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2. La imagen “irradiante”

La mejor manera de empezar una historia es con otra.

Jorge Volpi

Dicen que el paisaje cotidiano se transforma de vez en cuando, que de pronto una imagen no armoniza con el paisaje, y nos hace voltear, una imagen que no coincide con la calle, el lugar o las personas. Dicen que en nuestra rutina diaria vemos lo mismo todos los días. Pero hay un día especial, en el que ese andar diario se ve transformado por una imagen que destaca del paisaje cotidiano. Una imagen que no se ajusta al entorno; una imagen grotesca, exagerada, bella, brutal, desgarradora, una que no vemos en nuestro paso diario. La gente voltea, mira un poco y sigue de largo; hay prisa por llegar al trabajo, llevar a los niños a la escuela o tomar el autobús. Dicen que quienes tenemos el compromiso de detenernos ante la escena que se bota del paisaje, somos los artistas, porque nosotros construimos el vínculo entre esa imagen y los espectadores, porque nosotros sabemos que esa “imagen” fuera de lugar, puede ser un gran detonante en el sitio en que nos miramos todos: el arte. Porque la imagen que se bota del paisaje generalmente habla de nuestro tiempo.

Siempre digo que en nuestro país tendríamos que detenernos en cada esquina, solo en la Ciudad de México tenemos infinidad de imágenes saltando del cotidiano: niños malabareando fuego en las esquinas, indígenas desnudas bailando en el Ángel de la Independencia, niños drogándose a la salida del metro, mujeres cargando un mundo de bordados sobre su espalda. Una imagen puede ser el gran detonante de una historia. En algún curso de dramaturgia, el maestro me dijo que esa imagen de la que hablo se llama: imagen irradiante.

Irradiar 1. tr. Dicho de un cuerpo: despedir rayos de luz, calor u otra energía. 2. tr. Someter algo a una radiación. 3. tr. Transmitir, propagar, difundir.

La imagen irradiante que transformó mi vida teatral y me enseñó una forma de escribir teatro, es la de una mujer mestiza (como llamamos a las mujeres indígenas en Yucatán), sentada vendiendo fruta. Ella vestía un huipil, su piel estaba quemada por el sol, sus dientes tenían casquillos de oro y se cubría los ojos con unos lentes tipo Ray Ban. La imagen era muy poderosa, su postura corporal también. Dicen que los dramaturgos somos morbosos y vouyeristas, confieso que lo soy. Pero no sé si por morbo o por algo más (algo que intentaré contar en este libro)… me detuve.

Compré la fruta que vendía, me senté a comerla a su lado, y con toda la prudencia que me fue posible le pregunté por qué usaba los lentes. Me contestó que tenía un golpe, su marido la había maltratado la noche anterior, pensaba que si se ponía a vender con el ojo morado nadie le compraría, su hijo adolescente le había prestado los lentes. Continuó su relato de violencia intrafamiliar en el que no faltaban los golpes del hijo y la repetición de esa violencia en su hija, a manos del marido de esta. Escuché su historia, la escuché como me enseñó mi abuela. Y causó un efecto significativo en mí, quizá porque mi madre también fue una mujer golpeada por mi padre y muchas veces me tocó ser testigo de ello.

Ejercicio ii | La imagen irradiante

¿Tú has encontrado imágenes irradiantes en la calle? Piensa en algunas; ahora elige una. Ya sé que es difícil, pero en el teatro siempre estamos tomando decisiones y desechando materiales.

¿Ya tienes la imagen?

Escríbela, como si fuera una acotación.

¿Por qué te impresiona esa imagen?

Cuando viste la imagen irradiante, ¿te acercaste a mirarla en detalle?

¿Trataste de explicártela?

Si no tienes más información de la imagen, usa la ficción para explicártela.

Después de describir la imagen a modo de acotación, si es una sola persona, escribe un soliloquio breve. Si son más personas, un breve diálogo.

Entre las imágenes irradiantes que han compartido mis alumnos y que se quedaron en mi memoria están:

 Una embarazada alimentando un cocodrilo.

 Un indigente con los pies quemados.

 Un cocodrilo entrando a un centro cultural.

 Un edificio casi derrumbado con personas adentro de un departamento.

 Un niño en la puerta de un cine porno.

La historia de la mestiza con lentes Ray Ban me pegó también a mí. Me pegó profunda y certeramente por la experiencia con mi madre. Me tocó vivir esa violencia desde muy pequeña, ser despertada por los gritos, correr a esconderme al patio y ver cómo las cosas volaban en medio de golpes, carreras y gritos. Entendí que la imagen irradiante nos llama por algo más que la sola contradicción del paisaje, la imagen irradiante nos habla inconscientemente, nos toca en aquello que Ximena Escalante nos enseñó que era la huella de dolor del personaje.

“La huella de dolor es el principio, la célula uno para la creación del personaje, y el sustento más sólido para proyectar la escritura dramática. Parte de la idea de que todo vínculo, cualquiera que sea, se fundamenta en el dolor”.

Ximena Escalante. Dramaturga

Siguiendo esta teoría, establecemos vínculos a través del dolor. Todos estamos atravesados por una huella de dolor. Yo creo que la huella de dolor se traduce en algo más cuando crecemos. En mi caso, la violencia se tradujo en ira.

Mucho se ha dicho: Si quieres ser universal habla de tu aldea. Pero yo he descubierto que mi aldea no es solo el lugar en el que nací, mi aldea también soy yo, con mis recuerdos, mis desmemorias, mi odio, mi amor, mi infancia, mis pesadillas y mis sueños. Esa es mi aldea, esa es la aldea de cada uno de nosotros.

Ejercicio iii | Traducciones

¿Cuál es tu huella de dolor?

¿Qué recuerdos tienes sobre ella?

¿En qué sentimiento se tradujo?

Escribe una escena donde el personaje desvela poco a poco su huella de dolor.

Ojos de Santa Lucía

“21 de diciembre de 1996. Después de casi doce meses de la terrible noticia de la presencia del cáncer en los pulmones de mi padre, parecía que la batalla estaba perdida. Pero si hace diez años dejó de fumar. ¿Quiere decir, entonces, que dejar de fumar no sirve para una chingada? Además mi padre es muy joven, solo 66 años, y todavía no me ve triunfar. En eso pensaba mientras lo veía, acostado, tranquilo en su cama, moviendo los ojos, como buscando qué más decir. Mi madre iba y venía, y mis tres hermanos deambulaban, junto conmigo, sin querer encontrarnos de frente. Yo salía a fumar a la calle, escondido de todos. ¿Qué clase de pelmazo sale a fumar cuando su adorado padre está muriendo por causa del cigarro? Y sí que fue adorado: un hombre íntegro, culto, amoroso, que había dado su vida por nosotros, y que confundido por la terrible enfermedad, me había pedido perdón por lo que no hizo por mí. Eso que no había hecho por mí es un gran misterio, que hasta la fecha no he podido dilucidar.

“Mi madre, una mujer muy fuerte, guerrera, que había perdido a su padre el 10 de noviembre de ese mismísimo año, cuando la batalla contra el cáncer de mi padre se encontraba en el punto más álgido, estaba pendiente de todos los detalles. Algo presintió esa noche, pero no lo dijo. Como siempre, nos seguía protegiendo. Mi única hermana mujer, con sus ojos pequeñitos, similares a los ojitos de Santa Lucía —esas estrellas formadas por el triángulo de Betelgeuse de Orión, Sirius del Canis Major y Procyon del Canis Minor, y que mi padre le había regalado desde que ella tuvo uso de razón— veía la escena con una aparente entereza que no lograba contagiar a los tres hermanos varones.

“Y de pronto… el final… se nos iba nuestro héroe… por fin iba a descansar… aunque nos dejara ese desierto terrible en el alma. Cerró los ojos y se quedó muy quieto. Se veía muy apacible. Mi madre, dando una lección de vida, tranquilamente tomó un espejo para verificar que el Viejo (así le dicen hasta la fecha sus nietos) ya no respiraba. Luego tomó un trapo y le amarró la quijada. Esa fue la confirmación de que la última batalla, aparentemente más que perdida, en realidad estaba ganada.

“Mi hermana, la dueña de los ojitos de Santa Lucía, se acercó a él y se recostó a su lado para platicar. Para tranquilizarlo y decirle que esos ojitos estarían siempre con ella, para agradecerle el regalo, para decirle que seguramente allí, a un lado de esa triada de estrellas, estaría el rostro del Viejo, viéndola, cuidándola, velando por los suyos, como hizo toda su vida.

“De eso hace más de 23 años, y la escena me ha perseguido desde entonces. Siempre que la recuerdo, siempre que veo en mi mente esa imagen de esos dos seres conectados por una gran metáfora me invade, por supuesto, una gran tristeza y al mismo tiempo la alegría de que mi padre, ese ganadero sonorense, ese hombre íntegro, ese señor culto, sin saberlo, haya sido mi primer maestro de poesía.

Me gustaría que el cielo existiera solo para volver a verlo algún día y decirle que los ojos de Santa Lucía han estado muy bien custodiados, que mi hermana los ha cuidado divinamente, y que el que se atreva a tocarlos se va a meter en un broncón. Le quisiera decir que he hecho mi mejor esfuerzo por cuidar sus ojos, esos que dejó en este mundo, y pedirle perdón —yo sí con razón— por no poder hacerlo mejor”.

Daniel Serrano. Dramaturgo, actor y director. Tijuana, B.C., 15-07-2019

La nostalgia de los sentidos

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