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6. En la corte

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¿Cómo hacer para un reencuentro? Flora se engañaba

pensando que la razón para volver a la corte era solo la curiosidad de saber más del recinto cerrado por los romanos o los árabes, lo mismo le daba, la casa, como también la llamaban, donde varios años atrás habían puesto el primer cerrojo. Y, si era cierto que únicamente el rey tenía la facultad de abrirlo, lo más seguro era que el audaz y portentoso Roderico sin dificultad lo hiciera. Aunque, también pensó, existía la maldición que caería sobre el profanador, una posibilidad que la hacía flaquear en sus intenciones.

Trataba de ocultar su verdadero interés, aunque su inquietud la ponía en evidencia. Pronto dejarían la mansión en Toledo, era imperativo partir hacia Ceuta donde su padre, al mando de la tropa, reprimiría la invasión de los árabes. La muchacha ignoraba que el objeto de su deseo tampoco había logrado desprenderse de la fascinación que despertó en él y que por cualquier medio pretendería tenerla cerca.

Flora no pudo convencer a su padre para que desistiera de emprender el viaje que le anunció, veía que sus planes se desmoronaban y el pretexto para presentarse en la corte iba a esfumarse.

—No insistas ya habrá tiempo de sobra. Y no está de más recordarte que una doncella debe observar las buenas costumbres porque, aunque pretendes ocultarlo, estoy al tanto de que tus ausencias cada vez son más frecuentes y te las ingenias para salir sin escolta.

Sin embargo, el conde se quedó rumiando la posibilidad que se le presentaba para enderezar a su hija y tampoco decepcionarla del todo; no podía negar que le sobraba razón. No bastaba haberse presentado a la coronación y el suceso con el lisiado no había sido de ayuda, sino al contrario; no acudir personalmente como uno de los nobles a mostrar el respeto al nuevo dirigente constituía una afrenta, creaba desconfianza y podría tomarse como un gesto de inconformidad; y considerando el temperamento de Roderico, de hecho, era tanto como declararse su enemigo, algo que no le convenía y, aunque no lo expresó, la idea se le quedó rondando igual que los insectos que ya se arremolinaban acercándose demasiado a la llama de la vela.

—He recapacitado. Sé de sobra que, si no accedo a tu petición, esos ojitos se llenarán de tristeza, bien que te conozco, hija mía, siempre haces tu voluntad y sé que es mi culpa, quizás no he sabido educarte como lo habría hecho tu madre. Cumpliré tus deseos, pero con una condición — ante el mutismo de su hija, prosiguió— ya que tanto interés tienes en la realeza, y como no quiero que te expongas a ningún peligro, solicitaré a las damas de la corte que acepten instruirte. Está visto que pulir los modales de una joven nunca ha sido labor de un hombre solo, como yo.

La repentina alegría que Flora siente no pasa inadvertida para el conde, que lo atribuye a la impresión que de seguro es producto de la fastuosidad exhibida durante la fiesta.

—Está bien, dile al aya que prepare tu equipaje. Hoy mismo iremos a palacio.

Más rápido que un torbellino la chica corre a su habitación mientras llama a gritos a Segismunda para no olvidar detalle.

—Llevaré también ese baúl que está allá.

—Mi ama, a saber en qué condiciones esté lo que guarda. ¿No es suficiente con las zayas de diario y las de gala? Puse también sus zapatillas y sus capas.

—Empaca mis afeites y no te olvides de las cintas para el cabello.

La mujer acerca las valijas al quicio de la puerta según las indicaciones de su señora, y a su vez el lacayo las acomoda en el carruaje. Recibe el talego con monedas de su padre y, de nuevo, las recomendaciones para conducirse con recato y obediencia ante quienes estarán a cargo de su instrucción.

Después de hacer las debidas presentaciones en palacio, Benicia, quien se encarga de educar a las jóvenes que pretenden formar parte de la corte real y que apenas es mayor que Flora por dos años, hace la caravana habitual y toma a la nueva discípula del brazo para conducirla a la habitación que compartirá con ella.

Una vez que la hubo dejar instalada, Olián advierte al aya que deja en sus manos la supervisión y el bienestar de la joven, con su vida responderá si algo malo le sucede.

Sube al carruaje que lo llevará frente al magno concilio, insta al cochero para que, de ser necesario, vaya por atajos, debe llegar cuanto antes a la antigua provincia romana.

Una empresa de mayor importancia lo reclama y debe acudir. Él había solicitado al Aula Regia convocar a quienes estuvieran dispuestos a dar todo por el todo, la vida si fuera necesario con tal de frenar la invasión que ya se cernía como una amenaza difícil de contener si no actuaban de inmediato. De muchos era conocido que en gran parte del territorio, muy cerca de Algeciras, las milicias de Tariq Ibn Aziz se apertrechaban a pocas leguas de distancia. La nación visigoda peligraba, y pocos tenían conciencia de esa amenaza.

Hasta el momento él, conde y gobernador de Ceuta, última posesión bizantina del Norte de África y aliado del depuesto Akhila, se había propuesto guardar obediencia y respeto al rey de la península, aunque solo por motivos de conveniencia. Igual que otros nobles, había mantenido la calma a ojos de la corte visigoda. Las huestes de los suevos, los vándalos y los alanos que cruzaron los Pirineos y se asentaron en la península ibérica en el pasado sin encontrar resistencia era un episodio ácido, uno que nadie debía olvidar.

La tierra significa el sustento, y si los religiosos igual que los campesinos libres y ellos mismos, los aristócratas, pretenden recuperar las tierras que les fueron tomadas, alguna acción merece ser considerada, aunque eso hubiera ocurrido varias decenas de años atrás. Y peor aún, el asedio no ha terminado, también en el norte los francos constituyen una advertencia, ya que han sido avistados algunos campamentos muy cerca de esa frontera.

Va rumiando lo que expondrá ante el consejo de ancianos, él tiene derecho de voz, no por nada se ostenta como uno de los terratenientes y también uno de los más altos funcionarios de la corte del monarca anterior, aunque su título de conde no significa contar con la seguridad adecuada a su linaje; varios de los duques y condes que gobiernan territorios cercanos deben considerarse vasallos del rey, como él, sin privilegios de ningún tipo. Y por más que intenta, no puede borrar la idea de que el nuevo monarca ha sido electo de manera arbitraria causando la indignación de gran parte de la élite de los nobles, tal circunstancia no promete buen futuro.

Es evidente la superficialidad con que el recién electo negocia asuntos delicados, de eso se habla y el comentario va más allá: su crueldad y prepotencia están adquiriendo cada vez más relevancia.

En el Aula Regia lo escucharán y, asistido por esa junta, convocará a un Tomus Regio para tratar el delicado tema. Si eso no funciona, aconsejará al obispo para que, de ser necesario, concierte un nuevo Concilio.

Desde luego comprende que, sin una cabeza al frente, la nación visigoda va a perder el territorio conquistado siglos antes. Ahora pretende convocar a un juramento de fidelidad de los próceres cualificados con atribuciones especiales de carácter judicial que, como él, sean miembros del Tribunal de Justicia.

Una vez hecha la convocatoria para reunir los votos necesarios, podrá incluir a los privates, a los curiales y a los seniores, hombres libres todos.

El viaje representa un verdadero esfuerzo, la edad avanzada de Olián y la rigidez de sus articulaciones lo limitan y ese endurecimiento no solo es físico, sino que, con la edad, también el carácter se le endurece y cada vez más se nota el deterioro, pero así sea la última encomienda de su vida, no va a dejar de hacer lo que su conciencia le dicta.

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