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2. La espía

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En la tierra antes considerada territorio romano, el reino de Hispania se encuentra debilitado por las continuas guerras, la peste, la hambruna y el asedio de las huestes inconformes con el reinado. Numerosos concilios pretenden limar las diferencias religiosas y la capital, Toledo, se ha convertido en un sitio que alberga la urbe episcopal y civil.

A modo de paliar el abatido gobierno, el consenso fue unánime, y aunque por heredad no le toca ser rey, el nominado se prepara para ser ungido con la corona real. Corre el año 710 d.C., los romanos han sido desterrados y los visigodos que llegaron desde el Mar Negro al sur de ese territorio, con miras a conquistar la Galia, pronto fueron expulsados por los francos. La estirpe de origen germánico se instaló entonces más al sur, en la península, donde desde hace varios cientos de años gobiernan y modifican leyes a su antojo.

Pasarán décadas para que los vikingos logren la hazaña que los visigodos no lograron: invadir la gran isla con su ejército denominado pagano y masacrar a todos los religiosos del monasterio de Lindisfarne, y con ello dar inicio a la gran época danesa.

El conde Olián, gobernador de Ceuta, última posesión bizantina del Norte de África y aliado del depuesto Akhila, es uno de los nobles cercanos a la corte. Hasta el momento y por motivos de conveniencia, ha mantenido su adhesión a la corte visigoda, pero sabe que, en caso de necesitar apoyo, no dudará en solicitar ayuda de la milicia musulmana para derrocar a quien será propuesto como rey de las Hispanias y en quien tiene, como muchos, muy poca confianza.

Sin embargo, el noble comanda una de las huestes encargadas de combatir a los moros en la frontera y sabe que debe lealtad al reinado, sea o no de su agrado quien ocupe el trono.

Muerto Wikita, el penúltimo rey visigodo, su hijo Akhila ii es quien debería ser ungido con el cetro real por la línea de sucesión patriarcal; sin embargo, debido al temor de que Akhila pudiera continuar con la política suave de su antecesor y por el peligro inminente de una invasión, después de interminables discusiones los fidelis regis o leales a la casa real, junto con el senado, y presionados por la imperiosa necesidad de conservar la tierra y la vida, eligen a Roderico, a quien tienen por el más apto dirigente y quien puede solucionar los constantes problemas de la zona. Consideran que por haberse formado en un castrum, su valentía lo avala, una cualidad garante para lograr la unidad de las distintas facciones en que se encuentra dividido el reino. Pensando en abolir el continuo asedio de los moros, el Concilio lo propone sin saber que esa supuesta valentía oculta un temple proclive al asesinato y a la crueldad.

Convidado a la coronación, el viudo conde Olián pide a su hija lo acompañe con el fin de que preste oídos a lo que puedan comentar los esbirros del nuevo rey; debe pasar inadvertida, pero estar atenta a cualquier indiscreción. Si como imagina, por vanagloriarse de su poder Roderico ha ventilado su estrategia, Flora bien puede servirle de espía.

Contrario a los planes del conde, tan pronto entran, las miradas se adhieren en la estampa de la joven; a sus dieciocho años muestra el porte de quien se sabe hermosa, camina con la seguridad de que a su paso el recinto se ilumina.

Por tratarse de un hombre mayor, el noble es conducido a una mesa aparte y Flora debe acompañar a las demás jóvenes que la reciben desplegando envidia.

La coronación se lleva a cabo en un clima de festejo por parte de pocos y de disgusto por la mayoría. La fiesta se prolonga durante varias horas en las que hay dispendio de licores y surtidas viandas para los convidados, el vino corre sin medida, mientras que las sobras son repartidas entre la tropa y los desperdicios lanzados a la calle donde los menesterosos aprovechan las miserias.

La tertulia aburre a la joven, departir con las insulsas damas de la corte la fastidia. Lo único que en verdad le pareció trascendente fue algo que comentaban los guardias apostados a la entrada del salón; se había aproximado con el pretexto de acariciar al galgo de pelaje oscuro echado muy cerca. Uno de ellos aseguraba la veracidad de la historia de la cueva o casa cerrada, un recinto tapiado por los romanos, quienes pusieron el primer cerrojo, nadie debe atreverse a abrirlo, está prohibido y quien lo hiciere también quedará expuesto a la maldición que inevitablemente caerá sobre el profanador. Cómo le gustaría a ella ver el tesoro que contiene ese espacio que algunos llaman sagrado. Con seguridad cientos de collares de perlas y tiaras con gemas preciosas, ocultos de la mirada ajena, resplandecen en la oscuridad iluminando rincones. Cualquier joven luciría aún más su belleza ataviada con una de esas alhajas; ella, por ejemplo; además, podría solucionar varios de los problemas que tienen a su padre tan agobiado y enfermo. Quiere saber más de la gruta, pero en ese momento el galgo se levanta atendiendo el llamado de su amo y ella desvía la vista hacia el trono donde se topa con una presencia que destila masculinidad, no puede negar la atracción que le ha provocado Roderico.

En ese instante Olián, que ha estado atento de los movimientos de su hija, nota el intercambio de miradas y muy a su pesar se da cuenta de lo mucho que en silencio se dicen esos ojos.

—Es tiempo de irnos, hija mía. No hace falta ninguna reverencia, sígueme hacia la puerta.

—¿Tan pronto, padre?

Están por salir cuando se forma un remolino de trovadores y bufones convocados para amenizar el convivio. Entre esa turba va un tullido, es obvio que se vio arrastrado por el grupo de animadores en su paso hacia la salida del palacio. Camina con dificultad apoyándose en una estaca, intenta no ser visto, pero uno de los guardias denuncia su presencia al notar su desconcierto. Alertado por el barullo, el nuevo monarca se interesa por lo que sucede y, en lugar de ordenar que lo lancen al fango de donde proviene, le manda bailar sin el soporte al ritmo de los tambores que ya se escuchan, de no hacerlo enfrentará el garrote.

Ante las burlas de los asistentes, el hombre es despojado de lo que lo mantiene en pie, apenas puede sostenerse sobre la pierna sana y los aspavientos que hace para lograrlo aumentan la risa de quienes vuelcan en ese ser indefenso el miedo que reprimen y que solo pueden liberar de esa manera.

—¡Ahora salta y diviérteme si no quieres terminar como alimento de los buitres!

—¡No! —Flora se arrepiente al instante y trata de enmendarse—. No sé cómo ha sucedido, majestad, este hombre es nuestro esclavo, con seguridad desobedeció a mi padre y nos siguió hasta aquí.

Olián reacciona tarde, va a intervenir cuando Roderico se incorpora y va hasta la muchacha. La música que apenas comenzaba ha cesado y todos enmudecen en espera de lo que va a suceder.

Como si midiera el efecto que tiene su caminar lento, con una mano golpea una fusta sobre la palma de la otra, su túnica oro va ceñida a la cintura por un grueso cinto labrado, la capa roja echada sobre un hombro y las calzas anudadas marcan sus musculosas pantorrillas. Llega hasta plantarse a centímetros de la atrevida. La expectación de todos los concurrentes va en aumento.

—Y ¿será posible que esta mitad de hombre sirva para algo?

En lugar de contestar, Flora hace una reverencia, sabe que su irreflexión ha ido más allá de los límites y que no solo ella se expone, entonces con la vista baja responde:

—Perdónele, usted, y a mí también. Me aseguraré de reprenderle como se merece.

—¿A quién deberé la reprimenda?

—Con la venia, majestad, me presento, soy Olián, conde y gobernador en el estrecho desde Ceuta hasta Algeciras, y uno de sus generales que comandan una tropa para salvaguarda de nuestra nación, y ella es Flora, mi única hija. Le ofrezco una disculpa por…

—Asegúrese de vigilar que este remedo de esclavo reciba su merecido.

Con la corona sobre las sienes brillando igual que el destello virulento en sus ojos, el monarca levanta la fusta y lanza un golpe que derriba al mendigo. Ayudado por el conde y su hija, los tres se dirigen a la salida mientras las panderetas retoman el compás.

Roderico, duque de Bética, es ahora soberano de los visigodos, y tiemble quien no obedezca su palabra; la paz será impuesta y no habrá insubordinados; quien ose discrepar sobre sus mandatos probará la muerte, ya que él se siente bendecido por la mano de Dios para llevar a cabo tan insigne tarea. Pocos saben que en un futuro no muy lejano su elección provocará una guerra civil, y que la nación fijará su destino.

Paradigma

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