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Uno

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Por entonces en mi casa aún no había televisor color. Teníamos uno blanco y negro de escasas pulgadas y casi no funcionaba. El color llegó el día en que cumplí seis años. Lo recuerdo perfectamente, porque mientras todos mis amiguitos recién bañados me acosaban con regalos y besos prolijos, yo permanecía absorta, ida, frente a mi reflejo brillante en la pantalla pixelada, acariciando los botones suaves del control remoto.

Los sueños podían volverse realidad. Se lo había pedido a Cristo. Cristo estaba a mi lado, de mi lado, con un televisor color virgen para mis ojos grises, en medio de mi pequeño cumpleaños, rodeándome con niños perfumados que yo apenas conocía. En la cocina se amontonaba gente del barrio que veía todos los días, y familiares de los que nunca recuerdo los nombres. Observaban mi felicidad sosteniendo vasos con sidra. Finalmente tuve mi sueño al alcance de la mano, y lo encendí ansiosa.

Hicimos mucha fuerza con Carlos para que mi deseo me fuera concedido. Durante dos meses, al comienzo de cada misa dominical cerrábamos los ojos al unísono, pensando en el televisor color que yo quería. Un televisor divino, totalmente plateado, con sonido estéreo efervescente. Cuando el padre Costa decía “El Señor esté con ustedes”, nosotros, en lugar de contestar “y con tu espíritu”, nos mirábamos mudos y cerrábamos los ojos, apretando fuertemente la tenue oscuridad que lográbamos aprisionar, para no abrirlos hasta el ofertorio. Recién entonces, con las venas anchas tiñendo de sangre toda la parroquia, abríamos los párpados calientes e hinchados, mirando la cruz sin pestañear. Entonces el rojo de nuestra mirada se diluía y ocurría el milagro: toda la parroquia cantaba y Cristo crucificado se reía. Juro por Carlos y por mí que Cristo se reía. Carlos es testigo. Cristo se reía y me decía en silencio: tu deseo será concedido. Entonces nosotros también reíamos de felicidad, uniéndonos al coro de ancianas:

Tú has venido a la orilla

no has buscado ni a sabios ni a ricos

tan sólo quieres que yo te siga

Señor

me has mirado a los ojos

sonriendo has dicho mi nombre

en la arena

he dejado mi barca

junto a Ti buscaré otro mar

Cuando nuestras voces eran más fuertes que la de mi madre, la canción terminaba y todos se acercaban hasta el padre Costa a comulgar, menos nosotros, lógicamente. Entonces yo metía mi dedo índice en la boca, sobre la lengua, y le daba gracias a Cristo, porque sabía que algún día mi deseo se haría realidad, sólo para mí.

Y un día, en medio de mi sexto cumpleaños, entré al dormitorio con los ojos vendados. Todos mis nuevos amigos entonaban tímidamente un “Que los cumplas feliz” sin música, impregnados en Pibe’s y Coqueterías. Mi madre me sacó la venda y allí estaba mi televisor. Y allí estaba yo. Y allí estaba Cristo, asegurándome que siempre estaría conmigo y cumpliría todos mis deseos, siempre y cuando yo concurriera a misa cada domingo y permaneciera con los ojos cerrados hasta el ofertorio.

Miss Tacuarembó

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