singularidad, una anomalía, aceptaremos que los foremas determinan una flexión temporal, “ni mejor ni peor” que las otras tres. El forema de la dirección discrimina, por una parte, la “captación”, la retención, la potencialización de lo ocurrido; por otra, la “mira”, la protensión, la actualización del porvenir, o, dicho en palabras de Valéry, el palpitar recurrente del “ya” y del “todavía no”; tales valencias, que se miden recíprocamente, son “vivencias de significación” (Cassirer) y se ordenan mediante relaciones de anterioridad y de posterioridad, dando lugar a cronologías estrictas o laxas. Como lo ha mostrado Lévi-Strauss en su polémica con Sartre, una cronología concentra una velocidad, un ritmo, una textura; una cronología es una malla de calibre variable. Ahí también sería conveniente distinguir entre la forma científica de la historiografía y la forma semiótica, que afecta a la historia como disciplina interpretativa. En efecto, no toda anterioridad es igualmente significativa: las hay interrogativas, cuando se determina que los dos acontecimientos observados pertenecen a la misma temporalidad. Al respecto, es claro que el psicoanálisis opta por una temporalidad continua en la que los después siguen dependiendo estrechamente de los antes, es decir, de lo que sobrevino en la temprana infancia. Pero, en nuestra opinión, es la proyección del forema del impulso la que permite la apropiación práctica, pragmática, familiar, de la temporalidad por parte de los sujetos: algunas, indudables, como la brevedad y la longevidad, miden la duración y quedan ligadas a nuestra discreción, por medio de determinadas convenciones y restricciones. Jamás pondremos fin al debate sobre el tiempo, pero esa ignorancia no tiene gran importancia y permanece ajena al uso, al “empleo” del tiempo, tal como aparece en la espera, en la paciencia o en la impaciencia, pasiones comunes del tiempo.

La espacialidad, por tener un lugar preponderante en nuestro universo de discurso, es mejor aceptada. El forema de la dirección distingue no orientaciones geográficas sino lo que subyace a esas orientaciones, a saber, la tensión entre lo abierto y lo cerrado, que permite al sujeto formular, por una parte, programas elementales de ingreso, de penetración y, por otra, programas de escape, de salida, en función de la tonicidad del entorno. A partir de la obra de los escritores, y sobre todo de los poetas, geógrafos del imaginario, G. Bachelard ha dicho, especialmente en La poética del espacio, todo lo que podía decirse sobre ese tema. Las figuras de lo abierto y de lo cerrado se encuentran en una relación de asimetría: la presencia de por lo menos un cierre, una bolsa, una oclusión…, establece la apertura como tal. Igualmente, el forema de la posición, que discrimina lo interior de lo exterior, presupone en “algún lugar” la existencia de un cierre. Al igual que para la temporalidad, es preciso determinar si dos magnitudes pertenecen o no al mismo espacio. El forema del impulso establece el contraste entre el reposo y el movimiento, entre la permanencia en un sitio y el desplazamiento, estigmatizado este último por Baudelaire en “Los búhos”. Este forema es el sincretismo resoluble de la potencia y de la inercia, el recinto mental donde se miden mutuamente.

En la medida en que son “términos” del significante y “complejidades de desarrollo” del significado, estas valencias operan como funciones, mejor aún, como funcionamientos; son gramaticales en sentido estricto, puesto que son intersecciones homólogas de aquellas que proponen las gramáticas; así en francés, el adjetivo posesivo “son” [su] es, desde el punto de vista del poseedor, una tercera persona, y, desde el punto de vista de la cosa poseída, masculino y singular. El formalismo de las sub-valencias es del mismo orden, quizás con un poco más de sofisticación: la sub-valencia del reposo tiene como “armónicos”, o como sub-valencias de fondo, la longevidad, o si se prefiere, la permanencia, la atonía y finalmente la lentitud paroxística de la detención. En resumen, las sub-valencias intervienen conjuntamente, de acuerdo con el modelo de la sinfonía más que con el de la sonata. Si apelamos a Claudel, desconocido como semiótico, podemos observar el efecto señalado:

Un seul grattement de l’ongle et la cloche de Nara se met à gronder et

à résonner.

(…)

Et l’âme tout entière s’émeut dans les profondeurs superposées de son

intelligence.35

[Con un solo rasguño, la campana de Nara se pone a tañer y a resonar.

(…)

El alma entera se conmueve en las profundidades superpuestas de

su inteligencia.]

Una de las tareas del léxico consiste en permitir, en función de esa solidaridad de la estructura, la selección de aquella subvalencia que concuerde con el topos desarrollado por el discurso. Esa profundidad de la valencia no está ausente de las lenguas si le prestamos oído: de tal modo que, en francés, si se toma en cuenta el orden canónico de su aparición en el discurso, el artículo indefinido y el artículo definido también se oponen como lo que sobreviene a lo que ha sobrevenido. Sin embargo, como la dimensión del sobrevenir no es tomada en cuenta, ese esbozo de declinación tensiva permanece ignorado.*

La red aquí propuesta atribuye a cada subvalencia una ubicación, pero la constitución de la red se encuentra en el fundamento de otras dos propiedades estructurales: (i) la rección de las sub-dimensiones por el mismo forema es homogeneizante, como sucede en la lengua, donde la serie dé-faire, dé-coudre, dé-tacher, dé-composer, dé-charger… [deshacer, descoser, despegar, descomponer, descargar] atrae todo término que conlleve la idea de “alejamiento, separación, privación de un estado o de una acción” (Grand Robert), aun si, como en el caso de déchirer [desgarrar], la sílaba dé- no remite al prefijo latino dis-. Con respecto a las “relaciones asociativas”, Saussure ha mostrado en el Curso de lingüística general que la lengua no es demasiado puntillosa en esa materia; (ii) la conmutación de los foremas dentro de una misma sub-dimensión es diferenciante, comparable a un análisis espectral: la sub-dimensión cambia de sesgo o de aspecto (en la acepción genérica del término) en función del forema seleccionado.

Semiótica tensiva

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