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LA NOCHE DE LAS REINAS

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Con el baño de escupos y gritos, entré en razón. No quise que Cristián empezara con la lata de que sabía que algo así pasaría y no le hicimos caso. Por lo demás, los cabros allá abajo desconocían que aquello no era parte de nuestro espectáculo, pensé que todavía podíamos sacar algún provecho de la situación. Sacudí a mis compañeros, que seguían paralizados, y a los malditos punks los obligué a tragarse sus carcajadas.

—Así que todos íbamos a ser reinas, ¿eh? —Mi voz fue desafiante en el micrófono.

Eché una mirada a la banda y nos encogimos de hombros.

—¿Seguimos?

—¡Seguimos! —gritó Cristián, y luego le mandó una patada en plena cara a un cabro que intentaba subirse al escenario.

Hundí la uñeta en las cuerdas sin oír, como situado al borde del ruido, y moví los labios sin escuchar mi canto (en realidad, grité más que canté, según me han dicho). En medio de la canción, como un rápido pestañeo, recordé la noche en Las Lanzas con mis amigos, cuando fundamos Los Nuevos Extremeños. El festival del colegio se acercaba y queríamos presentar algo. Las canciones se fueron dibujando claras en nuestras mentes, crecieron aisladas de la música del local, la tele y el ruido de las mesas. Las escribimos sobre servilletas y entonamos las melodías hasta muy tarde. Cuando se acabó la plata para más cervezas, nos despedimos y caminé hacia mi casa por las calles de Ñuñoa. Entonces me vino la idea de que todos los sonidos en el fondo eran notas de una gran canción universal que aún no había sido escrita: una sirena de ambulancia a lo lejos, el correr del viento a través de las hojas, mis pasos sobre el pavimento, un pájaro nocturno. Eran tantos los sonidos por recoger y tantas las canciones que esperaban ser compuestas. La omnipotencia del borracho me hacía pensar en los proyectos musicales: el álbum que terminaríamos antes de fin de año, las canciones que requerían mínimos arreglos, creí fácil encontrar un sello musical. Iba por la calle celebrando esa noche de triunfos que el futuro traería: los pájaros se contestaban de un árbol a otro, el sol todavía no quería salir. No sé si habré metido mucho ruido al llegar a mi casa; iba contento y nada me importaba. Entré a mi pieza y me tendí sobre la cama, mirando como hechizado mis pósteres de rock stars con patillas largas y patas de elefante. La última visión que tuve fue mi pieza que, igual que un disco, daba vueltas sin parar.

Mauricio destrozando su guitarra contra el piso me devolvió a la realidad. Aunque encendieron las luces del local y unos guardias empujaron su camino hacia nosotros, fue imposible contener a los cabros que subían por todas partes al escenario. Dejamos los instrumentos abandonados a su suerte y nos abrimos paso a combo limpio.

Entre escupos y patadas, de alguna manera cruzamos el campo de batalla para llegar a la calle. Nos subimos rápido al Kleinbus, Guillermo puso el motor en marcha y partimos a toda carrera dando la vuelta en Irarrázaval y acelerando hacia el oriente de Santiago. Perdimos nuestros instrumentos, la frente de Mauricio sangraba y Cristián se sacó la chaqueta de cuero para verse las costillas; a pesar de todo, estábamos felices.

Desde el volante, Guillermo miró por el espejo retrovisor hacia nosotros, que ya empezábamos a reír y destapar unas cervezas.

—Y eso que todavía nos falta ir a la radio. —Tocó La cucaracha.

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos

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