Читать книгу Macabros 2 - César Biernay Arriagada - Страница 10
Hampa criolla
ОглавлениеEstafadores y timadores son parte del inventario en la historia criminal chilena. Existieron, existen y existirán mientras haya una víctima para la fechoría en el lugar y momento adecuados. Su modus operandi, sin embargo, ha mutado en el tiempo, desde imberbes relatos de truhanes bandidos de campo hasta urdidas maquinaciones de gerentes impecablemente vestidos, de cuello blanco y corbata.
Abordar la génesis del timo en los archivos de la investigación criminal chilena es rememorar a los viejos detectives, aquellos que pasaban lista en la unidad a las ocho de la mañana y luego armaban su desayuno de campeones, con café de trigo y marraqueta. En esos desayunos colectivos se conversaba de todo, de diligencias pasadas, de boliches donde levantar información y de convictos rehabilitados dispuestos a colaborar en casos pendientes; en la matutina merienda se repasaban antiguos sucesos policiales y se rememoraba a los agentes pesquisas de los albores de la institución. Desde aquellos años la policía civil marcaba diferencia con su símil uniformada, más cercana a la investigación que a la prevención, viviendo intensamente, y en cada cuartel, su estrecha relación con el maleante. Se hacía unidad afirman los coetáneos, tanto en las diligencias diarias como en los servicios nocturnos.
El generoso desayuno se justificaba ante las fortuitas jornadas de trabajo, en las que fácilmente se podía llegar a las cinco, seis o siete de la tarde sin almorzar. Por ello el desayuno debía ser abundante. Los viejos detectives desayunaban consomé, pasaban lista los días sábados y pagaban sus atrasos reiterados solventando una paila de huevos a un compañero de labores. Era otra policía, en sintonía con el país al que se debía.
Cuando un detective cumplía su rol en el servicio de guardia se premunía de su propia máquina de escribir. La pobreza era franciscana; la cinta de máquina escaseaba, por lo que cada uno debía portar la suya, muchas veces reciclada de otra máquina ya en desuso; no había fotocopiadoras y cuando aparecieron las primeras en las librerías de esquina, la copia era demasiado cara. En ese entonces, para multicopiar un parte se usaba papel calco, en cuyo procedimiento el oscuro folio se interponía entre el original y la que constituiría el duplicado en indisoluble triada. Cuentan que, en aquellos partes delicados con muchas copias, se vieron turros de hasta tres calcos en un solo rollo de máquina, con un original y tres duplicados. Esta sensacional maniobra era un recurso de guapos, ya que el oficial que tecleara esa máquina de escribir debía cumplir con la condición de tener bien ejercitada la musculatura de su antebrazo para golpear con fuerza cada letra del parte. También debía asumir la redacción del oficio con la debida precaución para no equivocarse, ya que una letra errónea debía borrarse cuatro veces, distinguiendo entre copia y calco, copia y calco.
Esos pliegos blanquinegros avanzaban línea a línea en la máquina Olivetti, girando en el rodillo ante el tecleo disonante, pausando en cada renglón tras el sonido de la campanilla. Para los nuevos detectives, el arte de multicopiar un parte a la antigua es historia. Hoy, ante un error de tipeo se puede volver atrás, como habitualmente se estila al redactar un documento en formato Word. Antes se debía borrar con corrector líquido, agitando previa y rítmicamente el pomo de liquid paper, para luego estilar la condensada gota blanca que lucía en la punta del minúsculo pincel. La memoria de agentes más antiguos recuerda que antes se borraba con typex, una lengüeta de máscara blanca que se interponía entre el papel y el abanico de aceradas letras de la máquina de escribir, en cuyo procedimiento se debía volver a marcar el error, para emblanquecer la falta ortográfica, y continuar con el relato. Y al recapitular más atrás, los errores se enmendaban con el clásico lápiz goma, un celeste bolígrafo de madera, en cuyo corazón no había grafito oscuro sino alba goma de borrar, y que en su parte posterior disponía de un adminículo en forma de escobilla que permitía barrer los restos de goma que quedaban sobre el roneo.
Pero como el desabastecimiento era extremo, sucedía con frecuencia que en la sala de guardia no había ni corrector líquido, ni typex, ni lápiz goma. Ante ello, para borrar una letra mal tipeada, los policías con más experiencia borraban con el filoso borde de la hoja de la máquina de afeitar. El papel se raspaba suavemente, sin llegar a traspasarlo, pero con pulso de cirujano, royendo levemente la tinta marcada para luego superponer encima la letra correcta. Más de alguna vez sucedió que, tras el trabajo impecable de un detective raspando el papel, el torpe funcionario de guardia volvía a equivocar la letra, debiendo proceder de nuevo sobre el papel roído. Nunca nadie se dio por vencido y los documentos se entregaban a tiempo, en forma y fondo.
Durante esa policía, en la que la gomina y la colonia inglesa daban sello y distinción al agente, germinaron en el hampa delincuentes de bajo botín pero de reiterada frecuencia. Uno de ellos era el monrero, hábil criminal que entraba a las casas premunido de un diablito o una herramienta similar, haciendo palanca en alguna ventana o puerta para facilitar su ingreso y sustraer especies. Otro delincuente era el cartillero, sujeto que ofrecía cartillas a la salida de los hipódromos que promocionaban la apuesta clandestina. Las patinadoras, por su parte, eran esbeltas mujeres que adornaban las aceras nocturnas de la capital ofreciendo sus servicios sexuales. En este sórdido ambiente delictivo se hallaba al cuentero, llamado así por recurrir en sus delitos al “cuento del tío”.