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4. Ante el rey

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Había sido igual que ir a otro país, escuchar un lenguaje desconocido, ver distintas costumbres, vestigios de la dominación romana, todo en un acto para reverenciar al rey Roderico, una figura recia que le inspiró temor y veneración y que no puede alejar de su mente. Esa primera vez en la corte es ya una huella definitiva; Flora anticipaba el boato, el derroche, pero no con tal petulancia:

Apenas traspusieron el portón del palacio, el menesteroso se tendió en el suelo para besar el ruedo de la zaya de su bienhechora.

—¡Quita de aquí, bellaco!

—No, padre, déjele usted. ¿No ve que el pobre hombre no pretende hacernos daño? Mejor socórrale con unas monedas.

El conde dio un paso atrás, Flora extendió la mano a su padre para recibir el dinero que a su vez entregó al hombre envuelto en su pañuelo; él, en gratitud, volvió a apoyar sus labios sobre la orilla de su vestido y se alejó para unirse a la muchedumbre. Varios campesinos, despojados de sus tierras, aguardaban audiencia, cándidamente pensaban que serían restituidos. Más allá se encontraban algunos ex combatientes esperando que la servidumbre arrojara las sobras del banquete, como leprosos cubrían con vendas aquellas partes de su cuerpo que habían perdido en batalla. Extraviada la fe en ser recompensados por su lealtad, esos guerreros, antes parte de las huestes reales, ya no podían emplearse en la milicia y sin otro oficio que no fuera guerrear, pasaron a la categoría de limosneros. Algunos rufianes se aproximaban para intentar despojar, a veces con éxito, a ciertos nobles más interesados en comentar la chapuza del nuevo rey, que en cuidar sus pertenencias; incluso se atrevían a afirmar que Roderico había mandado asesinar a Wikita y desterró a su descendiente con tal de apoderarse del trono.

Flora alcanzó a escuchar lo que iban diciendo. Cómo era posible que un caballero con esa galanura fuera un usurpador, con seguridad su padre no pensaba igual.

—Padre, ¿advirtió el agravio? Sé la rectitud con que usted se conduce y quisiera que me explicara si es eso es verdad.

—Esa misma rectitud exijo yo de ti, por eso no debes prestar atención a asuntos que no nos competen.

—Es grave lo que iban comentando.

—Por lo mismo no debes inmiscuirte, menos aún por ser una doncella de noble cuna, de sobra sabes que tu conducta debe ser impecable —y para que no insistiera agregó—. A esos incautos no les falta razón, aunque deberían cuidar sus palabras, es lo único que me harás decir.

Siguió al conde pensando en lo último que había dicho, varias conjeturas se arremolinaban en su cabeza.

Pronto se distrajo con el olor insoportable de las verduras descompuestas y la mugre acumulada en esos cuerpos, por costumbre buscó su pañuelo y, al no encontrarlo, mejor apresuró el paso para alejarse cuanto antes, aunque más penoso le resultó darse cuenta del gran contraste entre los dos escenarios: tras las murallas imperaba la abundancia y ahí, la inopia.

Antes de salir de casa, pide al aya discreción si su padre pregunta por ella, pueden decirle que está descansando. La verdad es que no ve la razón de ir acompañada apenas pone un pie fuera, ya no es una niña y, además, no necesita que alguien la cuide. Le gusta ir cerca de la ribera de la afluente donde siendo apenas una niña alguna vez la llevó Cenci, su madre, a quien extraña, apenas tenía siete años cuando enfermó de una rara dolencia que la consumió en días. Como su padre supuso que podría tratarse de la peste que en esos momentos estaba reduciendo a la población, le prohibió acercarse. Ya no trenzaría su cabello ni le haría figuritas con la miga del pan, quedaba huérfana de madre y nunca se repuso de esa pérdida. Varias veces ha soñado que Cenci regresa, y en la frente siente el beso que le planta mientras le dice que es hora de dormir. Al despertar no halla consuelo, nadie puede parar su llanto, hasta que el aya va por ella y la conduce en brazos hasta la fuente, el sonido del agua al caer funciona como bálsamo.

Se queda observando el serpenteo del torrente. En esos momentos y por mucho que lo desea, no es bien visto que se despoje de sus ropas para entrar en ese arroyo, entonces solo se descalza para sentir la frescura del agua. Vuelve a pensar en Roderico y trata de justificarlo imaginando que su actitud despótica y poco sensible se debe a una niñez amarga. De inmediato piensa en la suya y se dice que, de no haber perdido a su madre, seguiría siendo inmensamente feliz. Y no puede sino reconocer que también a partir de su deceso, la salud de su padre comenzó a deteriorarse. El siseo del agua que corre libre siempre la hace divagar, la lleva a ensoñaciones donde muchas veces pierde la noción del tiempo.

Debe darse prisa antes de que el conde Olián pregunte por ella. Decide cruzar por el mercado, ese viernes resulta el mejor día para encontrar de todo, aunque ella nada necesita. Entre la cerámica de los alfareros y el cobre de los herreros, Flora se siente atraída por una harapienta en un puesto de hierbas medicinales; con una voz que parece llegar desde el fondo de su entraña oferta el alucinante ajenjo y la venenosa atropa, la inofensiva camomila y el diente de león; se anuncia como sanadora y promete curar las dolencias de cualquier enfermo, sean los males del corazón o un simple estreñimiento. Sintiendo lástima, la joven se acerca para darle una moneda, limosna que la curandera rechaza; el contacto de esas manos ásperas la hace pensar en lo desafortunada que es esa chica de ojos negros, como los suyos y, en cambio, lo afortunada que es ella. La harapienta se le queda viendo con tanta fijeza, que no puede apartar la mirada. Por un instante brevísimo, su imagen queda fija en esas pupilas: ella y esa mujer son la misma persona. Se ve recogiendo las raíces torcidas de la mandrágora, evitando tocar las hojas, en la punta de los dedos percibe la suavidad de la salvia y los garfios de la bardana, escucha muy de cerca el piar de las garzas y solo sale del trance con el murmullo del río. Continúa su camino hasta que, sin saber cómo, llega a su casa.

—¿Le ha sucedido algo, mi niña? Tiene un semblante sombrío, si no le conociera diría que se me está presentando un espectro.

Flora tarda en reaccionar, cuando lo hace siente que llega de un lugar muy lejano.

—Nada. Creo que tomé demasiado el sol —engaña al aya para no ser descubierta y porque su padre entra al salón en ese momento.

—¿Qué ocurre? Estás pálida, anda a reposar, siempre has sido muy delicada, no quiero ni pensar que algo malo pudiera pasarte.

Recostada en su camastro, todavía con escalofríos, intenta explicarse lo ocurrido, pero no halla la causa, aunque tal vez, se dice, la hierbera me lanzó un hechizo. Se contenta con pensarlo así y se queda dormida.

Cuando despierta no recuerda siquiera haberse sentido mal. Comienza a idear lo que debe hacer: después de la cena hablará del tema que sí le interesa, con astucia, eligiendo bien las palabras, para convencer a su padre.

—¿Recuerda la plática que sostenían los guardianes en palacio? Decían que en la cueva de Hércules existen tesoros inimaginables, que nadie, o muy pocos, se han atrevido a violar la cerradura —el silencio del conde la hizo pensar que daba su permiso para que siguiera adelante—. Esa fortuna, padre, en manos equivocadas podría ser una catástrofe, pero en las adecuadas, imagine usted cuánto bien traería.

—Hija mía, es sabido que la leyenda también habla de una amenaza ante quien ose abrir ese recinto. Además, solo el soberano en turno tiene la facultad de probar suerte y nadie más.

Guarda silencio, no es oportuno que insista, había escuchado lo que deseaba saber. Entonces el único que puede desentrañar el misterio de la casa cerrada es Roderico. Midiendo bien lo que va a pedir a Olián, se atreve a añadir.

—El nuevo monarca ha ascendido al trono hace pocos días y, tomando en cuenta que puede haber represalias para quienes estén en su contra, me parece que es conveniente rendirle pleitesía, ¿no es así, padre?

—¿A qué vas con eso ahora?

—Nada, no me haga usted caso, pensé que era conveniente, debe perdonar mi atrevimiento.

—Es posible que tengas razón.

Aunque poco convencido, el conde recapacita en la estrategia de mostrar obediencia, eso le ganaría tiempo y desviaría la atención a su verdadero propósito.

El conde Olián acepta que, fuera o no de su agrado, debía respeto al soberano, de manera que pronto irían los dos. Sin saberlo, su propia hija había dado con el pretexto idóneo para que sus planes no levantaran sospechas.

A partir de ese momento, la joven planea con entusiasmo hasta el último detalle para lograr su objetivo. En el arcón con las prendas de su madre hay varias túnicas de gran belleza, sobre todo una con ribetes dorados sobre un fondo blanco; las guardaba para una ocasión especial, y el momento ha llegado.

Imagina la manera en que va a seducir al nuevo rey, lo demás será fácil. En el reino se sabe que Roderico es un conquistador no solo de tierras, sino de mujeres, incluso las prohibidas por ajenas, y ella es libre, tan libre como el viento.

Lo que Flora ignora es que muy pronto tendrá frente a sí al motivo de su impaciencia, pero no de la manera en que pretende.

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