Читать книгу Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos - Claudio Naranjo Vila - Страница 12

—Este huevón nos metió en el medio tete. Puede que también te haya cagado con algo de plata cuando fue a hablar con el administrador.

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Al entrar a La Batuta, vimos que el Guatón Vargas estaba sentado de lo más tranquilo en la barra y fumándose un cigarrillo. Cristián tuvo que tragarse sus palabras. Nos saludó y luego echamos un vistazo alrededor. Cerca del bar había una escalera para bajar a la pista de baile y más allá el escenario. En las paredes se veían las cajas de huevo para el retumbar del sonido y los tarros de leche mal pintados como focos. Era triste el lugar vacío y con las luces encendidas, pero hice el esfuerzo de imaginarlo lleno de gente.

—En un par de horas tendremos a un montón de chiquillos exaltados, rogándonos que repitamos las canciones —le dije a Cristián.

—Mira, con tal que toquemos bien y no nos bajen del escenario, me doy por satisfecho.

Antes de que se escondiera el sol tuvimos todo acomodado. En un momento me acordé de un seminario de cardiología al cual debía asistir en Casa Piedra a la mañana siguiente. A la cresta. Pensé que había estudiado y trabajado lo suficiente para empezar a hacer lo que quisiera.

Al rato hicieron su entrada Los Fiskales. Los tres jóvenes, en cueros negros desgastados, chaquetas probablemente heredadas de sus padres o abuelos, nos miraron entre curiosos y burlones. En la puerta los esperaba un séquito de jóvenes vestidos a su semejanza. Dejaron sus instrumentos apilados en un rincón y se fueron sin hacer prueba de sonido.

De madrugada cortaron la música envasada, prendieron unas pocas luces y los chicos se acercaron de forma automática al escenario. Había gente por todas partes: se empujaban frente a la barra del bar, se apoyaban en las barandas sobre la pista de baile y quienes estaban afuera del local se apretujaron en la escalera. Casi todos llevaban el pelo pintado y vestían de cuero. Era esperable que algunos se rieran de nuestra edad, de los copos modelados con gomina y los cueros ajustados. Nos habíamos ocultado gran parte de la noche en el Kleinbus, fumando yerba y repasando algunos temas con las guitarras acústicas, solo entramos un poco antes para tomarnos una cerveza.

—Se equivocaron de lugar —dijo uno de ellos—, aquí no es el concurso del doble de Elvis.

No los dejamos seguir. Nos abrimos paso hasta el escenario, ajustamos los instrumentos y aplacamos rápido las risas con nuestro sonido. Retumbó primero la batería y luego hicimos entrar las guitarras y el bajo. Al fin fuimos nosotros convertidos en música que rebotaba en las cajas de huevo y entraba en sus oídos. Le regalé una sonrisa al Guatón Vargas, mientras resbalaba por las cuerdas de mi bajo. Me miró serio. En definitiva tenía muy poca pinta de rockero, a pesar de haberse vestido entero de negro (un buzo de lycra muy ajustado y una chaqueta new wave, con grandes hombreras a lo Bowie, sin respetar la ropa que acordamos usar la noche anterior). Estuvo silencioso, incluso con la yerba que fumamos en el Kleinbus.

Al otro extremo del escenario, delante de la batería, Mauricio y Cristián hacían sus headbangs de forma sincrónica. En plena catarsis, frenamos con violencia el sonido, tal como ensayamos. No hubo aplausos, entendimos que con los punks no iba eso de reconocerle al artista su virtud, pero tampoco hubo risas y nos sentimos bien.

De ahí en adelante cualquier recuerdo se torna vago. Si alcanzamos a tocar algo y luego el Guatón nos interrumpió, o si les dije que el próximo tema era en la mayor y después pidió hablar, no sabría decirlo. Lo hemos repasado varias veces y ninguno logra precisarlo. Maldito guatón. Ahí empezó a recitar ese poema interminable. Creo que los punks nunca se han reído tanto ni volverán a reírse así en su vida.

Cuando el Guatón agarró el micrófono, los cabros empezaron a pedir a Los Fiskales.

—En nombre de Los Enemigos del Silencio, antes de continuar quisiera leer un poema. —Sacó un papel de su chaqueta.

—¡Cállate, guatón culiao!

—¡Los Fiskales, viejos de mierda!

Muchas voces se levantaron desde el público. Me llegaron escupos, pero por dignidad no me los limpié.

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos

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