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Capítulo 1 El año 2008 conocí el amor verdadero, o por lo menos eso prefiero creer. Tenía dieciséis y todo comenzó cuando mi madre, mis dos hermanos —Jéssica de catorce y Rubén de diez— y yo nos mudamos a la ciudad de Ica en Perú, en un pueblo pequeño llamado Subtanjalla. Mi mamá comenzó a trabajar en la municipalidad como operaria de limpieza y nosotros entramos a la escuela, yo en el último año de la secundaria. Todos me conocían como Diego.

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El inicio del año escolar fue genial, conocí buenos amigos y me llevé bien con los profesores, aunque no era un alumno bien calificado. Mis notas eran muy bajas y aun esforzándome por remediarlas no subían; sin embargo, por eso me llevaba tan bien con los maestros, ya que a menudo acudía a ellos para que me explicaran los cursos que no lograba comprender.

Un día comenzó a llover justo cuando se inició el recreo en la escuela. No pudimos salir al patio a jugar a la pelota, tampoco a caminar, así que nos sentamos en los pasillos y conversamos recostados en la pared. Luego tomamos una pequeña siesta hasta la hora del regreso a clases. De pronto, apareció una chica de otro salón que nunca había visto. Era la niña más bonita del mundo, o eso creí. Quedé embobado al verla pedir permiso para pasar, pero parecía no escuchar de lo tonto que me tenía. Notó la mirada cautiva que puse y solo sonrió. Fue el gesto más hermoso que había presenciado en mi vida. Su tez era blanca, tenía el cabello lacio y largo hasta la cintura, de iris cafés y con una mirada pícara y seductora; unos ojos que en ese momento eran mortales para mí. Cualquiera podría enamorarse con solo verla.

Salí de mi ensoñación al sentir un golpe en la cabeza.

—Reacciona, weón —dijo mi mejor amigo, Felipe, mientras los otros se reían de mí. Con él andaba para todos lados, era en quien más confiaba.

—¿Es la primera vez que ves a una mujer, gil? —rio. Solíamos decir gil como sinónimo de menso o idiotizado.

Ahí también estaba Jhordi, un tipo más de calle. Tenía una manera de hablar que lo hacía parecer de una banda granuja, pero era buena persona, un gran amigo. En ocasiones nos acompañaba a caminar y hacer hora por la plaza.

Ese mismo día, al salir de la escuela, fuimos a la plazoleta del pueblo a pasar el rato. Se les ocurrió tocar el tema de la chica que pasó frente a mí y volvieron a burlarse. De todas maneras, quería saber su nombre, así que Felipe me aconsejó que se lo preguntara la próxima vez que la viera, pero que no soñara demasiado, ya que tenía fama de rechazar a cualquier chico que pretendiese enamorarla.

Cuando volví a casa comencé a imaginar una vida a su lado, como el típico adolescente enganchado, dispuesto a jurar amor eterno. Busqué ropa en mi armario, una más formal para comenzar a salir, pues era la primera vez que me preocupaba de mi manera de vestir y de cómo me veían los demás. De pronto, encontré una camisa azul a cuadros que había pertenecido a mi padre antes de irse de casa y perder su rastro. Me la probé con el pantalón del uniforme de la escuela, ya que era negro, igual que los zapatos. ¡Grave error!

Al día siguiente, después del colegio, fui a mi casa a cambiar mi vestuario para salir con Felipe a dar una vuelta. Jessica y Rubén se quedaron en el comedor y mi madre en su trabajo, como siempre. Rubén era muy inquieto y se llevaba mejor con mi hermana que conmigo, así que se encargaba de sus cuidados.

Cuando me dirigía al parque donde siempre me juntaba con Felipe, noté que algunas personas me miraban y pensé que me veía muy formal. Usaba la camisa de mi padre y el pantalón del uniforme. Al llegar, mi mejor amigo, quien estaba junto a Jhordi, me explicó que no había podido salir con sus otros cercanos ya que estaban lejos del pueblo y sus padres no le dieron permiso para acompañarlos, así que éramos como sus amigos de repuesto. Rieron a carcajadas de mí, parecían enajenados al no poder detenerse.

—¡Qué estás usando, loco! —dijo Felipe entre risas.

—Una camisa para lucir mejor.

—Te falta una peluca y una nariz roja para ser un payaso —señaló Jhordi.

—¡Ya, basta! —exclamé muy enojado. Al ver que no paraban de reír los mandé al demonio, di media vuelta y me dirigí a casa entre molesto y apenado. Comprendí por qué la gente volteaba a verme de manera extraña: me veía muy mal con la camisa a cuadros y el pantalón holgado. Felipe y Jhordi me seguían de cerca pidiendo disculpas, pero de igual forma reían sin parar. Caminaba dispuesto a cambiarme, pero para mi mala suerte aquella chica que me gustó tanto en la escuela salió de un callejón justo enfrente de mí. Quedé helado. Lo único que pensaba era en que ojalá no viera el desastre que llevaba puesto.

—Linda camisa… —murmuró mientras mis amigos se reían a metros de distancia. Por alguna razón no pude responder—. Pero no con ese pantalón.

Un segundo después intentó retirarse y pasó por mi lado.

—¿Quieres ir por un helado? —pregunté, nervioso.

Giró por breves instantes, como si pensara en ello.

—Solo si usas algo casual en lugar de esa camisa.

—¡Claro que sí!

—Te veré en una hora en el parque.

Entonces se fue. Felipe y Jhordi dejaron de reír, muy asombrados de que hubiese aceptado mi invitación, incluso si tenía fama de rechazar a sus pretendientes. Aproveché la instancia para ir rápido a cambiarme mientras me seguían muy callados, como si de algo muy serio se tratara.

—¡No puedo creer que Rosa aceptó una invitación tuya! —exclamó Jhordi.

—¿Así que se llama Rosa? —pregunté, pero me ignoraron.

—¡Intenté salir con ella hace más de un año!

—Debiste vestirte como payaso de circo —dijo Felipe, burlándose.

Al llegar a casa me cambié apurado y luego me acompañaron de regreso al parque. Esta vez me puse una playera roja y un short negro que usaba para ir a la playa. Al llegar a la placita del pueblo esperamos cerca de veinte minutos. Mis amigos se despidieron al señalar con la mirada al otro lado del parque. Era Rosa.

Cuando llegó frente a mí me saludó con un beso en la mejilla. Me sentía bobo al estar tan nervioso, pero podía disimularlo bien, pues sabía que Felipe y Jhordi me estarían observando desde lejos y no tenía intenciones de quedar como bobo.

—Me llamo Rosa.

—Lo sé —respondí como un tonto.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo escuché por ahí.

—¿Ah sí? ¿Y qué más escuchaste de mí?

De inmediato supe que lo había arruinado y me tragué mis palabras.

Sonrió con dulzura.

—Empecemos de nuevo. Me llamo Rosa. Ahora, dime tu nombre.

—Soy Diego.

Recién entonces me pude sentir más aliviado. Luego de presentarnos comenzamos a caminar por el parque para hablar de todo un poco. Me contó sobre su familia y yo le hablé de la mía. También charlamos sobre la escuela, los profesores y nuestras amistades. Sentí que el tiempo pasaba rápido, pues muy pronto comenzó a oscurecer y anunció que debía irse. La acompañé hasta su casa y después regresé a la mía.

Al llegar me encontré con mi madre, quien había retornado del trabajo. Preguntó en dónde estaba y le respondí que había salido con una amiga. Me miró y sonrió para luego darme un par de billetes.

—La próxima vez invítala a cenar a algún lugar bonito.

Sentí orgullo en sus palabras. Me fui feliz a mi habitación para tratar de dormir, pero no podía hacerlo. Estaba muy entusiasmado con el día siguiente. Quería volver a verla en la escuela y llevarla a comer, tal como había dicho mi madre.

Amor Fugaz

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