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PRÓLOGO Dignificar la memoria Zavel Castro

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Tienes entre las manos un libro de teatro que trasciende, con creces, su objetivo. Conchi planeaba recoger en él los principios para la creación de obras basadas en vivencias personales, ya fueran experiencias propias o de quienes quisieran confiarle algún aspecto de su vida. La intención de compartir estos saberes cosechados durante largo tiempo era manifestar su punto de vista sobre el género testimonial, así, las lectoras y potenciales dramaturgas podríamos comprender mejor la manera con la cual nuestras anécdotas pueden entretejerse y resultar en una dramaturgia conmovedora. ¿Quién mejor que esta escritora yucateca para enseñarnos cómo hacerlo, si su impronta artística es precisamente la conmoción que sacude y acaricia? ¿Quién mejor que una mujer con una generosidad dispuesta para que su conocimiento empírico sirva para el aprendizaje de quienes la siguen y suceden?

Esta primera intención de constituir una especie de instructivo personal para la elaboración de obras testimoniales, pronto se reveló como una fuente en el descubrimiento de algo mucho más sustancioso que la simple enumeración y glosa de fundamentos. En primer lugar, este libro reafirma la condición ilusoria de la documentación de la realidad, pues, como bien dice su autora, únicamente conservamos rastros de nuestra existencia mediante la reinterpretación de nuestros recuerdos, dicho de otro modo: los únicos momentos que podemos conservar son aquellos que evocamos. De tal suerte que no hay tal cosa como la recopilación de vivencias, sino de las ficciones que nos hacemos sobre lo que vivimos.

El poder de la ficción es apabullante, muchas veces nuestra capacidad de invención supera la experiencia misma, tanto que algunos de nuestros mejores recuerdos, quizás los más bellos o los más dolorosos, solamente ocurrieron en nuestra imaginación. Sin importar si las cosas fueron, en efecto, tal como las rememoramos o si son producto de nuestra fantasía, el recuerdo que nos hacemos de ellas son la materia prima para este tipo de escritura.

Precisamente una de las mayores enseñanzas sobre la creatividad y la memoria que nos ofrece este libro, es aquella que manifiesta la potencia de la añoranza y del efecto nostálgico que algunos recuerdos ejercen sobre nosotros. Solo aquellos que demandan la recreación de nuestros sentidos, esos que podemos oír, tocar, oler y degustar con la simple aparición en nuestra memoria, pueden constituirse en material dramático, porque solo ellos han sido capaces de resistir las embestidas del olvido, porque solo ellos han dejado huellas sensibles en nuestro ser. Los recuerdos que nos punzan o que nos reconfortan son aquellos que guardan un significado especial en nuestra vida.

Si bien esta obra trata en detalle la significación de la memoria, aborda un asunto (a mi parecer) más importante, al enfatizar la urgencia de su dignificación. Es en este sentido que la obra trasciende su objetivo y deviene en un tratado sobre ética teatral, una cuestión a la que es necesario volver una y otra vez, dadas las condiciones de nuestra época, caracterizada por un afán de protagonismo y por el deseo de figurar lo más pronto posible, muchas veces a costa de los principios humanitarios.

Las necesidades de pertenencia y reconocimiento impelen a muchos creativos a consolidarse mediante el oportunismo, hablando de los “temas importantes” del momento, aun cuando no han sido afectados honestamente por las problemáticas. Con esto no me refiero a que hayan sido víctimas directas de los conflictos sociales y culturales que abordan, sino de que la elección de los temas de sus obras no ha sido consecuencia de una inclinación y comprensión empática y que su tratamiento no ha obedecido a un efecto sensible ineludible, como una preocupación que no cesa y que provoca una toma de postura mediante el tratamiento artístico.

A lo sumo y constantemente, este efecto es fingido y guarda como única intención, el asegurarse un lugar en el sistema. Frente al estado de las cosas, es preciso cuestionar la manera en la que la dramaturgia puede explorar la vida de las personas desde el teatro sin fines utilitarios, sin que el oportunismo se sobreponga a la dignidad de las personas, sin que los intereses del autor sean más importantes que los intereses de quienes brindan sus testimonios para la creación dramática, ¿Cómo cuidar el recuerdo del otro? ¿Cómo no hacer de la experiencia ajena un objeto de consumo espectacular? ¿Cómo alejar a los creadores teatrales de la tentación especulativa? ¿Cómo dignificar la memoria?

Gracias a los valores que la soportan, a su admirable capacidad intuitiva, su audacia y al don de escuchar que heredó de su abuela, León estableció muy pronto en su carrera, algunas máximas para abordar los testimonios confidenciales cuyo estremecimiento la incitaba a su traducción dramática, siendo el principal honrar el acto de confianza que representa el hecho de que una persona le confíe su intimidad a otra.

Esto implica velar por el corazón del confidente, procurando siempre que la obra que se escriba a partir de sus testimonios no se burle de sus emociones, que no sea humillante, que su tratamiento no dependa del morbo sino de la comprensión y de la compasión, que no lo victimice pero tampoco lo culpe, que lo muestre en una complejidad fascinante, que repare en su condición humana pendiente de su inclinación al error y su derecho a seguir adelante.

En una conversación que tuve con la autora, me compartió que siempre tuvo presente que las personas quienes le abrían el corazón podrían ir alguna vez a ver las obras en las que su vida se representaba, ella debía ofrecerles una experiencia agradable, por tanto no iba a permitir que esta las avergonzara o las hiciera sentir expuestas. Su postura frente al teatro testimonial es la de una creadora para quien la escritura es un acto de cuidado, una mujer excepcional que siente el compromiso de proteger los recuerdos confiados, alguien con la sabiduría para entender que cuando alguien le cuenta una historia está entregando un pedazo de su alma y está abriendo una herida para que Conchi pueda entrar en ella y explorarla, sentirla y convertirla en teatro, que eso es algo sagrado y por ello demanda una retribución justa con la creación de obras que estén al nivel de ese acto de amor.

La etimología de la palabra “manual”, la define como “algo que se lleva de la mano”. Ninguna acepción podría haber resultado más adecuada para referir la metodología de esta autora, pues con esta guía, sentimos cómo nos toma de la mano y nos lleva hacia una exploración del teatro a través de la vida y de la vida a través del teatro.

Conchi nos envuelve en recuerdos devenidos de imágenes, imágenes que transmiten emociones y nos acercan a universos únicos y entrañables, a nuevos mundos en los que podemos establecer vínculos que sanen nuestros dolores, un lugar donde podemos sentirnos seguras y en el que nuestros recuerdos son tratados con amor y cuidado, un teatro digno.

La nostalgia de los sentidos

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