Читать книгу A tu lado - Cristina G. - Страница 13
Оглавление8 KYLE
Emma había huido de nuevo. Y a mí, algo me decía que mi disculpa no había ido tan bien como esperaba. La forma en que Emma había salido como alma que lleva el diablo de mi habitación, con la absurda excusa de que entrara una enfermera, me daba qué pensar.
Y la culpa de todo aquello era de mi madre.
Esa mañana había llegado a San Francisco a visitarme. Cuando entró por la puerta por poco me rompe otro hueso de lo fuerte que me abrazó.
—¿Es que solo sabes dar disgustos a tu pobre madre? —me acusó, entre lágrimas.
—Lo siento, mamá, pero yo no quería que ese foco me atacara.
—¡Espero que hayáis demandado al establecimiento! No puede trabajar nadie más allí bajo esas condiciones.
Me encogí de hombros. Entendía a mi madre, pero sabía muy bien que por mucha seguridad que se tuviera aquello eran cosas que podían pasarle a cualquiera.
—No lo sé, el jefe ya me comentará.
Mi madre pareció enfurruñada, y frunció los labios al tiempo que se recolocaba un mechón oscuro de su cabello. Sonreí mientras la miraba, había echado de menos ver esos gestos infantiles suyos. Después de preguntarme mil y una veces sobre mi estado, las pruebas y todo lo concerniente a mi cuerpo, además me di cuenta de que evitó hablar de mi padre, decidió sacar otro tema a relucir:
—¿Y cómo está Emma?
Ni siquiera me sorprendí.
—Los chicos te lo han dicho, ¿verdad?
Ella asintió, mirándome con cautela.
—Luke.
Como siempre.
—Bueno, pues bien. Muy metida en su trabajo.
Recordé la pequeña pelea que habíamos tenido esa misma mañana, donde le grité tantas gilipolleces. Mi madre me observó curiosa, sin esperar realmente que yo le contara algo, la conocía lo suficiente para saber que solo quería saber cómo estaba ella.
—Seguro que es una buena doctora.
Sus manos reconociendo mi cuerpo vinieron a mi mente. Intenté alejar esos estúpidos recuerdos.
—Lo es —murmuré.
Miré a mi madre. Me había estado sintiendo como una mierda desde aquello, rememorando las palabras de Emma, afirmando que todavía le importaba. Ah, qué cojones, tenía que contárselo a alguien. Necesitaba consejo maternal.
—Mamá, antes la he cagado mucho —le dije.
Ella me observó alarmada primero, después pareció comprender, y ladeó la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
Inhalé profundamente. Me sentía avergonzado y ni siquiera había comenzado a hablar.
—Antes ha venido a verme y… parecía triste. Estaba un poco enfadado por todo lo que me había pasado y eso me enfureció más. No sé, sentía que ella fingía tenerme lástima, como cuando aquellas niñas pijas del colegio te miraban por encima del hombro con cara de cordero degollado y decían «oh, pobrecito, lo hice sin querer», cuando te ponían la zancadilla. Y le solté muchas tonterías.
Mi madre escuchaba atenta, sin juzgarme con la mirada.
—¿Crees que ella es ese tipo de persona? —preguntó, con un tono muy tranquilo.
Fruncí el ceño.
—No. No lo sé… bueno, quién sabe. Han pasado muchos años, ya no sé ni quién es.
—El amor que os teníais era muy fuerte —comenzó mi madre. Yo la miré a los ojos, sintiendo un pinchazo en el pecho—. No creo que pueda desaparecer totalmente, ya sabes, cielo, quedan cenizas. De modo que es normal que ella todavía se preocupe por ti, por mucho tiempo que haya pasado. Eso es lo que pienso.
—Eso mismo dijo ella… —susurré.
Vi como mi madre dibujaba una pequeña sonrisa. Estaba seguro de que a ella le haría ilusión que Emma y yo volviéramos a mantener el contacto.
—Entonces, ¿no crees que deberías pedirle disculpas? —cuestionó.
Hice una mueca. Sabía que había hecho mal, pero de ahí a pedirle disculpas a Emma que, al parecer, era mi nueva archienemiga, había un trecho muy largo. No me gustaba demasiado esa idea. Suspiré, y vi como mi madre me observaba divertida. Me sentía como un niño pequeño que ha tirado del pelo a una compañera y tiene que pedir perdón. Exasperante.
—Está bien… —concedí.
Pero mi perfecta disculpa no fue tan bien como me habría gustado.
Para variar, me había ido de la lengua, había dicho cosas que me tendría que haber callado, por lo visto, ya que mi interlocutora se había quedado muda. Y eso me enrabiaba, tan solo había dicho la verdad. Sí, joder, sufrí como un puto condenado mucho tiempo desde que ella me dejó. O desde que yo me fui. Supongo que el concepto de quién rompió con quién era ambiguo.
Estaba seguro de que mis palabras le habían afectado, lo vi en su rostro y en su mirada perdida. Le habían hecho sentir algo, y eso podía ser bueno o malo. Aunque no tenía claro cuál era cuál. Podía ablandarse y volver a hablarme como una persona normal, como alguien que fue importante en mi vida, o simplemente podía levantar de nuevo sus barreras y alejarse de mí todo lo posible.
No tardé mucho en descubrir cuál fue su decisión.
Pasaron dos días en los que Emma ni siquiera me miró a la cara y se dedicó exclusivamente a hacer su trabajo. Acepté que era lo mejor. Empezar a sacar a la luz lo que sentimos en aquella época o cualquier cosa relacionada con eso tan solo iba a hacernos daño. Lo apropiado era ser doctora y paciente.
En esos dos días tuve varias visitas de los chicos y de mi madre. Todo lo ocurrido también fue culpa de Eric, de modo que le pedí que se comportara con Emma, a lo que él contestó que no lo podía evitar, ya que no le gustaba nada esa chica. No tuve el valor de contarle lo que había pasado con ella esos días, no quería que me echara en cara que estaba volviendo a caer en sus redes o alguna locura parecida.
También vino mi jefe, que me confirmó que habían demandado al establecimiento, y que seguramente me pagarían una cuantiosa indemnización. La verdad, no me venía nada mal ese dinero. Me sugirió que me quedase en la ciudad el tiempo que me hiciera falta, incluso después de recibir el alta. Tendría que recuperarme en casa e ir a rehabilitación unas semanas. Lo consideré seriamente, y la verdad, prefería mil veces quedarme con mi madre, cerca de la ciudad y volver a Nueva York totalmente recuperado. Estar allí y no poder trabajar sería un suplicio.
Liam apareció el tercer día de estar ingresado. Me sorprendí bastante, ya ni siquiera esperaba que viniera a verme. No es que le tuviera ningún rencor, había pasado demasiado tiempo, no era una persona tan resentida. Tan solo, a una pequeña parte de mí le preocupaba que siguiera enamorado de Emma. A pesar de no tener motivo para inquietarme por eso, ya que ella y yo… en fin, ya no había nada.
Al entrar en la habitación parecía avergonzado, avanzó con la cabeza gacha y cuando elevó la vista parecía más afligido que otra cosa.
—Hola, Kyle —saludó.
Procuré ser agradable.
—Liam, cuánto tiempo, pasa —le invité.
Él se sentó en la cama ya que yo estaba sentado en la butaca, harto de estar tumbado. Le observé unos minutos, el único cambio que había en Liam era que su barba crecía más espesa, llevaría dos días sin afeitarse, pero se notaba que tenía más cantidad. Por el resto, estaba igual, continuaba teniendo un rostro aniñado. Me miró a los ojos y sonrió.
—¿Qué? ¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Pues ya ves, hasta los huevos de estar aquí, la verdad. Echo de menos comerme unos buenos tacos.
Liam se rio y yo me sentí aliviado de no tener una conversación tensa. No estaba el horno para bollos.
—Te veo bien, saldrás pronto.
—Eso espero.
—Siento no haber venido antes. Fue un poco… complicado.
Negué con la cabeza. ¿Por qué ponía esa expresión tan extraña?
—No te preocupes, más vale tarde que nunca, ¿no?
Liam miró al suelo y de pronto le recordé de pequeño, cuando había roto algo. La cantidad infame de años que hacía que le conocía me dijo que estaba a punto de decir algo importante.
—Kyle, siento mucho lo que pasó antes de que te fueras.
Fruncí el entrecejo y le observé confundido. Entonces entendí: Emma.
—¿Te refieres a aquella pelea? Supongo que yo debería pedirte disculpas, te recuerdo que fui el que te pegó un puñetazo.
Liam sonrió sin poder evitarlo y noté esa añoranza de la época en que éramos amigos. Sí, Liam se enamoró de la misma chica que yo, e hizo lo posible por arrebatármela, pero todo aquello estaba enterrado. Le odié durante un tiempo, un poco largo, pensando que aprovecharía la oportunidad de mi marcha para ir a por Emma, pensando que ella, frágil y sola, lo aceparía. Sin embargo, los chicos se encargaron de asegurarme que no fue así, aunque yo nunca lo pregunté. La relación de los tres se había roto, apenas supe de él en aquellos cinco años. Y ahora Emma no quería verme ni en pintura, de modo que, ¿qué más daba ya todo?
—Pero yo lo inicié, y en todos estos años no he sido capaz de decírtelo. Lo siento.
—Está olvidado.
—Me he enterado de que Emma es tu doctora. Espero que te esté tratando bien.
Sabía que lo diría.
—A patadas —afirmé.
Me pregunté si ellos dos seguirían siendo amigos, viéndose a menudo, eran vecinos así que supongo que era inevitable. Y no supe por qué esa idea no me gustó demasiado.
—Se le pasará —murmuró Liam y yo le observé curioso.
—¿Y tú? ¿Sales con alguien? ¿Qué ocurrió con Rachel?
El color de su cara cambió completamente, se puso pálido y después rojo como un tomate. Guau, eso era poder sobre un hombre.
—Lo dejamos hace mucho —contestó.
Asentí con la cabeza. Algo me decía que eso no era del todo verdad. Quizás se veían actualmente, pero nadie lo sabía. Liam y yo conseguimos entablar una conversación casual dejando de lado los temas controvertidos. Se marchó después de una media hora.
A la noche estaba tan tremendamente aburrido que pensé que treparía por las paredes o comenzaría a rodar por el suelo tan solo por diversión. Durante los últimos días me habían permitido pasear un poco en la silla de ruedas por el hospital, si no, estaba seguro de que me volvería loco. Podía caminar un poco, bueno, cojear más bien, de modo que me levanté, me puse la bata y los zapatos. No, no estaba lo que se dice sexy, pero me daba lo mismo. Fui hasta la silla de ruedas, me senté y la moví hasta fuera de la habitación. Eran como las nueve o diez de la noche, no había prácticamente nadie. Rodé y rodé hasta el ascensor ya que había tenido una idea. Una idea loca, tal como mi estado mental. Subí a la última planta y avancé con la silla hasta la azotea. Era un poco complicado con un brazo inmovilizado, pero me las apañaba bien. Mierda, había unos pocos escalones. Me encogí de hombros y pasándome totalmente por el forro las indicaciones del médico, me levanté y cojeé subiendo los escalones.
Suerte la mía, la puerta estaba abierta. Cualquier loco podía tirarse de allí. Salí al frescor de la noche y cerré los ojos. Dios, qué bien sentaba el aire puro. Inhalé el ligero olor a humo, plantas y demás cosas ambiguas. Avancé hasta la gran reja que rodeaba la azotea y miré hacia la ciudad nocturna e iluminada por miles de luces brillantes. No se distinguía demasiado de Nueva York, aunque San Francisco era más tranquila, a mi parecer. De pronto escuché un grito ahogado.
—¡Kyle!
Me giré y descubrí a Emma en la puerta abierta de la azotea, jadeando, con el rostro enrojecido. Estuve a punto de reírme por su aspecto, pero no pude hacerlo. Caminó hacia mí con paso furioso.
—¡¿Estás loco?! ¡¿Qué haces aquí?! —bramó, histérica.
—Necesitaba tomar el aire, y esto me relaja —dije, a modo de disculpa.
Me sorprendí por su estado de histeria. ¿Por qué estaba tan nerviosa?
—¡¿Y no podías pedir ayuda a alguien o avisar?!
—Lo siento —susurré.
Ella respiró hondo, colocando las manos en sus caderas, después me miró y señaló con su dedo.
—¿Sabes el susto que me has dado? Viene la enfermera y me dice que has desaparecido. Se me ocurre subir aquí, ¡y me veo la silla de ruedas y la puerta abierta! Pensaba que…
—¿Que había venido a lanzarme desde la azotea? —pregunté, escéptico, conteniendo ya la risa.
Ella adoptó una mirada totalmente velada de preocupación, pero rápidamente la cambió por una fulminante.
—¡Y yo que sé! Estabas tan mal por lo que te dijo Jase de tu pierna… ¡Da igual! ¡No vuelvas a subir aquí! ¡Es peligroso! —Me señaló la pierna y abrió mucho la boca—. ¡Y oh, estás de pie y caminando, te dijimos que todavía no!
La sujeté por los hombros, hasta que dejó de hablar y se centró en mis ojos. Su verdadera preocupación me enterneció, pero me estaba poniendo nervioso.
—Cálmate. —La giré, obligándola a mirar la lejanía—. Y no me digas que no puedo volver, este sitio es la hostia.
—Kyle… —me regañó.
Me encogí de hombros, de repente me sentía mucho mejor, más animado que en aquellos dos días. Emma volvía a dirigirme la palabra, aunque hubiera sido a la fuerza.
—Y te voy a decir más… —dije.
Me senté en el suelo, después me tumbé contra el frío piso de piedra. Emma me miró como si me hubieran salido tres ojos más.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó, alarmada—. ¡Levanta de ahí! Estamos en pleno febrero.
—¿Por qué no te tumbas conmigo?
—¿Qué? —graznó.
Me reí. No sabía ni lo que estaba haciendo, pero era divertido. Tenía frío, sí, joder si tenía. Pero llevaba muchos años haciendo aquello, y nunca me importó la época que fuera. Palmeé el suelo a mi lado y a Emma pareció que iba a salirle humo de las orejas.
—No voy a hacerlo, estás completamente loco.
—¿Tienes algo que perder?
—Mi bata se ensuciará.
—Vamos, te mueres por hacerlo. ¿Es miedo eso que huelo?
Vi como su rostro enrojecía de rabia y yo sonreí sin poder evitarlo. Bueno, hacerla rabiar continuaba siendo uno de mis grandes pasatiempos. Finalmente, Emma miró a los lados, soltó varias palabrotas en voz baja y se sentó, enfurruñada, a mi lado, para después tumbarse. Giró el rostro hacia mí, y me observó con el ceño fruncido.
—Esto no es nada profesional —murmuró.
—Olvídate de tu bata por un momento, doctora, y mira eso —dije, señalando al cielo.
El cielo nocturno era iluminado por una pequeña y menguante luna brillante hasta la saciedad, y varias estrellas centelleantes. Emma las observó y su ceño se fue relajando. Su pelo se había esparcido por el suelo de piedra, haciéndome cosquillas en la oreja derecha. El tirón que noté en el estómago me hizo ponerme tenso de pronto. Sé que había decidido mantener las distancias entre nosotros, y que estaba claro que cualquier amigable acercamiento no podía ser bueno. Había mucho rencor dentro de mí, y de ella, pero algo me incitaba a intentar al menos que fuéramos colegas, ya que el puto destino nos había hecho juntarnos, que pudiéramos hablar sin sentirnos incómodos.
—Nunca me fijo en que hay tantas estrellas —comentó.
—Aquí hay mucha contaminación lumínica, pero si estás en el sitio adecuado, pueden verse algunas.
—¿Has hecho esto muchas veces?
—Desde pequeño. Me encantaba el baile y el cielo. —Emma ahogó una carcajada, que provocó un sonido ronco de su garganta. La miré mal—. Sé que suena muy cursi, ¿ok? De pequeño me encantaba el cuento de El principito. Mi madre siempre me lo leía y me contaba cosas sobre las estrellas y los planetas.
—Así que, por eso siempre subes a las azoteas. ¿Eres un experto en estrellas?
—Por supuesto —mentí.
Emma me miró divertida y señaló una con el dedo.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál es esa, señor experto?
—Ni tengo ni puñetera idea —contesté sincero.
Ella comenzó a reír y yo me sentí demasiado extraño. Escuchar el sonido melódico de su risa después de tantos años me provocaba un sentimiento de alivio mezclado con asfixia. Era como meterse en el mar en un día caluroso, pero ahogarse en dos segundos. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, Emma dejó de reír rápidamente.
—Perdona —murmuró, como si hubiera hecho algo malo.
—Al menos has vuelto a hablarme.
Ella me oteó de reojo. Aquella frase no pareció gustarle mucho, debió de recordar que había dibujado su línea separándose de mí, y que no debería estar allí en ese momento.
Giré el rostro para mirarla, la fría brisa le había puesto unos cabellos en la mejilla. Alcé la mano en un impulso, y en ese momento sentí tanto miedo que pensé que me temblaría. Ella se quedó paralizada cuando rocé su rostro con los dedos y aparté el pelo de su piel. Clavó sus ojos claros en los míos, sorprendida, asustada. Y algo más, pero no supe qué.
Ni tampoco sabía qué mierda estaba haciendo yo.